A lo largo de la era cristiana, pero especialmente durante los últimos 500 años, las mujeres hemos sido apartadas de la formación e incluso hemos tenido prohibido el acceso sin embargo y a la par hombres y mujeres hemos tenido que cumplir el precepto de ir a misa los domingos y fiestas de guardar, espacio dónde hemos tenido que convivir con todo tipo de lecturas e imágenes misóginas.
Para responder al desafío de la Reforma Protestante, entre 1545 y 1563, la Iglesia Católica Romana organizó el consejo ecuménico conocido como Concilio de Trento, a partir del cual se llevaron acciones de contrarreforma. A partir de entonces las manifestaciones artísticas y la filosofía quedaban al servicio de la teología y su objetivo era inducir a las masas a aceptar “verdades” y adoctrinar al pueblo.
En el adoctrinamiento entra el emocionalismo, sentimentalismo, teatralidad, el deseo de provocar emociones de dolor, aflicción, causar heridas y provocar lágrimas y, especialmente crear temor en los y las fieles. El arte se convierte en propaganda, los centros religiosos en escenarios y las imágenes en una invitación a participar en las agonías y martirios de los personajes representados.
Lo que la Iglesia Católica Romana pretendió transmitir como vidas ejemplares para aleccionar al pueblo se traduce en representaciones de mujeres, cuyas vidas y leyendas habían relatado los hagiógrafos, recibiendo palizas, esclavizadas, degradadas, golpeadas, amputadas y violadas a la par que custodiadas por elementos iconográficos para la identificación y lectura de las imágenes.
Tanto en las representaciones religiosas de las mujeres, especialmente en el barroco pero también en movimientos artísticos anteriores y posteriores, se crea un culto a la agresión, una violencia constante ejercida sobre ellas así como una veneración a su virginidad. Santas y mártires transmiten angustia y desasosiego; mientras que vírgenes y castas, calma y tranquilidad.
Con la Contrarreforma, los cuerpos vestidos de las mujeres o cubiertos con sutiles gasas se desnudan convirtiéndose en un producto de tortura misógina, en un espectáculo de terror dónde mutilaciones de pechos , agresiones sexuales, vejaciones y torturas se normalizan mediáticamente, convirtiéndose las iglesias en auténticos shows que provocan el shock en las fieles que entienden los golpes y las ignominias como parte de su existir, a la par que los fieles empiezan a identificarse con verdugos y autoridades en el sometimiento de la mujer.
Aquellas imágenes que se crearon para adoctrinar en el castigo y el temor de las mujeres, conteniendo esos grados de tortura, se aproximan a la pornografía al presentarnos mujeres que se muestran gozosas ante el martirio y el horror. Son representaciones crueles, tormentosas, retorcidas y terroríficas que elevan la leyenda al mundo real, adormeciendo al espectador en el pánico en vez de despertarle.
Bajo el mecenazgo eclesial, los artistas encontraron el éxito en la exageración de las leyendas y la intención de emocionar y cautivar al público convirtiendo los templos cristianos en campos de concentración dónde no podían apartar la vista de la atrocidad y el horror. Espeluznantes imágenes que de forma individual, formando series o en tablas que contienen diferentes escenas , coronan altares o se penden en laterales, representando escenas que, con sangre y sin resistencia, evocan la dureza de la agresión sexual a la mujer a través de cuerpos, generalmente infantilizados, lo que agrava la connotación.
Interiorizar el abuso sexual a la mujer formó parte de la cotidianeidad, una historia cerrada con principio y fin y sin posibilidad de abandonar. Una existencia, para las mujeres, apocalíptica y reiterativa hasta las náuseas que traspasaba las fronteras de la agresión para llegar al sadismo y que las retenía en una claustrofobia sin luz. Imágenes que devoraban la vida de las mujeres en su propio universo, que las retenía en la creencia de que sus cuerpos habían sido creados para el abuso y el maltrato, que su destino era el sometimiento y la barbarie. Una estrategia en la que Iglesia y Estado con una cuidada escenografía, unos grandes artistas y unas legendarias actrices narraron un discurso patriarcal y misógino.
