Es intolerable que un Estado democrático asuma que otro de carácter teocrático intervenga en sus contenidos educativos. Que se incorpore al sistema educativo, como una asignatura más que si se opta por cursar sea evaluable como el resto de materias, constituye una pura arbitrariedad ideológica
Habría que empezar por preguntarse cómo es posible que en pleno siglo XXI, en un Estado cuya Constitución establece que ninguna religión tendrá carácter oficial (art. 16.3) exista en el currículo escolar una asignatura llamada religión que por su propia naturaleza es tributaria de la fe y no de la razón. Es una anomalía inconmensurable. Pero además ahora resulta que se completa con otra de igual calibre. Véase, sino, el contenido de la Resolución de 11 de febrero de 2015, de la Dirección General de Evaluación y Cooperación Territorial, adscrita al Ministerio de Educación, por la que se publica el currículo de la enseñanza de la Religión Católica de la educación primaria y secundaria obligatoria.
Dicha resolución desarrolla las previsiones de la Ley Orgánica 8/2013, para la mejora de la calidad educativa (LOMCE). Entre otras medidas adoptadas por esta bienaventurada ley para el progreso de la cultura y conocimiento científico de los alumnos españoles, incorpora la Religión Católica como materia obligatoria para los centros y de carácter voluntario para los alumnos. Para aquellos que la cursen se dispone que su aprendizaje será evaluable y la calificación contará para la nota media y para las becas a las que deseen aspirar. La evaluación correrá a cargo de la propia la Iglesia católica, a través de los profesores que designe pagados con cargo a los Presupuestos del Estado para impartir esta singular materia.
Más anomalías: en la exposición de motivos de esta resolución que firma el director general, se establece que se da publicidad al currículo de la asignatura de Religión a propuesta de la Conferencia Episcopal Española. Ello es así en virtud del Acuerdo Internacional sobre Enseñanza y Asuntos Sociales de 3 enero de 1979, firmado entre el Estado Vaticano —la llamada Santa Sede— y el Estado español. Mediante esta habilitación legal un Estado como España, regido por el principio democrático, asume que otro que responde a los cánones de una monarquía absoluta y teocrática, intervenga en los contenidos de su sistema educativo. ¡Excelente¡
Vayamos ahora a la explicación del currículo contenido en los dos anexos de la resolución. Allí nos encontramos con que se afirma que “la enseñanza de la religión católica en los centros escolares ayudará a los estudiantes a ensanchar los espacios de racionalidad y adoptar una actitud de apertura al sentido religioso de la vida (…)”. Acto seguido de esta peculiar y paradójica apelación a la racionalidad en nombre de la fe católica se añade, entre otras consideraciones, que la estructura del currículo en ambos niveles educativos “intenta poner de manifiesto la profunda unidad y armonía creadora y salvífica de Dios”, para luego afirmar que después de constatar la realidad de las cosas y de los seres vivos, de modo especial el hombre, “(…) si la persona no se queda en el primer impacto o simple constatación de su existencia tiene que reconocer que las cosas, los animales y el ser humano no se dan el ser a sí mismos. Luego, Otro los hace ser, los llama a la vida y se la mantiene. Por ello la realidad en cuanto tal es signo de Dios, habla de Su existencia”. Podríamos seguir porque este texto —no se olvide— de una disposición aprobada por un órgano público, es generoso y rico en argumentos del mismo tenor.
Pues bien, que esta legítima concepción creacionista del origen de la vida se explique en el contexto de una celebración religiosa o de una catequesis del culto religioso católico, sería una consecuencia lógica del ejercicio de la libertad religiosa (art. 16.1). Que ello se pueda hacer también en la escuela, al margen del currículo educativo reglado, es un resultado del derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (art. 27.3). Pero que se incorpore al sistema educativo, como una asignatura más que si se opta por cursar sea evaluable como el resto de materias, constituye una pura arbitrariedad ideológica, destinada a la organización del consentimiento de las personas desde el inicio de su formación en la escuela.
Este disparate se completa con la cínica afirmación de la resolución de que “(…) lejos de una finalidad catequética o de adoctrinamiento, la enseñanza de la religión católica ilustra a los estudiantes sobre la identidad del cristianismo y la vida cristiana”.
Los autores de la LOMCE y de esta resolución hacen caso omiso de algo obvio que dicen evitar y que, sin embargo, practican con flagrante alevosía: que en todo el conjunto de un programa educativo, incluida la asignatura de Religión, el adoctrinamiento ha de quedar proscrito, como así lo recuerda el Tribunal de Estrasburgo desde la lejana sentencia de 7/XII/ 1976 (caso Kjeldsen y otros contra Dinamarca).
El dislate podría erradicarse. El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión para autoplantearse la inconstitucionalidad de los Acuerdos con el Vaticano, como mínimo, por la vulneración que suponen del principio de aconfesionalidad del Estado. Pero no lo ha hecho. En todo caso, hay buenas razones para iniciar los trámites para su denuncia por parte del Estado español.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la UPF