Una de las grandes aportaciones de Catherine Kintzler al pensamiento laicista es la diferencia que establece entre tolerancia y laicismo. La tolerancia se concreta, para ella, en tres proposiciones (Kintzler, 2005a, 84):
[1] De nadie se espera que tenga una religión antes que ninguna.
[2] De nadie se espera que tenga una religión antes que otra.
[3] De nadie, finalmente, se espera que no tenga religión.
Lo que estas proposiciones significan es que la tolerancia consiste en no dar por supuesto que alguien deba tener una religión, u otra o ninguna. Sin embargo, para Kintzler, esto no es suficiente para el laicismo. Y no lo es, porque dicha tolerancia puede ser compatible con una religión de Estado. Efectivamente, un Estado puede establecer una religión oficial y, aún así, permitir que una parte de su ciudadanía practique otra religión o ninguna, sin obligarles forzosamente a aceptar la del Estado. Sin embargo, un Estado así vulneraría uno de los principios del laicismo que es la estricta igualdad entre sus ciudadanos, sin privilegios ni discriminación por razón de creencias, o dicho de otra forma, la estricta igualdad en relación a lalibertad de conciencia.
En este sentido, Kintzler señala lo que llama “el problema del ateísmo”, y que es lo que da lugar al paso de la tolerancia al laicismo. La tolerancia está pensada para lograr la paz entre comunidades, para que puedan convivir diferentes comunidades religiosas sin problemas entre ellas. No en vano, el concepto de tolerancia aparece con fuerza en el contexto europeo de guerras de religión en los siglos XVII-XVIII, y llega hasta Norteamérica en el marco de la división interna entre las distintas confesiones protestantes. John Locke será uno de sus máximos teóricos, pero recordemos que Locke excluye a los papistas (como llama a los católicos más radicales) y a los ateos de su idea de tolerancia. Será Pierre Bayle quien incluya a todas las religiones y al ateísmo en el concepto de tolerancia.
El modelo anterior a la tolerancia era el de la religión de Estado obligatoria: el Estado establecía una religión y perseguía a las demás, con lo que los súbditos quedaban en la obligación de practicar esa religión (o por lo menos de fingirlo). En algunos momentos, ese Estado podía permitir o tolerar que ciertas comunidades practicaran su propia religión, pero con limitaciones y medidas específicas para eso. En cualquier caso, lo importante es que la pertenencia al Estado se realizaba a través de una comunidad religiosa, ya fuera la oficial u otra de las toleradas. Lo que no había era una vinculación directa del individuo con el Estado, sino a través de alguna de las religiones oficiales o permitidas. Son esas comunidades religiosas las que vinculan a los individuos entre sí y mediante las cuales los individuos se relacionan con el Estado. De otra forma, el Estado no reconoce individuos sino miembros de comunidades, a los cuales trata no en función de sí mismo a cada uno, sino como tal miembro de tal comunidad, con los derechos y deberes propios de esa comunidad.
El problema del ateísmo está, precisamente, en que los ateos no constituyen una comunidad. No tienen unos lazos positivos entre ellos, sino negativos: son ateos porque no son católicos, protestantes, musulmanes ni de ninguna religión. Son átomos desvinculados de cualquier comunidad y entre ellos: forman un grupo que no es un grupo porque es el cajón de sastre de lo que no cabe en los demás grupos (definidos por la religiosidad de cada uno).
Esa es la razón de que el ateo fuera visto como potencialmente sospechoso, y añadimos nosotros, casi más que el judío. Los judíos, después de la destrucción del templo de Jerusalén, se difuminan por diversos países de Europa y oriente próximo (y mucho más tarde, América). Sin embargo, pese a esa dispersión o diáspora, los judíos van a mantener su identidad comunitaria, sin llegar a perderla por asimilación con las sociedades de acogida. Pero, por eso mismo, el judío va a ser siempre visto como sospechoso, como traidor potencial, como alguien mucho más leal a su comunidad judía que a la sociedad y el Estado donde vive. Esa sospecha se convertirá en conspiranoia que dará lugar a teorías conspirativas como la de los protocolos de los sabios de Sión, y al antisemitismo en forma de discriminación, persecuciones y pogromos, hasta llegar a la cúspide de la locura con el holocausto judío durante la segunda guerra mundial por parte de los nazis.
Ese antisemitismo va a ser paralelo en la edad moderna con lo que se conoce como “la cuestión judía”. Uno de los problemas para los judíos va a ser el del asimilacionismo. Si los judíos se integran en las sociedades de acogida, corren el riesgo de asimilarse tanto a esa sociedad que pierdan sus rasgos distintivamente judíos y dejen de serlo. De ahí la tendencia comunitarista hacia el gueto: en parte, como forma de discriminación de la mayoría autóctona, pero en parte también como forma de refugio judío contra la asimilación. En el siglo XIX y XX, surgirá el sionismo como alternativa: la construcción de un Estado judío donde los judíos no tengan ese dilema entre asimilarse y perder su identidad judía, o vivir en el gueto y mantenerla (y para evitar, de paso, las persecuciones o pogromos contra ellos: el Holocausto acelerará el nacionalismo judío en ese sentido).
