El 16 de noviembre de 1989, el alto mando militar salvadoreño ordenó asesinar al jesuita Ignacio Ellacuría y no dejar prueba alguna, ni un solo testigo vivo. Aquella triste madrugada los asesinos penetraron en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y, después de disparar contra una fotografía de monseñor Romero, que había sido asesinado años antes, obligaron a Ellacuría y a sus cinco compañeros, también jesuitas, a salir al jardín de la residencia de la universidad para masacrarlos de la forma más cobarde imaginable. A Ignacio Ellacuría le acompañaron en el martirio sus compañeros Ignacia Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López; y también Elba Ramos, su empleada doméstica, y la hija de esta, de tan solo 15 años.
¿Por qué los mataron? ¿Por qué ese ensañamiento en el múltiple e inmisericorde asesinato de personas cuyo único delito fue trabajar por la justicia y la paz? No ciertamente por sus creencias religiosas, que compartían los asesinos, aunque con prácticas muy diferentes. Las razones hay que buscarlas por otras vías. Las personas asesinadas fueron sinceras para con Dios. Su fe en el Dios Liberador los llevó a luchar del lado de los pobres contra la pobreza y sus causas. Fueron honestas con la realidad, pero no para instalarse cómodamente en ella, sino para analizarla críticamente a través de sus especialidades: ciencias sociales, filosofía, teología, psicología social, teoría política, espiritualidad.
Ellos fueron educadores populares, que ejercieron la pedagogía liberadora de Freire y ayudaron al pueblo a pasar de una conciencia ingenua, pasiva e inoperante a una conciencia activa, crítica y transformadora. Cambiaron la funcionalidad ética, social y política de la religión, hasta entonces aliada con el poder y vivida como “opio del pueblo”, y la convirtieron en fuerza de emancipación. Pusieron sus saberes al servicio de las mayorías populares sufrientes.
Introdujeron en El Salvador el pensamiento crítico, que no encerraron en las aulas, sino que aplicaron a la realidad; que no se redujo a una teoría crítica académica, sino que contribuyó a la transformación de las estructuras injustas. Teoría crítica y praxis transformadora fueron el binomio que conjugaron armónicamente y rubricaron con su ejemplaridad humana y religiosa.
Fueron luchadores por la justicia en una sociedad dominada por una oligarquía injusta; defensores de la vida de quienes la tenían más amenazada en un país donde la vida de los pobres carecía de valor. Defendieron la dignidad de quienes la veían negada y pisoteada a diario por los opresores que los explotaban en sus haciendas. Practicaron la mística de la resistencia que los llevó a ser constantes en la lucha por los derechos humanos sin desfallecer, arrostrando las amenazas y los atentados de los que fueron objeto, y poniendo en riesgo su vida hasta perderla.
Vivieron un cristianismo liberador, que poco tenía que ver con el cristianismo romano y que este consideraba heterodoxo. Compaginaron su experiencia religiosa con la praxis de liberación. Su testimonio del Evangelio los llevó al martirio (mártir=testigo). Fueron visionarios que lucharon por Otro Mundo Posible. Hicieron realidad la propuesta que Ignacio Ellacuría formulara con su gran lucidez en uno de sus últimos textos, que puede considerarse su testamento vital e intelectual: la necesidad de conjugar “utopía y profetismo” bajo el impulso de la esperanza como principio ínsito en la realidad y como virtud de la resistencia. Pero no una esperanza de brazos cruzados, sino “la esperanza de los pobres con espíritu”.
Por paradójico que parezca, la muerte de los jesuitas y de sus colaboradoras es, como afirma el filósofo salvadoreño Carlos Molina, profesor de la UCA, la “muerte que da vida”. Su asesinato dio lugar al surgimiento de pensadores guiados por su filosofía y teología de la liberación y de comunidades comprometidas en la emancipación de los pueblos oprimidos. Aquellos hombres hicieron realidad el verso de José Martí: “Con los pobres de la tierra mi suerte yo quiero echar”. Por eso los mataron.
Uno de los presuntos autores de estos hechos fue el entonces coronel y viceministro de Seguridad Pública, Inocencio Montano, acusado de haber participado activamente en la decisión y planificación del asesinato y extraditado recientemente a España desde Estados Unidos para responder penalmente por estos hechos.
Ignorando deliberadamente el Derecho internacional, los Gobiernos de El Salvador de entonces se encargaron de que estos crímenes de terrorismo de Estado permanecieran impunes. Fabricaron una farsa de procedimiento judicial, para aparentar que la justicia impartida en aquel país era efectiva. Pero la realidad fue bien distinta. El escenario judicial se transformó en una deplorable representación teatral, donde se falsearon pruebas, se coaccionó a testigos y peritos, se perturbó al jurado, se excluyeron del proceso a autores de los crímenes y se violentó a los fiscales independientes para que renunciaran al caso para ser sustituidos por otros sumisos al poder.
Consumado el fraude judicial, las autoridades salvadoreñas se ensañaron en el dolor de las víctimas con la inadmisible Ley de Amnistía de 1993, que procuró la libertad de los pocos condenados que habían ingresado en prisión. Como sentenció el Tribunal Supremo español en 2015, el proceso salvadoreño “no garantizó el castigo efectivo de sus responsables, sino que, por el contrario, pudo tratar de sustraerlos a la acción de la justicia” ante la “ausencia de las garantías necesarias de independencia e imparcialidad”.
Estos crímenes de primer grado, por su especial gravedad, deben ser perseguidos en los lugares donde se cometieron. Pero, cuando los Estados impiden deliberadamente el enjuiciamiento de los hechos y de sus responsables, interviene la comunidad internacional a través de tribunales internacionales o de otros tribunales nacionales para hacer justicia. Ha sido la Audiencia Nacional española quien, bajo el principio de justicia universal, tan temido por gobernantes españoles y foráneos, la que ha posibilitado la investigación judicial de estos hechos en España y la que ha logrado la extradición de Montano desde Estados Unidos para ser juzgado aquí, en un gesto sin precedentes de este país.
Gracias a este principio internacional —que permite juzgar en nuestros tribunales a los autores de hechos graves cometidos fuera de nuestras fronteras— nuestros tribunales han complementado la ausencia de justicia en El Salvador y han demostrado que, a pesar de que, en el año 2014, se pretendió aniquilar la jurisdicción universal en España, esta es el remedio jurídico más efectivo para perseguir tan aberrantes crímenes y combatir la cultura de la impunidad.
De esta forma los tribunales españoles han brindado la necesaria tutela a las víctimas de tan graves y delictivas violaciones de los derechos humanos, y a toda la sociedad salvadoreña. El mejor tributo que podemos brindar a las ocho personas asesinadas, después de tantos años de impunidad, es que hoy sus asesinos están cercados por las redes de la justicia. A la justicia salvadoreña solo le restan ahora dos opciones: o juzgar en su país al resto de los procesados o, como así le requiere el Derecho Internacional, entregar a los presuntos autores a la Justicia española.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de la Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid.
Manuel Ollé Sese es profesor de Derecho Penal Internacional de la Universidad Complutense y abogado.
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