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El ‘Informe McCarrick’ o cómo, durante décadas, los depredadores sexuales tuvieron la ‘bendición’ del Vaticano

Es McCarrick, y es Estados Unidos, pero antes fueron Maciel y los Legionarios, los pederastas de Boston, Karadima o Renato Poblete en Chile, Figari y el Sodalicio en Perú. Y son los abusadores de Astorga o del Opus Dei en España, sólo por poner varios ejemplos. Y es, sobre todo, una dinámica de ocultamiento y encubrimiento que, como ha destapado el Informe McCarrick, llegaba hasta el mismísimo Vaticano, donde tanto Juan Pablo II –con la inestimable ayuda de su secretario de Estado, Angelo Sodano, y su secretario personal, Stanislao Dziwisz– como Benedicto XVI no supieron, o no quisieron, frenar los abusos sexuales y de poder en su cúpula.

«En el momento del nombramiento del arzobispo en Washington Theodore McCarrick en 2000, la Santa Sede actuó sobre la base de información parcial e incompleta. Desgraciadamente, se cometieron omisiones y subestimaciones, se tomaron decisiones que después se evidenciaron equivocadas». Esta es una de las conclusiones del Informe McCarrick presentado este martes por el Vaticano, después de dos años de estudio, y que desvela la mala praxis del entramado eclesial que permitió a este depredador alcanzar las grandes cotas de poder en la Iglesia estadounidense y vaticana, mientras sus víctimas eran forzadas a callar, viviendo una eterna doble condena: la de los abusos y la del silencio, atenazado por el encubrimiento de la jerarquía católica. Una práctica que, por desgracia, se ha dado en medio mundo. Australia, Estados Unidos, Irlanda, Alemania, Reino Unido, Perú, Chile, España…

Y que ha permitido que muchos hayan muerto, o vivan una jubilación dorada, sin haber pisado la cárcel ni tener que dar explicación alguna sobre sus atrocidades. Algunos, como el depredador Bernard Preynat, que durante dos décadas llegó a violar a cuatro o cinco niños por semana, como él mismo reconoció en el juicio, sí han sido condenados, aunque con penas mínimas, mientras que el cardenal Barbarin, su encubridor, se libraba de cualquier responsabilidad civil.

Porque el silencio y el encubrimiento logran que los casos prescriban, que se denuncie tarde. Que los pederastas no paguen. En otros casos, el poder de las instituciones que los amparan hacen que las condenas sean ridículas, como en el caso del profesor del colegio Gaztelueta, del Opus Dei, que no pisará la cárcel porque el Supremo rebajó su pena de 11 años a 2, justo la barrera para no entrar en prisión. Una rebaja que la propia presidenta de la Audiencia provincial de Bizkaia, Reyes Goenaga, ha afirmado que «tendrá soporte jurídico, pero alimenta la alarma social y genera dudas sobre la justicia». Como también la generó la absolución del cardenal Pell, condenado en dos instancias pero considerado inocente por el Tribunal Supremo australiano. O la situación del cardenal Law de Boston, que ‘huyó’ al Vaticano y jamás fue juzgado por las autoridades estadounidenses.

Y es que McCarrick no ha sido, ni mucho menos, el primer caso de clérigo que, durante décadas, actuó con total impunidad. La lista parece infinita. Aunque se sabía, claro que se sabía. Como el propio informe vaticano indica, a Roma llegaron varias denuncias contra McCarrick, y la constatación de que el entonces obispo de Newark no era de fiar. Pero Juan Pablo II hizo oídos sordos a las acusaciones, y creyó a McCarrick en lugar de a las víctimas. Benedicto XVI tampoco supo, o quiso, condenar al purpurado, y se limitó a unas «recomendaciones» de vida retirada, que ni McCarrick cumplió ni Roma –ni Viganò, entonces nuncio en EEUU– hizo cumplir. Todo, claro está, en el más absoluto silencio. Nadie supo nada, nadie hizo nada.

Como McCarrick, Marcial Maciel. Posiblemente, el mayor depredador en la historia reciente de la Iglesia católica, que abusó de casi un centenar de niños durante décadas, muchos de los cuales acabaron convirtiéndose en victimarios dentro de un entramado corrupto y de silencio, en el que ‘nuestro padre Maciel’ resultaba intocable. Y, mucho peor: eran las víctimas las culpables. Los Legionarios de Cristo tardaron más de tres décadas en reconocer los abusos de su fundador, protegido como en el caso de McCarrick por Juan Pablo II y su fiel Estanislao Dzwisz, que ahora también ha sido acusado de ocultar abusos en Polonia. La contrapartida, en ambos casos, era evidente: una fuerte financiación proveniente de México y Estados Unidos, y nuevas vocaciones sacerdotales para el proyecto de involución en la Iglesia católica. Roma cumplió, ninguno pisó la cárcel.

Sí lo ha hecho Fernando Karadima, uno de los depredadores más tristemente famosos de Chile, y que durante décadas hizo y deshizo a su antojo en la Iglesia austral. Formador de buena parte del episcopado del país -defenestrada por Francisco tras desatarse el escándalo-, pudo sortear las acusaciones contra él y sus protectores, hasta el punto de engañar al propio Bergoglio. La constancia y tenacidad de Juan Carlos Cruz, James Hamilton y José Andrés Murillo lograron, al cabo de décadas, que el sacerdote diera con sus huesos ante el juez, y provocaron que Francisco hiciera de Chile la punta de lanza del proceso de limpieza en la Iglesia. Que, pese a todo, sigue manteniendo sus miserias.

Luis Fernando Figari pasó algún tiempo en la cárcel, pero ahora disfruta de semilibertad en un hogar de la institución fundada por él, el Sodalicio de Vida Cristiana, tras ser condenado (sólo canónicamente) por el Vaticano. Como en muchos otros casos, el velo de silencio que durante años imperó en las estructuras eclesiásticas logró que muchos pederastas y abusadores vieran prescritas sus causas civiles. En cuanto a las canónicas… una cosa es la sanción, y otra su cumplimiento, como pudo verse en el caso de las víctimas de Astorga o en el de Manuel Cociña, el primer abusador del Opus Dei, que vive plácidamente en una casa de la Obra después de años de ocultamiento marca de la casa. La prueba es la reacción de la Obra y del colegio Gaztelueta ante la sentencia condenatoria del profesor numerario. Ninguna. Un silencio que revictimiza a los supervivientes y que sirve de caldo de cultivo para muchos abusadores que sienten cómo, pese a los esfuerzos de Francisco, la Iglesia sigue siendo un lugar seguro para ellos.

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