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Una mujer contempla el pórtico de la catedral de Santa María, en Astorga.Education Images (Universal Images Group via Getty)

El dulce encanto del judeocristianismo · por Joan Coscubiela

​Descargo de responsabilidad

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Todas las sociedades necesitan valores compartidos y la sociedad global exige que estos sean universales, pero si nos damos un atracón de moralismo la convivencia se deteriora

La cultura judeocristiana ha impregnado todos los rincones de la civilización occidental. No en vano las religiones monoteístas, con sus valores, constituyen uno de los cimientos de nuestras sociedades.

En lo que tiene de maniqueísmo, la moral judeocristiana nos ofrece un mundo ordenado a partir del bien y el mal. Un dualismo que es el anclaje perfecto para la culpa, la ideología que los poderes de todo tipo utilizan para reforzar su control social. Como saben muy bien las mujeres.

Su influencia ha irradiado históricamente toda la sociedad. Se hace evidente incluso en aquellos que, siguiendo a Marx, consideran la religión como el “opio del pueblo” mientras se dejan seducir por el judeocristianismo. Baste recordar lo cercana que, en algunos aspectos, estaba la moral comunista de la ortodoxia católica. O el papel jugado por la liturgia de la autocrítica, tan parecida al sacramento de la confesión, en el espectro de los partidos socialistas.

No siendo una novedad, me parece detectar que la atracción por el maniqueísmo judeocristiano está en alza. Un ejemplo de ello es la campaña de las derechas españolas para “acabar con el sanchismo”, al que presentan como la máxima expresión de la maldad.

Este auge de las concepciones moralistas ha atrapado también a las izquierdas. Con un impacto mayor, incluso, en sectores de la “nueva política”, muy dados a análisis y juicios moralizantes.

En un momento en que Marx is Backincluso entre sus adversarios, sectores de la izquierda ignoran en sus análisis las condiciones materiales de los procesos disruptivos en marcha y se dejan cautivar por las explicaciones judeocristianas, con la culpa como principal protagonista.

No debería sorprendernos. A lo largo de la historia, los momentos de gran desconcierto han sido propicios al maniqueísmo. Explicar la realidad a partir del dualismo del bien y el mal nos ofrece la satisfacción de una comprensión simplista del mundo. Que, de otra forma, nos resulta incomprensible.

Así, la digitalización es presentada en unos casos con un papanatismo tecnológico, en el que la innovación se identifica de manera automática con el progreso. En otros, con un catastrofismo milenarista. Ambas miradas, aunque parezcan antagónicas, conducen a idéntico lugar, al determinismo que niega el papel de los actores sociales.

Con la misma lógica, al analizar la crisis de la política y el deterioro de la democracia se desatienden las causas profundas de la desintermediación política. Se soslayan los desequilibrios de poder entre una economía globalizada que se mueve con ritmos digitales frente a unas instituciones ancladas en local y tiempos analógicos.

Asimismo, se culpabiliza en exclusiva a los actores políticos de la polarización extrema. Y al analizar la responsabilidad de los medios de comunicación se ofrecen explicaciones maniqueas que ignoran la incidencia que en el deterioro de su función social tiene la crisis de su modelo de negocio. Al tiempo que se obvia como los algoritmos de las redes sociales alimentan por razones económicas la crispación, convertida en un reclamo para el inmenso negocio publicitario de las grandes tecnológicas.

A pesar de la complejidad de las disrupciones que vivimos todo se simplifica y explica con razonamientos moralistas. Como ejemplo me sirve una tribuna en estas mismas páginas de Javier Cercas. En su crítica, por supuesto legítima, a la actuación de los políticos, hace desfilar a todos los actores del judeocristianismo: el bien y el mal, la culpa, el imprescindible arrepentimiento y la justa penitencia. Para concluir nos emplaza a elegir entre la resignación de los pobres de espíritu y la rebelión de los indignados por la hipocresía de los políticos fariseos.

Estas lecturas moralistas nos conducen a una gran paradoja. ¿Cómo es posible que una sociedad en la que la ciudadanía acumula tantas virtudes, pasadas y presentes, solo sea capaz de parir una política tan nefasta? ¿Cómo es posible que la crisis de todas las estructuras de mediación, que se manifiesta a nivel global, tenga solo causas locales, en las que la culpa de los actores políticos lo explica todo?

Esta atracción fatal por los análisis judeocristianos tiene importantes consecuencias. Si se ignoran las condiciones materiales que hay detrás de los procesos disruptivos, se dificulta su comprensión y la posibilidad de dar respuestas útiles. Para transformar la realidad es imprescindible entenderla.

Todas las sociedades necesitan valores compartidos y la sociedad global exige que estos sean universales. En su ausencia se impone el nihilismo del individuo tirano. Pero si nos damos un atracón de moralismo la convivencia se deteriora. Cuando los conflictos se conciben en base a los intereses en juego la negociación y los acuerdos son posibles. Los intereses son fraccionables y por tanto de fácil, o menos difícil, transacción. En cambio, si los conflictos se conducen al terreno moral de la bondad y la maldad de las partes la posibilidad de acuerdos se restringe hasta desaparecer. En una sociedad polarizada entre el bien y el mal, solo cabe la derrota del mal.

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