Pero, sea como sea, el judío, por lo menos, tiene una comunidad, y el Estado puede tolerar a la comunidad judía en su seno mientras se den ciertas circunstancias, por ejemplo, prohibiéndoles ciertos derechos o la práctica de ciertos oficios. El problema del ateo es que no tiene una comunidad. Al judío se le puede controlar por parte del Estado si se controla a la comunidad, negociando o imponiéndole ciertas condiciones. Pero el ateo no tiene ningún lazo de unión con nadie más, ni siquiera con otros ateos, pues, como decíamos, su unidad no es en positivo sino en negativo: son ateos porque no son religiosos. Por esa razón, el ateo es más sospechoso y peligroso incluso que el judío, porque al no tener ninguna comunidad de referencia, no tiene lazos con nadie más que con sí mismo, de ahí que siempre aparezca como potencialmente perverso, egoísta, hedonista, dispuesto a buscar su propio beneficio sin importarle el de los demás, puesto que no se siente unido a ellos en ningún sentido, pues no comparte su misma fe. El ateo era el libertino, aquel sobre cuya base ninguna sociedad podría fundarse porque falta el lazo de unión que es necesario para que haya una sociedad en la que sus miembros se sientan parte del mismo conjunto.
Por eso mismo John Locke no extendía su tolerancia a los ateos, pensaba que no eran personas fiables, que no tenían palabra, pues al no tener ningún dios, tampoco tenían “temor de Dios”, es decir, ningún miedo a un castigo por incumplir con las normas sociales si nadie les viera, por lo que no resultan de fiar. El judío, el cristiano o el musulmán pueden cumplir con las normas del Estado en tanto que el dios de cada uno les vigila aunque no haya nadie mirando, pero el ateo, que no tiene ese temor de Dios, siempre será sospechoso de traidor, de maligno, de engañarnos si puede y hacer el mal, porque no teme ninguna consecuencia ni castigo eterno.
El laicismo va más allá de la tolerancia, precisamente, porque soluciona el problema del ateo. Y lo soluciona porque coloca al ateo como condición de posibilidad de la convivencia y la unidad de la sociedad, algo impensable en el marco anterior, y que es la gran aportación del laicismo, según Kintzler. El laicismo construye la unidad prescindiendo de las comunidades y tomando como elementos no a ellas sino a los individuos, y es más, independientemente de esas comunidades. La unidad de la sociedad y del Estado laico no está basada en pactos, negociaciones o acuerdos entre comunidades, sino entre individuos como tales. Son estos individuos quienes establecen el marco de relaciones para poder ser tales individuos y convivir pacíficamente como ciudadanos, esto es, los derechos y deberes básicos y comunes entre ellos para eso. Y es en base a esos derechos como construyen su convivencia y lo que les une a todos entre sí, por encima de cualquier otra pertenencia comunitaria que cada uno pueda tener o no. Por encima, o incluso, a pesar de ella. Kintzler usa la paradójica expresión del “lazo del desligamiento”: lo que une a los ciudadanos en una república laica, la base de su unidad, está precisamente en su desligamiento previo respecto de su comunidad de pertenencia (religiosa, étnica o como sea). Cada uno es ciudadano porque es un individuo, no porque pertenezca a tal o cual comunidad y mediatizado por ella. Cada uno participa en el espacio público en tanto que ciudadano como si fuera ateo, pensando en términos universales y no en los particulares de su comunidad o religión concretas.
Lo anterior no significa renunciar a la propia comunidad, sino colocarla en su sitio. La comunidad aparece irrelevante en el espacio público, en el espacio común: ahí solo hay individuos. El comunitarismo (y la religión) queda en el espacio privado, sin intromisión, injerencia ni relevancia en el ámbito público (y a la inversa: el ámbito público no se inmiscuye en las cuestiones privadas o comunitarias más allá de la obligatoriedad de respetar el orden público).
De esta forma, cada cual puede ser católico, protestante, judío, musulmán, budista o nada de eso sino simple ciudadano sin más, y mantener, al mismo tiempo, una república unida y cohesionada en base a unos derechos comunes que son los derechos de ciudadanía y sus valores asociados: libertad, autonomía, dignidad, etc.
Una consecuencia del laicismo así entendido es la estricta separación y neutralidad en el Estado laico. La separación entre el ámbito público (de todos) y el privado (particular) implica la estricta neutralidad en el ámbito público, también en su simbología. Kintzler defiende así una neutralidad tan tajante que le lleva a rechazar no solo la presencia de símbolos religiosos en edificios públicos y, especialmente, en las escuelas, sino también por parte del profesorado e, incluso, del alumnado (en forma de velos, crucifijos o kipás). Para Kintzler, la escuela debe ser un espacio de libertad y de crítica donde el alumnado se desligue momentáneamente de su comunidad religiosa (o de otro tipo) de referencia y, por un momento (mientras esté en la escuela) pueda analizar críticamente a su propia comunidad para poder decidir libremente acerca de ella. Sin ese distanciamiento, el alumnado no tendría la oportunidad de sentirse en ningún momento como un “ateo”, como un mero ciudadano sin más, y de poder juzgar a su comunidad desde esa distancia crítica que le permite un juicio autónomo acerca de su identidad.
Bibliografía:
Kintzler, Catherine (1992). “Los fundamentos de la escuela laica”, en Leviatán: revista de hechos e ideas, nº 48, pp. 45-52.
––– (2005a). La República en preguntas. Buenos Aires: Ediciones del Signo.
––– (2005b). Tolerancia y laicismo. Buenos Aires: Ediciones del Signo.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.