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El juicio ¿injusto? de Jesús

Hace muy poco, Gabriel Andrade publicaba un texto acerca del juicio de Sócrates, “Sócrates, ¿culpable?”, en el que lo compara con el juicio de Jesús de Nazaret. En el texto, Andrade afirma que la condena de Jesús no fue religiosa sino política, si bien también dice varias veces que fue injusta. Coincido en el carácter político de la condena a Jesús, pero no tanto en que fuera injusta. Que nadie piense que estoy defendiendo la pena de muerte, y mucho menos por crucifixión, sino tan solo quiero reflexionar sobre esa condena romana a Jesús de Nazaret y si, en su contexto, pudo estar justificada, y así poder acercarnos a la cuestión histórica de quién fue, realmente, ese Jesús de Nazaret.

Al decir que la condena a Jesús fue injusta, se sugiere la idea de que los romanos condenaron a muerte, y además a una muerte cruel, a alguien que fue inocente y que no había hecho nada tan grave como para merecerla. Sin embargo, me parece que esta idea se basa en un mito: el mito del Jesús bueno. Según ese mito, Jesús fue una buena persona, un ejemplo moral, y que fue condenado en su época por lo incómodo de su discurso, por señalar las injusticias de su momento, por defender a los débiles y los pobres, y que fue víctima de los poderosos y los malvados. No hace falta ser ni cristiano ni tan siquiera religioso para aceptar este mito. Muchos ateos lo admiten. Niegan la divinidad de Jesús, sus milagros y su resurrección, pero afirman su excepcional carácter moral, sus enseñanzas éticas y su ejemplo de amor y bondad. El unitarismo, la teología de la liberación o la teología radical (o de la muerte de Dios), muy críticos con los aspectos más sobrenaturales del cristianismo, aceptan esta imagen de Jesús de Nazaret. También buena parte de quienes se dicen de izquierdas (o de abajo) y ateos a la vez. El propio Pablo Iglesias Turrión, por ejemplo, que no escatima halagos al papa Francisco, del que dice que “es útil para la gente de abajo”, también llegó a decir que “Jesucristo habría estado en Podemos”. Ahora bien, ¿fue ese el Jesús de Nazaret que vivió en tierras palestinas hace unos 2.000 años?

Siguiendo, sobre todo, la obra de Gustavo Puente Ojea, y otros autores, sobre los orígenes del cristianismo, cabe decir que no es así. A Puente Ojea le debemos la expresión “del Jesús histórico al Cristo de la fe” y cabría añadir: pasando por Pablo de Tarso, pues fue él quien inició ese paso o falsificación de uno al otro. Si leemos los textos evangélicos en el contexto de las demás fuentes históricas disponibles, el resultado más coherente sobre quién fue Jesús de Nazaret dista mucho del Jesús manso, pacifista y del amor universal que se repite machaconamente. Lo más seguro es que Jesús fuera un integrista judío y un autoproclamado mesías militar, cuyo plan consistiera en liderar una rebelión violenta contra los romanos para liberarles del Imperio e instaurar una teocracia judía. Sin embargo, fracasó en su intento y recibió el castigo habitual en la época para los rebeldes políticos contra Roma: la crucifixión. Si fue así, la condena no fue injusta, en el sentido de que es lógico que un Imperio castigue a los rebeldes (sobre todo en el pasado). Injusta sería si le hubieran condenado arbitrariamente, si efectivamente Jesús hubiera sido una persona pacífica y pacifista, víctima de algún complot contra él, pero no parece que fueran así las cosas.

