COMENTARIO: En estos momentos en que se destruye el "Estado del bienestar", se potencia la "caridad" frente a la justicia; se generan falsas ilusiones y esperanzas, casi religiosas en la lotería como tabla de salvación "divina", no viene mal recordar este artículo para situarnos en la racionalidad, frente a este y otros tantos desvaríos, supersticiones y estafas al librepensamiento por parte del Estado.
La LAE (Loterías y Apuestas del Estado) unas veces promete que apostando a sus números «te harás rico, te sentirás famoso» (que es justo lo que tú ansías), otras ofrece «números que te cambian la vida». Me interesan los números, y me he preguntado qué tienen que decirnos los de los cupones, las loterías y las quinielas.
La Once hace tiempo que nos quiere persuadir de que «todos ganamos» apostando; la LAE nos da la bienvenida al «mundo donde tus sueños juegan a hacerse realidad». ¿Qué ganamos en realidad los que jugamos, en conjunto? Recuperamos entre el 55% y el 70% de lo apostado en los juegos de la LAE y en torno al 50% en los de la Once. Es decir, que perdemos entre el 30% y más del 50%. Este dato parece bastante disuasorio, y hace pensar que un apostante informado debería inclinarse por juegos en los que la esperanza matemática de obtener ganancias no fuera tan negativa. Pero no es así, el Estado (y la Once) son muy seductores con sus apuestas. ¿Cómo nos seducen?
La estrategia es múltiple. Para empezar, no se hace hincapié, precisamente, en la triste esperanza de beneficios. Por el contrario, nos ofrecen unas expectativas desmedidas: «No sabrás qué hacer con el dinero». El anzuelo suele ser un gran premio, desorbitado, como kilos de oro, «el gordo más grande del mundo», o «una vida» (que, como se sabe, equivale exactamente a 100.000 euros anuales durante 25 años). Es una llamada directa a la codicia. Quizás en el hecho de que el motor de las apuestas sea la avaricia esté la justificación de esa penitencia capital no inferior al 30%. Pero, además, el azar forma aquí una extraña pareja con la necesidad: hay millones de apostantes que con el saco de la codicia tuvieron que hacer un sayo, y lo que los mueve es la necesidad económica, una esperanza de salir de la pobreza. Éstos también ganan, pues disfrutan de un privilegio de ricos: una tributación de entre el 30% y más del 50%. La tributación de la tribulación.
Pero, por muy desorbitados que sean los premios (precisamente por eso, claro), podemos percibir que a muy pocos les tocan, lo que nos podría desanimar de jugar. ¿Qué se hace para que no cunda el desaliento? Primero, con la interesada ayuda de los medios de comunicación, se da una publicidad extraordinaria a los agraciados, con lo que nos sentimos más próximos a ellos y el ganar se nos aparenta más probable. Segundo, se añaden muchísimos premios despreciables, reintegros o poco más, que nos hacen sentir que la suerte coquetea con nosotros. Es una estrategia inteligente, que cualquiera tan malpensado como yo diría que tiene por fin generar adicción. Y que cada vez se aplica con menos pudor, hasta el extremo de que se ha llegado a proponer que la LAE y la Once se conchaben para que gocemos pronto de la muy adictiva lotería instantánea, el 'rasca y gana'.
¿Más ejemplos de impudor? Una popular campaña de la Once decía que «los números te hablan» e incitaba a interpretar -estúpidamente- cualquier número que se nos aparezca en la vida como una invitación personal de la Suerte. La LAE ofrece en su página web datos sobre los números que más han salido: ¿Saben que en la Primitiva «la decena que más sale es la 4ª (30-39)… y la que menos la 1ª (1-»? Estas y otras memeces aconsejan «que las tengamos en cuenta» al hacer las puestas. ¿Hace falta decir que engañan, y no sólo por establecer una decena (la 1ª) con nueve números? El que haya salido hoy el 35.835 no hace menos probable el que mañana salga el 35.835. Y, por mucho que nos apliquemos todos esta noche, no conseguiremos modificar la probabilidad de que mañana salga el 06.969. Esto es lo que de verdad dicen los números. Pero quizás es que estas promociones de las supercherías, ante las que no urge apostar sino apostatar, son guiños simpáticos que yo no sé ver. Me esforzaré por acrecentar mi sentido del humor.
Ocasionalmente, la codicia descarada origina mala conciencia o da mala imagen, y se enmascara de varias maneras. Por ejemplo, cuando en la lotería navideña los locutores/numerólogos expresan la congratulación general de que el gordo esté muy repartido: es una mentirijilla autopiadosa. Pero sobre todo, y cada vez más, se sigue otra estrategia, que es la de decir que lo que hacemos al apostar es ayudar al deporte, a la cultura y a los más necesitados, como los enfermos de cáncer y los ciegos. Como sustenta actividades benéfico-sociales, está justificado que se invite y se incite al juego. Claro que, visto así, también matarse a 'fortunas' a 'jotabés', que vienen supergravados, es un acto muy altruista, pues digo yo que todos los impuestos cumplen un fin social, ¿no? Más aún si al comprar la droga en cuestión también aportamos el 0,7% a un fondo solidario o impulsamos un mecenazgo gracias a la bondad de los drogueros, benditos sean.
Me parece evidente que lo que se precise para las necesidades sociales cubiertas por los juegos se debería recaudar con impuestos directos. Pero hoy que éstos están tan mal vistos incluso por políticos de presunta izquierda, estamos inventando el Estado del 'bienapostar'. Al fondo a la derecha ya se ve la Administración del futuro país, Mercaespaña, como poco más que la Administración de Loterías. Y con los 'euromillones' ya ha nacido, tras una gestación sin problemas, la Europa de los apostantes. ¿Será por todo esto que muchos políticos están siempre diciendo que apuestan por algo, aunque nunca digan cuánto se juegan? Se acabaron los problemas de los inmigrantes, de los pensionistas, de los enfermos de sida: una buena lotería es lo que les hace falta. No se preocupen, que también se hará un sorteo en beneficio de los ludópatas adictos a loterías y cupones (ya ven que voy mejorando mi sentido del humor). Poco menos chocante es que, mientras se organizan actividades para combatir la dependencia de los menores hacia los juegos de azar, en escuelas e institutos se convierte a los niños en vendedores de lotería (¿formación profesional?) para financiar su viaje de estudios. Parece que así sale más barato, pero piensen que, en promedio, va al viaje menos de lo que vuela a Hacienda.
No ignoro que, como con el tabaco y con la bebida, hay una demanda social con el juego (también la hay con otras drogas similares a aquéllas, aunque ilegales, pero ésa es otra historia). Sin embargo, una cosa es que el Estado responda a esa demanda y organice el juego; otra, más discutible, que aproveche para recaudar y, cual jugador de ventaja, se lleve la parte del león; y otra aún, ya descabellada, que encienda la demanda social con una superoferta en la que, para recaudar más, se instiga a jugar. En este paso hay un envilecimiento grave. Para que se vea más claro, imagínense campañas análogas a las del juego en pro del tabaco, o del alcohol: «Te sentirás tan ricamente, te harás gracioso».
Por último, tampoco alcanzo a comprender las prerrogativas de la Once, que al fin y al cabo está fuera de la LAE, en esta historia: ¿Por qué tiene el monopolio del cupón frente a otras organizaciones similares? Quizás me falte otra vez sentido del humor y no sepa apreciar que hay cupones y cupones, y que unos son más 'iguales' que otros.