Aunque el cristianismo fue perseguido por el Imperio Romano desde sus inicios, las persecuciones fueron siendo más o menos sangrientas dependiendo del Emperador. Con Diocleciano, a mediados del siglo III, tuvo lugar “La Gran Persecución” y de ella se extrajeron las vidas y leyendas de quienes la sufrieron. Los edictos ordenando a toda la ciudadanía romana a realizar sacrificios a los dioses paganos se aplicaron por todo el imperio, aunque con más debilidad en Galia y Britania y más evidentes en las provincias Orientales, motivo por el cual hallamos más mártires en esta zona. Estas vidas inspiraron los relatos de hagiógrafos posteriores, y estas a su vez las obras pictóricas y escultóricas.
Varones como Cosme y Damián, Erasmo de Formia, Román de Antioquía, Víctor de Marsella, Marcelino, Pancracio, Vicente de Zaragoza, y Pantaleón son algunas de las victimas de estas persecuciones. En sus martirios no sufrieron agresiones sexuales, ni fueron violados ni sodomizados, no fueron objetos sexuales, las mujeres sí.
A diferencia de ello en el caso de las mujeres los martirios tienen una carga sexual, pese al puritanismo muestran sus cuerpos desnudos y además de violentas las escenas llegan al masoquismo más brutal, habiendo siempre una clara diferenciación entre la superioridad del verdugo masculino y la inferioridad de la víctima femenina.
Uno, entre muchos ejemplos, es el caso de Águeda de Catania, cuya leyenda fue narrada a mediados del siglo XIII en “La leyenda dorada” por el hagiógrafo Santiago de la Vorágine, entonces arzobispo de Génova. Águeda fue una virgen y mártir del siglo III que, perseguida como el resto de cristianos y cristianas en tiempos del emperador Decio, sufrió el acoso sexual del procónsul de Sicilia, Quintianus y al ser rechazado por ella mandó que la encerraran en un lupanar para que fuera violada por los hombres que lo visitasen, posteriormente el procónsul, enfurecido, ordenó que le cortaran los senos y, finalmente, dio la orden de arrojarla sobre carbones al rojo vivo.
Las representaciones del martirio que sufrió Águeda son abominables, posiblemente las más sangrientas, explícitas y crueles que podamos utilizar en la historia del arte. Águeda fue sometida a la violencia física, sexual y psicológica por su activismo y defensa pública de convicciones. Aunque fue amordazada, esposada, golpeada y quemada, los artistas que la han representado han coincidido en su mayoría en representar el momento más sanguinario y con mas connotaciones sexuales que padeció y que consistió en la amputación de sus pezones, ensortijándolos y arrancándolos con unas tenazas enormes empuñadas por verdugos.
Para dramatizar la escena a mujer la representan como una niña o adolescente de caderas pequeñas y pechos incipientes, desvalida, sin fuerzas, si ánimos, sin poner oposición incluso a veces con un gesto de complacencia o conformismo escalofriante. A la fragilidad de la joven se oponen los cuerpos broncíneos y adultos de los verdugos masculinos que despiadados, en superioridad física y numérica proceden a torturarla.
Encontramos tablas góticas, de autores desconocidos que tratan el tema, obras de Sebastiano del Piombo, de Ambrosius Benson, de Paolo Veronese, Giovanni Lanfranco, Francesco Guarino, Andrea Vaccaro, Tiépolo y muchos más pero de entre ellas, por sus efectos de claroscuro, una de las más dramáticas y aterradoras es la del pintor manierista español Gaspar de Palencia que actualmente se exhibe en el Museo de Bellas artes de Bilbao y que realizó en 1578.
