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El juicio por los atentados de la sala Bataclan: una crónica

A lo largo de todo el juicio, siete víctimas de los atentados han escrito y descrito sus sentimientos. En este último día del juicio, el padre de Lola, asesinada en la sala de espectáculos Bataclan a raíz de los atentados del 13 de noviembre de 2015, se pregunta sobre el sentido de las condenas impuestas: “Imposible no sentirse concernido por la suerte de los acusados”. En enero de 2016 fundó, junto con otras víctimas, la asociación 13onze15 Fraternité et vérité, de la que ha sido presidente hasta septiembre de 2017, y de la que hoy es presidente de honor.

“Escribo estas líneas mientras los jueces están deliberando. Tal vez ya se conozca el veredicto cuando las lea, pero eso no importa: no se trata de comentar aquí la decisión del tribunal. Tan solo quiero decir que me resulta imposible no sentirme concernido por la suerte que correrán los acusados y tratar de explicar por qué. Precaución de lenguaje necesaria: me manifiesto a título personal y en modo alguno pretendo formular un emplazamiento o siquiera una invitación a imitarme.

Varias acusaciones particulares, en sus declaraciones, dijeron que la sentencia no les interesa, que una vez concluido el juicio esperan que los acusados desaparezcan del recuerdo, que se olviden hasta sus nombres. Lo comprendo. Lo comprendo, pero no puedo. Sin embargo, es el tribunal quien decide, no yo. El veredicto se pronunciará en nombre del pueblo francés y no en nombre de las víctimas. ¿Por qué iba yo a sentirme concernido?

Bueno, en primer lugar porque formo parte del pueblo francés, y las condiciones en que se imparte justicia me conciernen como ciudadano que soy. Mucho antes del juicio V13, me indigné ante las malas condiciones carcelarias. Ocurre que por mi profesión he visitado varios centros penitenciarios y por tanto sé muy bien cómo es un patio o una celda hacinada en una prisión, o un calabozo en un centro de detención. Conozco la frecuencia de las duchas y sé lo que puede pasar allí. He oído los ruidos y percibido los olores.

Bastante antes de haber escuchado a Salah Abdeslam, sabía que el aislamiento estricto podía ser una forma de tortura y llevar a la locura. Por tanto, yo defendía unas posiciones de principio, basadas en conocimientos y valores. Los atentados del 13 de noviembre de 2015 no me indujeron a abandonarlos. Estaba en contra de la huida hacia delante que supone aplicar condenas de seguridad cada vez més largas, cada vez menos revisables. Y lo sigo estando. Considero que se trata de una deriva demagógica, cruel e inútil, que refleja por otro lado una notable falta de confianza en las jurisdicciones encargadas de vigilar la aplicación de las penas: convertirse en liberable no significa ser liberado.

Cuando Georges Ibrahim Abdallah fue condenado a cadena perpetua en 1986 después de dos años de prisión provisional, esta escalada todavía no se había producido. Abdallah es liberable desde 1999, pero sigue en la cárcel, donde ha pasado 36 años. ¿Qué significaría por tanto condenar a Abdeslam a una pena no revisable que solo podría ser reconsiderada eventualmente al cabo de 30 años, si no afirmar que se renuncia de antemano a toda posibilidad de arrepentimiento, de enmienda, de redención? Posibilidad sobre cuya realidad y sinceridad debería pronunciarse de todas maneras una autoridad judicial antes de que se pudiera proceder a la puesta en libertad.

Sin embargo, este juicio no es un juicio cualquiera, en él se juzga a hombres acusados de haber participado, contribuido, colaborado, ayudado en relación con hechos que han robado la vida a mi hija. Soy una de las acusaciones particulares. He acudido a declarar en la vista oral. Mi abogado se ha manifestado en mi nombre. Los jueces que deliberan en este momento han escuchado todo esto. Una parte, sin duda ínfima, de su decisión se verá influida por lo que yo haya podido decir.

Se ha establecido un vínculo, como dijo un día Salah Abdeslam, con este arte tan particular que le caracteriza de decir cosas no necesariamente falsas, pero que resultan descalificadas por el mero hecho de que salen de su boca. Por cierto, frecuento a estos acusados, al menos a los catorce que se encuentran en París, desde hace diez meses. Antes del 8 de septiembre me enteré de qué se les reprochaba en el acta de acusación, en artículos, en libros, pero admito que me costó mucho memorizar esa masa de informaciones. No siempre logré distinguir a cada uno de los individuos que intervinieron en esta siniestra historia. Me parece que la célula comprendía a más personajes que Guerra y Paz, con nombres mas difíciles de retener. Y tampoco ayuda que los magistrados escriban en un estilo claramente más árido que Tolstoi.

Hoy tengo la impresión de que los conozco mejor que a ciertos miembros de mi familia: sé cómo se llaman, a qué se asemejan, dónde han nacido, dónde se han criado, quiénes eran sus progenitores, qué notas tuvieron en la escuela, cuánto bebían, cuánto fumaban, si tienen permiso de conducir, si se saltan los límites de velocidad, qué cafés frecuentaban. Conozco su vida sentimental, las veces que se han casado y cuántos hijos e hijas tienen. Sé cómo se expresan, si tienen sentido del humor, si son adorables o irritantes, o las dos cosas. Sé de qué se les acusa, lo que reconocen haber cometido, lo que niegan y qué pienso qué fue lo que probablemente ocurrió. En suma, sabía que eran seres humanos, pero esta certeza teórica se convirtió en conocimiento sensible, y esto cambia mi manera de verlos.

Incluso he hablado ocasionalmente con los tres acusados que están en libertad, y comparto en cierto modo sus inquietudes y sus esperanzas: Hamza Attou y Ali Oulkadi cometieron faltas indiscutibles y merecieron un castigo. Abdellah Chouaa clama su inocencia, y la acusación no ha logrado convencerme de su culpabilidad. Hamza Attou es un hombre muy joven. Abdellah Chouaa y Ali Oulkadi son padres de familia. Me parece que ya han sido suficientemente castigados por lo que han hecho y que devolverlos a la cárcel sería un derroche suplementario en una historia que ya ha destrozado demasiadas vidas.

Por supuesto que no he hablado con ninguno de los demás acusados, los del cubículo, pero su suerte no me es más indiferente y en mi fuero interno me he formado una opinión de los que debería ser la decisión del tribunal (debería en el sentido de un deseo y no de un pronóstico). Cuando se haya pronunciado el veredicto, cuando se declare definitivo tras un probable proceso de apelación, una vez agotados eventualmente todos los recursos, renovaré mi petición de participar en una acción de justicia restaurativa reuniéndome por lo menos con uno de estos acusados. Lo haré por mí mismo, pues tengo cosas que decirles y deseo escucharles al margen del juicio penal. Pero también lo haré por ellos, para ayudarles si quieren a reflexionar sobre lo que han hecho o sobre lo que podrán hacer en el futuro, ya que subsistirá una esperanza, en el estado actual de nuestro derecho, cualquiera que sea la decisión del tribunal.”

29/06/2022

Georges Salines, padre de una víctima

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