El laicismo, dentro del marco establecido en la ley por los representantes de la soberanía nacional, “es el derecho de cada cual a plantear su vida de un modo diferente a todos los demás o de concordar en creencias y costumbres con quienes prefiera”, de modo de “pertenecer a una colectividad en la que sólo el reglamento legal es obligatorio y la elección de vida creación personal” (Fernando Savater). En un Estado laico y democrático, todos tienen derecho a profesar la religión o, en general, las ideas que prefieran, pero nadie tiene derecho a imponer sus convicciones a otros. Cada cual puede hacer valer las propias, pero dejando que los otros vivan su vida según sus propias opciones y convicciones en tanto no dañen a los demás.
Los que somos contrarios a la pena de muerte y a todo acto de violencia sobre terceros, consideramos que nadie debe estar autorizado a quitarle la vida a otro ser humano, salvo en situación de defensa personal o social (en caso de guerra legítima) que obligue, en ausencia de otras opciones, a recurrir a esa medida extrema. Eventualmente, también la podemos concebir para evitar graves sufrimientos al moribundo que lo solicita o lo ha solicitado antes de caer en la inconsciencia. Esta “ética de la compasión” (siguiendo a Michel Onfray), que se opone en este aspecto al dogma del deber de vida de origen cristiano y más generalmente monoteísta (haciéndose notar la contradicción entre este deber de vida en medio del sufrimiento obligado y la aceptación, hasta hace poco, de la pena de muerte por la Iglesia Católica) es aplicable al tema de la despenalización del aborto, es decir, de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo.
No cabe restringir el problema del aborto terapéutico a situaciones como el dilema vida de la madre-vida del niño o niña, o a la intervención en caso de inviabilidad del feto, que la medicina moderna ha podido circunscribir a situaciones poco frecuentes, en las cuales en todo caso el aborto debe despenalizarse sin más.
También es necesario interrogarse, en primer lugar, por el destino de un embarazo originado en una violación, como ha hecho la Presidenta Bachelet. Cabe preguntarse: ¿es humano imponer la continuidad de un embarazo originado en un acto horrible y profundamente traumático como una violación?, ¿qué vida espera a quien nace como fruto de esa tragedia?, ¿qué sufrimientos síquicos agudos y prolongados esperan a la madre y al hijo o hija?, ¿no es de una frialdad inhumana obligarlos a este sufrimiento por una vida entera? La única respuesta desde la “ética de la compasión” a estas interrogantes es la autorización legal del aborto en caso de violación. Tampoco se trata de obligar a nadie a lo contrario –permitiendo a quien quiera concluir el embarazo originado en estas circunstancias trágicas– en virtud del principio de libertad de opción.
Es necesario, en segundo lugar, debatir también sobre la despenalización del aborto a secas, por decisión soberana de la mujer embarazada. El mero enunciado de esa opción no parece suficiente, sin necesarias precisiones y límites. Si se es contrario a quitar la vida a otros seres humanos, el aborto soberano sólo es aceptable cuando se realiza antes que el ser vivo en anidación haya alcanzado el desarrollo neuronal que esboza su condición humana. Esto ocurre en el paso del embrión al feto (lo que es materia de definición científica, por lo que, revisada la literatura, entendemos, con la limitación de nuestros conocimientos en la materia, que esto ocurre alrededor de las diez semanas de embarazo). Se trata de despenalizar sólo en estas circunstancias precisas la interrupción de la gestación de lo vivo. Después, estamos en presencia del deber ineludible del hombre hacia lo humano en desarrollo. A los 70 días de la gestación el feto conoce movimientos eléctricos, para que tres semanas más tarde aparezcan los neurotransmisores específicos con cuya ayuda el dolor y el placer (los criterios desde los que puede considerarse emergiendo lo humano como distinto del limbo en que está sumido lo que es todavía sólo un agregado celular vivo pero primitivo) empiezan materialmente a captarse. Después de la emergencia de lo humano en lo vivo, una interrupción voluntaria de embarazo es infanticidio, algo muy serio, que sí debe ser penalizado, salvo en la mencionada circunstancia de una violación y por las razones de compasión expuestas.
Contrariamente a la creencia de la bioética conservadora, lo humano no coincide con las primeras horas del encuentro del espermatozoide y el óvulo, sino cuando el cerebro del embrión le permite iniciar un esbozo de existencia interactiva con el mundo. Antes de que esas potencialidades surjan, el embrión es del orden de una indeterminación que supone la vida pero que excluye aún lo humano. Del mismo modo, al final de la existencia, la incapacidad neuronal permanente para mantener una relación con el mundo anuncia la entrada en una nada que puede mantener signos vitales pero ya ha dejado de tener anclaje humano.
Las mujeres que piensan distinto respecto al aborto están en su derecho de no practicarlo en ninguna circunstancia (aunque sabemos cuánta hipocresía e ilegalidades, llegado el momento, se esconden tras posturas rígidas de defensa de la moral tradicional, especialmente por los hombres conservadores con o sin sotana), ni la muerte asistida (que, también sabemos, dígase lo que se diga, se practica con frecuencia sin control y debido a razones económicas, lo que es mucho peor que una regulación clara y humana). Pero los conservadores e integristas no tienen el derecho moral a impedir que otros lo hagan, con tanto o más fundamento ético. Ni menos deben tener el derecho a imponer desde la legislación sus discutibles convicciones particulares.
- Gonzalo Martner. Académico de la Universidad de Santiago y miembro de la Fundación Chile 21.
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