El contexto en el que vivió Jesús, el pueblo judío estaba invadido y gobernado por los romanos, formando parte de su Imperio. Las autoridades políticas y religiosas judías aceptaban la invasión y de hecho se beneficiaban de la connivencia con ella. No así el pueblo llano. A esto hay que sumar que la elite religiosa practicaba un judaísmo puramente ritualista y formalista, lo que enervaba a los judíos más fanáticos y puristas. Estos interpretaban la invasión y la miseria del pueblo en sentido mesiánico y apocalíptico. La invasión romana no era sino otro castigo divino por la desobediencia y la relajación del pueblo judío hacia la ley divina (la Torá), similar a las invasiones anteriores de los filisteos o los babilonios. Pero había esperanza: si los judíos retornaban a la ley divina, es decir, ponían en práctica el más rancio y fundamentalista de los judaísmos, Dios (Yavé) se apiadaría de ellos y les enviaría un mesías militar que, con ayuda divina, les libraría de los romanos, igual que en el pasado otros mesías les libraron de otras invasiones.

En este contexto, no faltaban los profetas que arengaban al arrepentimiento y la vuelta al fundamentalismo judío para que llegara dicho mesías cuanto antes. Uno de ellos fue Juan el Bautista. En su osadía, llegó a acusar al propio rey Herodes Antipas. Sabido es que el rey manda cortarle la cabeza y se la sirve en una bandeja a su esposa Herodías para cumplir con la promesa hecha a su hija Salomé. Antes de eso, Jesús se había hecho bautizar por Juan el Bautista, es decir, se había incorporado como uno de sus seguidores. Tras la muerte del bautista, Jesús se proclama el mesías anunciado por él, y algunos de los discípulos de Juan se le unen en su causa. Dice el evangelio de Mateo que, estando Juan en la cárcel, mandó a dos discípulos a preguntarle a Jesús: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?” (Mateo 11, 3). Lo más probable es que Juan el Bautista no solo predicara el arrepentimiento y la vuelta al judaísmo más estricto, sino la inminente llegada del mesías de entre sus propios discípulos. De esta forma, estaría siguiendo el modelo mesiánico que aparece en la relación entre el profeta Samuel y el rey David en el Antiguo Testamento. De entre esos discípulos, seguramente Jesús destacara como el más radical, fanático o dispuesto a ser ese mesías, aunque tuviera sus dudas. Por eso, cuando está encarcelado, Juan tiene prisa por saber si está dispuesto o no para la misión contra Roma, y manda a esos discípulos a que le pregunten si sigue adelante o si se echa para atrás. Sea como sea, el caso es que Jesús se proclama mesías, dispuesto a luchar contra Roma.

En su locura fanática, Jesús cree que con la muerte del bautista ya ha llegado la hora del reino de Dios, es decir, de reinstaurar la teocracia judía. Su plan es descabellado a más no poder: predicar por Galilea a la búsqueda de voluntarios para su ejército rebelde e ir a la capital, Jerusalén, donde proclamarse rey de los judíos, y expulsar a las autoridades políticas y religiosas judías por colaboracionistas con los romanos y poco ortodoxos en el cumplimiento de la religión judía. Para el éxito de tal plan, cuentan con las legiones de ángeles que Dios proveerá en el momento necesario.

Desde el punto de vista de esas autoridades políticas y religiosas judías, la osadía de Jesús es una imprudencia absoluta. Los judíos vivían relativamente bien bajo el yugo romano, entendiendo lo de relativamente bien en el sentido de que los romanos podían exterminarlos u oprimirlos mucho más si querían. Siempre que pagaran sus tributos y obedecieran a Roma, los romanos permitían a los judíos cierto autogobierno y autonomía religiosa sin inmiscuirse en sus asuntos internos. Las autoridades judías sabían que cualquier conato de rebelión podía provocar que los romanos reaccionaran de forma violenta contra todo el pueblo judío. De ahí que se opusieran a la rebelión que Jesús y los suyos estaban planeando e iban predicando por ahí (aparte, claro está, de para no perder las prebendas que recibían de los romanos por mantener las cosas tal y como estaban).

