Hace unos días conocimos que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) había aprobado un informe que cuestiona algunos puntos del proyecto de la nueva Ley de Memoria Democrática. La tónica general del mismo, que cuenta con los votos favorables de 15 vocales, no es contraria al anteproyecto –salvo por los votos discordantes de 6 vocales, 5 de ellos conservadores, que emitirán votos particulares– si bien se hacen ciertas precisiones en algunos puntos. Concretamente, el Gobierno de los Jueces considera inconstitucionales algunas medidas que propone el borrador, como lo son el cierre de fundaciones o la prohibición de actos públicos que hagan apología del franquismo.
En esencia, el CGPJ cuestiona la legalidad del cierre de fundaciones como la Fundación Francisco Franco y 6 otras de naturaleza muy similar y de la prohibición de actos a favor de la dictadura porque “la apología del franquismo, sin el requisito adicional del menosprecio o humillación a las víctimas, constituye la expresión de ideas que, aunque contrarias a los valores proclamados por la Constitución, están amparadas por la libertad de expresión“.
Es decir, el informe entiende que en una sociedad democrática y avanzada se debe tolerar la expresión de frases que nos ofenden, aunque sean contrarias a los propios valores constitucionales y enaltezcan una atroz dictadura fascista.
No es una noción libre de controversia. La libertad de expresión supone soportar las despreciables ideas de incluso quienes no creen en la libertad de expresión, dicen. El problema es que, realmente, nuestra legislación establece que no contamos con una libertad plena para expresar libremente nuestras ideas. Y así lo llevan avalando desde hace años los jueces de nuestro país.
Por citar ejemplo, el artículo 578 del Código Penal castiga con penas de hasta 3 años de prisión el enaltecimiento del terrorismo. Es decir, la difusión pública de ideas que justifiquen o aplaudan la comisión de actos terroristas es constitutiva de un delito en el Estado español.
Teniendo en cuenta que tanto la dictadura franquista como el terrorismo son dos de los episodios más dolorosos y traumáticos que atravesó nuestro país en el siglo XX, ¿por qué el enaltecimiento de uno de estos fenómenos es delictivo y el de otro es un ejercicio de libertad de expresión? ¿Acaso el dolor de unas víctimas es más importante que el de otras?
Como respuesta, la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica publicó un reciente comunicado en el que denunciaba que “el órgano de Gobierno de los jueces ha despreciado el dolor y los derechos de las familiares de los desaparecidos por la represión de la dictadura y las discrimina con respecto a otras víctimas como las del terrorismo“.
Y las comparaciones no acaban aquí. Actualmente contamos con una regulación de delitos que chocan con la libertad de expresión fruto de una sucesión de reformas en las que paulatinamente se ha ido ampliando la protección de otros bienes jurídicos en menoscabo de aquélla. Y, en consecuencia, el Código Penal sanciona –además del enaltecimiento del terrorismo– las injurias (insultos y faltas de respeto) contra la Corona (artículos 490 y 491), contra las Cortes Generales o Asambleas Legislativas de una Comunidad Autónoma (artículo 496), al CGPJ, Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional (artículo 504.1) y a las fuerzas y cuerpos de seguridad (artículo 504.2), así como el ultraje a los símbolos nacionales españoles (artículo 543) y las ofensas contra los sentimientos religiosos (artículo 525). Todos ellos son delitos que consisten en manifestar una opinión susceptible de ofender a otros.
No tiene sentido, en un país en el que se castiga penalmente insultar al Jefe de Estado, enaltecer o justificar el terrorismo, ultrajar la bandera nacional u ofender los sentimientos religiosos, decir que prohibir enaltecer una dictadura fascista –que provocó centenares de miles de muertos, miles de presos políticos y suprimió derechos y libertades– es un exceso que no casa con la libertad de expresión. Y es que la libertad de expresión de expresión solo existe si se aplica para todo el mundo por igual.
Decía mucho mejor que yo en este mismo medio Ana Pardo de Vera que “después de encarcelar a titiriteros por los carteles de sus marionetas, a cantantes de rap desconocidos hasta que los jueces les dieron fama, de secuestrar libros bien contrastados sobre el narcotráfico gallego, publicaciones pornográficas (en viñetas satíricas) de los reyes… el CGPJ se alza como la más demócrata de las instituciones y nos dice que ni apología del franquismo ni nada, que laFundación Francisco Franco y sus voceros (patrocinadores, publicistas y mecenas) pueden hacer lo que les dé la gana mientras no humillen a las víctimas del franquismo“.
No quiero entrar en qué supone una humillación para las víctimas del franquismo. Es un debate en el que cada uno tendremos un punto de vista. Para mí, el hecho de que no puedan recuperar los restos de sus seres queridos, que hayan sido ninguneadas por el Estado desde hace décadas y que los herederos de la dictadura se nieguen a condenarla es humillante por sí mismo. Así es como lo veo como nieto y bisnieto de represaliados por el franquismo y por el nazismo. Pero el propósito de este artículo no es pronunciarse sobre esto –ya lo han hecho muchos otros con un conocimiento sobre la materia superior al mío–, sino hacer una propuesta de futuro.