En la obra, la mártir aparece en el centro, y los efectos de la luz consiguen que pongamos toda nuestra atención en su tortura. Está sentada, resignada. El verdugo de la izquierda alza su brazo para practicarle una incisión en el seno; el de la derecha presiona con sus dedos un pezón con la intención de ponerlo erecto u posteriormente cortarlo con un que alza y amenaza con la mano derecha. Junto a este un soldado romano observa con impasibilidad la escena, mientras al fondo otros tres varones la señalan acusatoriamente. La corpulencia y agresividad de los hombres se opone a la neutralidad y pasividad de la mujer que, lejos de resistirse asiente. Le escena refleja que tanto un hombre con “autoridad política” como un campesino están autorizados para torturar a una mujer.
Es angustioso pensar que hasta la actualidad Águeda es invocada contra las enfermedades asociadas a las glándulas mamarias, sea protectora de las nodrizas y también de los fundidores de campanas (quizá porque la forma de la campana elude a los senos). Iconográficamente fue representada como una joven vestida portando sus senos en una bandeja, recordemos el cuadro de Zurbarán.
El 26 de junio de cada año, se celebra el Día Internacional de Apoyo a las víctimas de Tortura. Amnistía Internacional declara que “La tortura es un acto basado en el abuso de poder y la discriminación de género facilita formas de tortura y penas crueles, inhumanas o degradantes que tienen como objetivo de manera especial o desproporcionada a las mujeres y las personas con identidades sexuales no mayoritarias” La torturas a mujeres incluyen violaciones y agresiones de tipo sexual. En el 2011 las activistas y periodistas que se manifestaron en Yemen contra el gobierno fueron perseguidas y recibieron palizas. En Bahrein, Aayat Alqomorzi recibió descargas eléctricas en el rostro después de ser detenida por recitar poemas alusivos al rey durante las protestas de ese año. También en China la abogada Ni Yulan fue torturada hasta dejarla en una silla de ruedas, y en otros países como Irán o Zimbawe, sucede lo mismo.
En los conflictos armados, las mujeres y las niñas son doblemente víctimas, tanto por el conflicto como por ser utilizadas como elemento de desgaste contra el enemigo violándolas y agrediéndolas. Como en la obra que hemos analizado, actualmente las escenas se repiten: mujeres lapidadas y vejadas públicamente, violadas grupalmente, propagándoles deliberadamente el VIH, e insertándoles repugnantes objeto en sus órganos sexuales. En ocasiones, y tras la violación, bajo el pretexto de mantener el honor familiar, las víctimas son obligadas a un matrimonio forzoso, lo que equivale a una esclavitud sexual y tortura de por vida.
La mutilación genital femenina sigue practicándose en muchos países, no estando penalizada e incluso defendida públicamente en Indonesia por la Ministra de Sanidad. La esterilización forzada, que es otra forma de tortura, se practica en demasiados países con el pretexto de la planificación familiar. Las restricciones en el acceso al aborto, especialmente en los casos de violación o cuando el embarazo supone un riesgo para la vida, también son tratos denigrantes y vejatorios que constituyen una tortura para las mujeres.
Históricamente la tortura, no solo se ha utilizado como una forma para infligir dolor a una víctima específica sino también para aterrorizar a otras personas y disuadirlas de que emprendan diversas acciones. Son “vías” para obtener confesiones, delatar a otras personas pero esencialmente para restringir brutalmente los derechos.
Desde 1948, año en que se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos existe una prohibición mundial de tortura y de ejercer cualquier tipo de crueldad y humillación. 156 países han firmado desde entonces la “Convención contra la Tortura” de Naciones Unidas, tratándose de una prohibición vinculante incluso para los Estados no unidos a los tratados. Actualmente la tortura y los malos tratos son considerados crímenes del derecho internacional, incluso de lesa humanidad o genocidio, pese a que sus imágenes sigan formando parte del universo patriarcal en vez de utilizarse para la prevención y sensibilización de la violencia de género.