La decisión judicial de prohibir las celebraciones católicas en las escuelas públicas de la provincia de Mendoza, que se conoció el 5 de septiembre pasado, no brotó de la nada. Como ya mencioné, el debate sobre el rol de la religión en el estado se venía dando desde antes, a partir de la presentación de un proyecto de ley de educación provincial. Un diario de la capital (MDZ Online) dio lugar en sus páginas a dos militantes laicistas: Marcelo Puertas, presidente de la Agrupación Civil 20 de Septiembre, y Federico Mare, del colectivo La Hidra del Mil Cabezas, que ha publicado cuadernillos con opiniones de pensadores en favor de la laicidad educativa; y a un representante de la Iglesia Católica: el obispo auxiliar de Mendoza, Sergio Buenanueva.
El debate oral fue transcripto. Puede leerlo:
Mano a mano: el diálogo entre el obispo y dos ateos sobre la laicidad del Estado
El planteo de F. Mare fue que la laicidad es una forma del respeto a las minorías. Implícitamente, es respetar el derecho de los padres a que sus hijos no sean adoctrinados o forzados a participar en actividades de una religión que no es la que ellos eligieron. El hecho de que estas actividades sean (oficialmente) optativas no es excusa, ya que optar implica declarar las creencias privadas y eso es una violación a la privacidad; nadie debería ser obligado a declarar sus creencias religiosas en un ámbito neutral como la escuela. Esta opción marca a los niños como diferentes del resto, como anómalos o extraños (y ya sabemos con qué facilidad estas extrañezas reales o supuestas llevan al bullying). De todas formas creo que Mare no explicó satisfactoriamente con qué argumento sostendría su apoyo a la laicidad si el catolicismo fuera una minoría.
Implícitamente, también, laicidad es llevar la religión al espacio privado, o más bien, al espacio no estatal. Se puede pensar en una laicidad muy restrictiva donde se prohíbe usar el espacio público para cualquier manifestación religiosa, pero eso no es de lo que se habla en Argentina actualmente cuando se habla de laicidad, sino de algo tan mínimo y de sentido común como no meter santos y vírgenes en un calendario educativo oficial.
El planteo del obispo es desgraciadamente típico: proclama que apoya la laicidad, pero redefine el concepto a su conveniencia, básicamente como todo lo contrario de lo que quiere decir realmente. Laicidad “a la católica” es que el estado se ponga a la misma altura que la Iglesia, y que mutua y graciosamente se reconozcan como partícipes de la sociedad civil (mientras la Iglesia discretamente sigue predicando que sus leyes son superiores a las del estado).
Esta clase de “laicidad” es libertad religiosa, entendida como apertura a toda expresión religiosa en el espacio público, pero ignora (y esto se lo dicen los laicistas) que en la práctica, cuando hay una sola religión mayoritaria y culturalmente dominante que además tiene privilegios legales, esa expresión religiosa “abierta” es única, se transforma en coercitiva y estigmatiza a las minorías que se ven obligadas a desmarcarse de ella. El obispo intenta que esto no se note hablando de “laicidad positiva”, de diálogo, pluralismo, la riqueza de la diversidad, etc. Para respetar las creencias distintas propone lo que en último término devendría una escuela pluriconfesional, donde todo tenga cabida y los chicos tengan que ser separados según las actividades religiosas que sus padres aprueben.
La laicidad de verdad (y esto es mi opinión) es “negativa”, en el sentido no emocional de la palabra: es quitar las manos y rehusarse, desde el estado, a intervenir a favor o en contra de una religión. Ocurre que este aspecto negativo-pasivo debe ir acompañado, en la práctica, de un aspecto negativo-activo: retirar privilegios, bloquear la intromisión religiosa oficial (sin afectar las libertades individuales), vigilar y castigar los intentos de violar la neutralidad religiosa. Esto es así porque ninguna religión organizada funciona a su gusto sin algún grado de coerción estatal o de los privados sobre el estado, y la quita de privilegios no le cae bien a quien se ha acostumbrado a ellos.
