La reforma que planea el Gobierno está en las antípodas de un sistema democrático. El anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal reinventa la Constitución.
Corren malos tiempos para los derechos fundamentales. A los efectos demoledores de la interminable crisis económica sobre los derechos laborales y sociales, se añaden ahora los muy serios riesgos que se ciernen para los derechos de libertad. A los peligros que plantea el proyecto de Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana con respecto a los derechos de reunión y manifestación, entre otros, ahora se les añade la amenaza al derecho al secreto de las comunicaciones reconocido por el artículo 18.3 de la Constitución, que impide su interceptación salvo que medie autorización judicial. Sólo en los casos de las investigaciones correspondientes sobre bandas armadas o elementos terroristas, la interceptación puede ser acordada con carácter individual por la autoridad gubernativa (artículo 55.2).
No es una cuestión banal; el peligro es real, a la vista del contenido del anteproyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal aprobado recientemente por el Consejo de Ministros. Se trata de una previsión por la que el Gobierno pretende ampliar los supuestos excepcionales en los que, sin autorización judicial previa, el ministro del Interior o el secretario de Estado de Seguridad pueden ordenar la intervención de las comunicaciones.
El texto establece una ampliación que ahora abarca a las investigaciones que se lleven a cabo en relación a delitos contra menores o personas con capacidad modificada judicialmente, además de otros delitos que en virtud de las circunstancias del caso puedan ser considerados de especial gravedad y existan razones fundadas que hagan imprescindible la intervención de las comunicaciones.
Pues bien, de prosperar esta nueva regulación supondría una clara reinvención de la Constitución por parte del legislador, que a través de una ley estaría reinterpretando el sentido de las garantías de este derecho fundamental con una lógica autoritaria, haciéndole decir a la Constitución lo que ésta no dice. Cosa que no puede hacer. Veamos por qué.
La primera razón se funda en que las excepciones a la intervención judicial de las comunicaciones, esto es, la posibilidad de que sea la autoridad gubernativa (el ministro o el secretario de Estado) y no el juez quien autorice la interceptación de las comunicaciones, ha de ser extraordinaria, ya que supone una suspensión individual de este derecho fundamental. Esta posibilidad está solamente prevista para casos de terrorismo y bandas armadas, pero no para otros. Sin embargo, el anteproyecto introduce una cláusula en blanco, una especie de vía abierta para incluir otros supuestos, como entre otros son los delitos de especial gravedad, sin especificar cuáles han de ser éstos. Motivo por el cual esta genérica ampliación material queda a extramuros de lo que prevé la Constitución. Dicho de otra manera, la reinventa.
La segunda se basa en que la regulación por la que se prevé que una vez tomada la medida de intervenir las comunicaciones, la autoridad gubernativa la comunicará al juez en el plazo de máximo de 24 horas, no es una razón que permita sanar el vicio de origen de este texto. Esta eventualidad es constitucionalmente legítima, como antaño ya reconoció el Tribunal Constitucional en su sentencia 199/1987, sólo para los casos excepcionales previstos por la Constitución, pero no para los que ahora pretender introducir el anteproyecto.
En realidad, lo que este texto está haciendo es incorporar un control preventivo del derecho al secreto de las comunicaciones, a través de la prioridad para la interceptación que otorga al ministro del Interior, en demérito del preceptivo control judicial. Por ello, esta forma de control a priori de los derechos fundamentales está a las antípodas de un sistema democrático de garantía de las libertades públicas y más bien es sinónimo, como sostenía el gran administrativista francés Jean Rivero, de formas de Gobierno autoritarias.
Porque, en definitiva, ¿qué es lo que está en juego? Pues nada menos que un derecho tan relevante como es la libertad del ciudadano a no ver interceptadas sus comunicaciones con otra persona. Valga la expresión coloquial, su derecho a no ser espiado. Como dicen los juristas, el bien jurídico protegido es la libertad para comunicarse, cualquiera que sea el sistema empleado para hacerlo. Ya sea a través de las formas tradicionales como el teléfono convencional, o las distintas modalidades de redes sociales.
Conviene precisar que lo que el derecho al secreto de las comunicaciones garantiza en primer término no es la intimidad de la persona, sino algo previo a éste como es su derecho a la impenetrabilidad de su comunicación, con independencia del contenido de lo que diga, ya sea parte integrante o no de su ámbito privado. Y si así lo fuese, también se vulneraría su derecho a la intimidad. En segundo lugar, como recuerda el Tribunal de Estrasburgo, se protege la identidad de los comunicantes (sentencia del caso Malone, de 2/8/1984) y, finalmente, también se preservan los aspectos externos de la comunicación como el momento, la duración y el destino de la misma.
Por todo ello, la garantía que el Estado democrático ha de ofrecer al ciudadano es que, salvo en los casos excepcionales que fija la Constitución, cuando el juez y sólo él decida autorizar la interceptación de las comunicaciones, lo sea en casos de delitos graves y que la medida limitativa sea proporcional al daño que se pretende evitar.
Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.