Así las cosas, las autoridades judías denuncian a Jesús como sedicioso, confiadas en que, haciéndolo, los romanos valorarán el gesto y no castigarán a todos los judíos: ejecutarán al líder y pasará como otras veces, que todo se acabará y las cosas seguirán igual que siempre. Además, no era la primera vez que pasaba algo parecido. Gamaliel lo resume así tal como consta en los Hechos de los Apóstoles:

Porque antes de estos días se levantó Teudas, diciendo que era alguien. A éste se unió un número como de cuatrocientos hombres; pero él fue muerto, y todos los que le obedecían fueron dispersados y reducidos a nada. Después de éste, se levantó Judas el galileo, en los días del censo, y llevó en pos de sí a mucho pueblo. Pereció también él, y todos los que le obedecían fueron dispersados (Hechos 5, 36-37).

Y el sumo sacerdote Caifás ya había dejado clara la misma idea: “Era Caifás el que había dado el consejo a los judíos, de que convenía que un solo hombre muriese por el pueblo” (Juan 18, 14). Y así fue: los romanos capturan a Jesús y lo condenan a la muerte en la cruz por rebelión política. De hecho, colocan en su cruz el letrero de “rey de los judíos” (Mateo 27, 37) y se mofan de él:

Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata, y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: “¡Salve, Rey de los judíos!” Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza (Mateo 27, 27-30).

El mensaje era claro: esto le pasa a todo aquel que osa desafiar a Roma.

Muerto Jesús, la mayoría de sus discípulos se dispersa a excepción de los más fanáticos, que se concentran en Jerusalén a la espera de su segunda venida, pero igualmente como mesías militar. Son los conocidos por los historiadores como “judaizantes”. Recordemos que Jesús les había prometido que sus promesas del reino de Dios (la teocracia) se verían cumplidas en vida de ellos:

También les dijo: “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder” (Marcos 9, 1. Y también en Mateo 24, 34).

Sin embargo, posteriormente, aparece otro judío, ex fariseo, que va a reinterpretar toda la historia. A la vista de que la segunda venida no parece ser tan inminente como parecía, elabora toda una religión distinta, separada del judaísmo, y en la cual Jesús aparece como un mesías espiritual que ya no lucha contra Roma sino contra el pecado, y que no ha muerto sino que ha resucitado y que regresará pero en un futuro incierto. Entre tanto, no hace falta renunciar a las cosas mundanas ni rebelarse contra Roma, sino convivir con el mundo, respetar a las autoridades establecidas, arrepentirse de los pecados y creer en el poder salvífico del sacrificio voluntario de Jesús (pues así reinterpreta su muerte, no como un fracaso sino como la misión a la que había venido precisamente). Tan distinto es el mensaje sobre Jesús que predica Pablo respecto del de los judaizantes, que se hace necesaria la celebración del primer concilio, el de Jerusalén, donde se ajustan cuentan entre unos y otros: entre los judaizantes (liderados por Santiago y Pedro) y los paulinos (los seguidores de Pablo de Tarso), y que está reflejado en el capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles. El acuerdo al que llegaron fue un reparto de zonas: los judaizantes se quedan en Jerusalén y Pablo que haga de las suyas entre los judíos de la diáspora. Finalmente, la comunidad judaizante de Jerusalén desaparecerá y solo quedará la versión paulina, y que será la base de lo que posteriormente se llamará cristianismo. Nombre que, por cierto, se pondrán fuera de Jerusalén, en zona paulina: en Antioquía: “y a los discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía (Hechos 11, 25-26).

Es Pablo de Tarso quien arremete contra sus antiguos correligionarios fariseos y sobre quienes les carga la muerte de Jesús, intentando exonerar a los romanos de la responsabilidad. Sus seguidores serán los encargados de reescribir la historia desde esta perspectiva en los evangelios y las cartas apostólicas del Nuevo Testamento, transformando al Jesús histórico, fanático, integrista, fundamentalista y violento, en el Cristo de la fe, manso, humilde, pacífico, pacifista y predicador del amor universal que nunca existió tal cual.

Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.

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