El debate sobre la definición de laicidad no se daba cuando la religión católica tenía fuerzas para imponerse; si se da ahora, si tenemos a un obispo proclamando su supuesta defensa de la separación entre Iglesia y estado, es porque las cosas han cambiado y la Iglesia no tiene más ese poder omnímodo.
El obispo Sergio Buenanueva intentó transformar la definición de laicidad en una promoción estatal igualitaria del pluralismo religioso.
¿Tiene valor lo que apunta Buenanueva cuando habla de reconocer y fomentar la diversidad religiosa como forma de laicidad positiva? La pluralidad ¿es buena en sí? Pienso que no. El respeto mutuo entre personas de diferentes creencias es deseable, pero la pluralidad en un ámbito como la escuela no es deseable a nivel de la gestión, de los programas educativos, de los calendarios oficiales, porque una institución escolar debe educar a todos por igual y con un plan consistente, que sea amplio pero no disperso. No se puede respetar la pluralidad hasta el punto de dictar diferentes programas para alumnos de diferentes religiones, como de hecho debería hacerse si lleváramos la (supuesta) idea del obispo hasta sus últimas consecuencias.
El pluralismo es deseable a nivel sociocultural por la misma razón que es deseable viajar o aprender otro idioma: abre la cabeza de las personas a la diferencia, evita la insularidad, inmuniza contra la intolerancia. Pero el estado sólo tiene el deber de respetar la pluralidad existente, es decir, la coexistencia pacífica de distintas ideas y creencias. Obligar a personas de una religión o ideología a participar en actividades propias de otra no es pluralismo sino todo lo contrario.
La libertad religiosa consiste en poder creer y profesar libremente una religión o no creer en ninguna. No se viola esta libertad por prohibir una celebración religiosa en una escuela pública, de la misma manera que no se viola la libertad de expresión de una persona cuando se le prohíbe ponerse a cantar a los gritos en los pasillos de un hospital. Todas las libertades tienen límites, dados por criterios de razonabilidad y oportunidad. Los laicistas creemos que no es razonable que se le permita a una religión particular invadir el salón de clases.
Ya mencioné cómo el obispo auxiliar de Mendoza, Sergio Buenanueva, intentó cambiar el eje de la discusión redefiniendo laicidad como libertad religiosa, a la manera sofística típica de su gremio.
El otro argumento que utilizó Buenanueva para introducir la religión en la escuela pública es el también típico recurso a la importancia del “hecho religioso”. Es cierto que los niños viven en una cultura predominantemente religiosa y que suelen tener preguntas o inquietudes con respecto a temas religiosos (o temas de los que la religión pretende ocuparse, como el fin de la enfermedad o la muerte o la supervivencia del alma), preguntas que una escuela laica de laicidad “negativa” no responde. Pero ¿es necesario? ¿Hasta qué punto puede o debe la escuela responder esas preguntas, siendo que debe evitar por todos los medios responder de manera distinta a la de la religión de los padres, para no violar sus derechos?
Es posible pensar en una escuela que incorpore el “hecho religioso” de manera estrictamente antropológica, objetiva, neutral, pero en la práctica esto es inviable en Argentina. Cualquier cosa más allá, por otro lado, implicaría una intromisión del estado que ningún padre debería tolerar, aunque aquí llegamos a un punto donde simplemente tratamos con diferentes visiones. La Iglesia Católica considera que la educación religiosa es patrimonio de los padres y que el estado tiene la obligación de aceptar que éstos la deleguen en él. Los laicistas estamos en desacuerdo. Que el estado acepte esta imposición abre la puerta al adoctrinamiento encubierto y a otros abusos, y en el caso particular del catolicismo argentino, es de una desfachatez absoluta dado el inmenso poder económico de la Iglesia, que cuenta con instituciones de sobra para instruir a los hijos de los fieles, las cuales reciben además generosísimos subsidios de los estados nacional y provinciales.