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El honor de los musulmanes (continuación)

Hay valientes que hacen frente a la intolerancia y son fieles al principio del islam, que es la paz

El honor de los musulmanes reposa en esta Siria en pie, doblemente insurgente, que lucha en dos frentes: el de una dictadura que se ha vuelto loca y mata indiscriminadamente (80.000 muertos, calculando por lo bajo) y el de un islamismo político preconizado, en el seno de la rebelión, por el frente yihadista Al Nusra, filial de Al Qaeda, al que el jefe de la diplomacia francesa propone (y no sin razón) catalogar entre las organizaciones terroristas proscritas por la ONU.

El honor de los musulmanes reposa en el ANP, el Partido Nacional Awami, que, en ese otro infierno, ese otro báratro de miseria y muerte que es el Pakistán de los talibanes, está pagando caro su apoyo a las operaciones antiterroristas llevadas a cabo por las fuerzas especiales norteamericanas en las zonas tribales fronterizas con Afganistán: decenas de muertos; sus líderes asesinados o amenazados de muerte; ataques con coche bomba contra cada uno de sus mítines. Sin embargo, el ANP sigue adelante. Sin embargo, el ANP no se rinde. Sin embargo, el ANP hace campaña en las catacumbas y no renuncia a su sueño de un islam compatible con la laicidad.

El honor de los musulmanes reposa en esos libios —la mayoría, en realidad— que, hace un año, con ocasión de las primeras elecciones libres que conocía su país, dieron la espalda a los Hermanos Musulmanes y auparon al poder a una coalición moderada que, a su vez, convirtió en primer ministro a un musulmán liberal, enemigo de la mortífera tesis del choque de civilizaciones y demócrata: el antiguo presidente de la Federación Libia por los Derechos Humanos, un hombre que nunca se comprometió con el gadafismo, el hombre que, el 10 de marzo de 2011, encabezó la primera delegación de libios libres recibida en el Elíseo por Sarkozy: Ali Zeidan.

El honor de los musulmanes reposaba, hace 20 años, en ese otro gran personaje que también me honró con su amistad y que, cuando regía el destino de una Bosnia en guerra, rechazó las tentaciones del diablo: Occidente tergiversaba las cosas; Occidente se escabullía; Occidente, sin decirlo y, a veces, diciéndolo, jugaba la carta serbia como hoy juega, en Siria, la carta Bachar el Asad; pero él, con la espalda contra la pared, las manos atadas y una tarea —sagrada, para él— sobre los hombros, la de proteger a un pueblo cañoneado día y noche, resistió la tentación, esa tentación a la que otros habrían cedido, y que era aceptar, a falta de algo mejor, la única ayuda concreta que le ofrecían, la de Irán.

El honor de los musulmanes reposa en esos profesores universitarios norteamericanos (Azar Nafisi, Ahmed al Rahim), en esos movimientos cívicos (American Islamic Forum for Democracy, Free Muslim Coalition Against Terrorism), en esos simples ciudadanos de Detroit, Dearborn y otros lugares que, inmediatamente después del 11 de septiembre, condenaron el terrorismo, denunciaron a los “jeques de la muerte” como Yusef al Qaradawi, el profesor loco de Al Yazira, y expresaron su indefectible adhesión a Estados Unidos de América, su país.

El honor de los musulmanes reposa en los palestinos que, como Yaser Abd Rabbo y muchos otros, se asociaron con distintos israelíes para diseñar y presentar en Ginebra, hace un poco más de 10 años, el único plan de paz que, a día de hoy, es al mismo tiempo serio, viable y aplicable inmediatamente, pues se basa en la condición previa de un doble y mutuo reconocimiento: todos ellos sabían que, al hacerlo, se exponían a la ira de Hamás y de Hezbolá; sabían que ellos, los verdaderos patriotas palestinos, pasarían por ser traidores a “la causa”; como también sabían que no volverían a tener un solo día de tranquilidad, un día sin amenazas; y, sin embargo, lo hicieron; y, sin embargo, aguantaron; nunca se arrepintieron ni se echaron atrás.

El honor de los musulmanes reposa en el imán de Drancy, Hassen Chalghoumi, que combate el antisemitismo tan firmemente como el racismo, y ha viajado a Israel con una delegación de imanes franceses para rezar en Yad Vachem, así como sobre las tumbas de las víctimas de la matanza de Toulouse: él también se arriesga a lo peor; en cualquier momento, él también puede pagar con su vida y con la vida de sus seres queridos la valiente decisión que ha tomado; por no hablar de ese otro tribunal, el de la opinión pública, ante el cual ya ha empezado a comparecer. Un tribunal que, frívolo, antojadizo, tan presto a echar pestes como flores, a sospechar como a entusiasmarse, a ver complots por todas partes como a aplaudir el valor, ya empieza buscarle tres pies al gato y a atribuirle turbias intenciones; pero él tampoco da su brazo a torcer; él tampoco se aparta de la hermosa línea que se ha fijado.

El honor de los musulmanes reposa en el islam, simple y llanamente en el islam, cuando este es fiel a su principio, que (como sabemos, pero, desgraciadamente, olvidamos a menudo) significa “paz”.

Bernard-Henri Lévy es filósofo.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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