¿Cuál es la solución? ¿Hacer caso omiso al CGPJ y sancionar el enaltecimiento del franquismo como un delito más? Es decir, ¿debemos ampliar el elenco de delitos de expresión de nuestro Código Penal y hacer un hueco a un comportamiento prohibido más? O, al contrario, ¿debemos apostar por la despenalización de este tipo de conductas, por mucho que nos ofenda y nos dé rabia el mensaje que transmiten estas personas?
Personalmente, creo que debemos apostar por no criminalizar estas conductas. Y lo digo sabiendo que muchas personas a las que admiro consideran que se debe prohibir la apología del franquismo. Sin embargo, la naturaleza de un derecho como es la libertad de expresión no debe admitir restricciones a su ejercicio como las que se van imponiendo con el paso de los años, que terminan por vaciarlo de contenido.
El Grupo de Estudios de Política Criminal (GEPC) –una asociación de más de 150 penalistas, la mayoría profesores, jueces y fiscales– propuso hace dos años una serie de reformas para acabar con los excesos en los denominados delitos de expresión. En su texto denunciaban que “en el delicado equilibrio entre la libertad de expresión y otros intereses dignos de tutela, en las últimas décadas se ha optado por una vía claramente expansiva tanto en el plano normativo como en el de la interpretación judicial de los preceptos penales.
Esta expansión legislativa (bajo la excusa del cumplimiento de la normativa internacional) se ha concretado […] en un sucesivo incremento de los tipos penales que sancionan conductas de expresión. […] Por su parte, a nivel judicial, aun en aquellos casos en los que resultaba posible una exégesis restrictiva de los tipos penales, la tendencia de gran parte de los tribunales ha ido en la línea de restringir los márgenes de la libertad de expresión. Todo esto se ha puesto especialmente de manifiesto en los últimos años, particularmente en relación con la persecución penal de expresiones ofensivas y de mal gusto proferidas a través de las redes sociales. La gran repercusión pública de algunos de estos casos ha generado una falsa percepción del riesgo que la comunicación en las redes sociales tiene para los valores de la moral colectiva y para la propia seguridad pública. […]
Esta expansión de los márgenes de la intervención penal frente a este tipo de conductas afecta significativamente a la libertad de expresión en un Estado social y democrático de Derecho. El Estado no debe limitar coactivamente el contenido del discurso ideológico, pues la legitimidad de las decisiones democráticas se sustenta en el debate, la crítica libre y el pluralismo ideológico. Conforme a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la democracia, como espacio de juego político y como sistema que respeta la autonomía de los ciudadanos, no solo debe tolerar todas las ideologías y planteamientos, sino que exige la libertad de expresión también frente a cualquier discurso que conlleve una intervención en el espacio público, por ofensivo o molesto que pueda resultar (sin perjuicio de la implementación de políticas públicas que promuevan la tolerancia y el respeto a los derechos de todos los ciudadanos). Por ello resulta tan preocupante la tendencia actual a restringir ideológicamente el discurso a través del Derecho penal, la imposición de narrativas oficiales por medio de la eliminación de discursos disidentes, y todo bajo la excusa de la protección de colectivos afectados por conductas discriminatorias o de la necesidad de tutela de la seguridad ciudadana“.
Entiendo que trazar la línea entre lo admisible y lo inadmisible es un tema complejo desde un punto de vista filosófico. Yo coincido con el planteamiento del GEPC pero entiendo y respeto a los compañeros que no lo ven así. En Estados Unidos este mismo debate se está manteniendo, por ejemplo, en el seno de la American Civil Liberties Union (ACLU), una organización que siempre ha defendido la Primera Enmienda –que garantiza la libertad de expresión– y en la que algunos de sus miembros actualmente se están planteando la aprobación de restricciones para frenar el discurso de odio.
Ahora bien, desde un punto de vista práctico creo que existen incluso menos dudas acerca de la poca conveniencia de aprobar una ley que castigue el enaltecimiento de la dictadura. A la vista de cómo se ha retorcido y tergiversado la definición de los delitos de odio -unos tipos penales creados, recordemos, para proteger a minorías vulnerabilizadas- y se han utilizado para proteger a grupos que no sufren ningún tipo de discriminación, como la policía o fascistas, me parece una mala idea abrir la puerta a la posibilidad de prohibir la defensa pública de ideas contrarias al status quo. Creo que puede ser la antesala a la proscripción de la difusión de mensajes comunistas o anarquistas, por ser contrarias a los “valores constitucionales”. Y es que no sería la primera vez que quienes ostentan privilegios se aprovecharan de una ley ideada para proteger a los vulnerables a fin de consolidar su poder y su dominio.