Una forma habitual de descalificar los Acuerdos con la santa Sede (1979), derivados del Concordato (1953) es caracterizarlos como acuerdos preconstitucionales o paraconstitucionales. Incluso, se los ha considerado como anticonstitucionales.
Digamos que los Acuerdos, tanto los redactados en 1976 como en 1979, son hijos putativos del Concordato. En realidad, son el Concordato. Presentados con otro nombre han intentado borrar de ellos la semántica franquista que los delata.
Pero, los acuerdos, se llamen como se llamen, sangran. Fueron, lo siguen siendo, un botín de guerra suculento con el que los franquistas pagaron a la Iglesia –“sociedad perfecta”, se le denominaba en el primer texto del Concordato-, por su gran servicio prestado antes, durante y después de la Guerra Civil al gobierno de los militares facciosos.
Por esta razón, llama la atención que la Ley de Memoria Histórica -aprobada por el congreso de los diputados el 31.10 de 2007-, y que en el capítulo dedicado a la simbología franquista, establece que los «escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura» deben ser retiradas, no incluyera en esta higiénica limpieza el texto de los Acuerdos con la Santa Sede, toda vez que estos representan, no solo simbólica sino realmente, el mayor enaltecimiento que se haya hecho del franquismo y del nacionalcatolicismo de una Iglesia totalitaria, sin la cual difícilmente la dictadura del Innombrable se hubiera mantenido en el poder a lo largo de tantísimos años.
En la actualidad, ya no se discute si estos Acuerdos son constitucionales o anticonstitucionales. Y aunque se hiciera no tendrían ninguna consecuencia práctica. Ya es sintomático señalar que ninguna instancia política o jurídica de este país ha presentado un recurso contra dichos acuerdos en el Tribunal Constitucional durante estos casi cuarenta años de su existencia.
Lamentablemente, dichos acuerdos funcionan por encima de la misma constitución. De hecho, sus contenidos concordatarios determinan de forma práctica cómo serán las relaciones de cooperación entre la Iglesia y el Estado, aunque la propia constitución no las sugiera ni establezca de ningún modo específico. Por poner un ejemplo. El artículo 27. 3 de la constitución establece que “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, pero no dice que el gobierno tenga que pagar salarios a obispos y sacerdotes, ni a los profesores que imparten religión en las escuelas públicas.
El espectáculo actual, como resultado de dichos acuerdos, es deplorable, digno de una España negra, donde se da una invasión tan abrasiva de lo público por lo confesional católico, que convierte la declaración constitucional de la aconfesionalidad del Estado (16.3) y el derecho a la libertad de conciencia del individuo (16.1), en papel de fumar.
De hecho, la aconfesionalidad del Estado constitucional sigue sin estrenarse, no habiendo recibido hasta el momento ningún desarrollo orgánico legal, sea por vía de orden, decreto o circular firmados por el Gobierno de turno. Por el contrario, el derecho a establecer los currículos de la enseñanza religiosa en escuelas e institutos derivan, según sus propias palabras, de los acuerdos entre la santa Sede y el Estado. Una decisión que choca frontalmente contra la declaración de aconfesionalidad y de libertad de conciencia que la propia Constitución establece. Es curioso indicar que para desarrollar dicha cooperación entre Iglesia y Estado, el Gobierno de la Nación no ha mostrado escrúpulo alguno en hacerlo de ese modo confesional católico, pero no ha invertido un minuto en cómo aplicar en la vida pública e institucional el alcance de tal aconfesionalidad.
Recordemos que en España seguimos con una Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, esa ley que en el 2010 el gobierno de R. Zapatero quiso modificar, apelando a lo que entonces se llamó “desarrollo de la laicidad del Estado». Entre otras tímidas medidas, se pretendía prohibir la presencia de símbolos religiosos -como el crucifijo cristiano- en edificios públicos y proponer la búsqueda de fórmulas para hacer funerales de Estado civiles, sin ceremonias religiosas. Así mismo, se quería extender a otras religiones de «notorio arraigo», algunos de los privilegios que disfruta(ba) la mayoritaria confesión católica, a la que el Estado financia con unos 6.000 millones de euros anuales.
En la práctica, la aconfesionalidad es un fantasma. No se practica en los ámbitos de la esfera pública institucional que le deberían ser propios. Ninguna institución pública –empezando por el propio Gobierno y su jefatura monárquica-, debería dar muestra de confesionalidad religiosa. Sin embargo, las transgresiones de dicha aconfesionalidad han sido permanentes desde que se aprobó la constitución en 1978. En mi libro Santa Aconfesionalidad, virgen y mártir (Pamiela), se ofrecen multitud de ejemplos de estas conculcaciones en todos los ámbitos públicos.
El pluralismo religioso y confesional que consagra la constitución no se ha respetado jamás. Los primeros y máximos transgresores han sido, precisamente, los políticos; es decir, quienes firmaron su carácter aconfesional en la constitución.
El incumplimiento de la aconfesionalidad por parte de la clase política es absoluto. Y no parece que dicha transgresión y delito quite sueño a quienes se pavonean de representar la ciudadanía de este país. No solamente asisten a celebraciones religiosas en nombre propio y de la ciudadanía, sino que, antes de hacerlo, jurararán sus cargos ante símbolos religiosos confesionales. Pero no nos desanimemos. Hospitales, universidades, cementerios, escuelas, institutos, ejército y ayuntamientos rezuman prácticas confesionales católicas a todas horas. En estas instituciones se incumple constantemente el respeto al pluralismo confesional y no confesional de la ciudadanía.
Ya es un tópico indicar que la mayoría de los pueblos y ciudades de este país en cuanto llegan sus fiestas patronales se colocan fuera de la constitución, faltando al respeto que se debe a la pluralidad confesional y no confesional de la ciudadanía.
¿Por qué sucede todo esto siendo tan clara la declaración de aconfesionalidad por parte del Estado? ¿Cómo se puede ser tan permisivo con el incumplimiento de unos artículos de la Constitución, siendo esta tan exigente en otras esferas de la realidad política y social del país?
Convendría no ser ingenuos y no limitarse únicamente a acusar de forma exclusiva y excluyente los acuerdos con la santa Sede como causa explicativa de esta grave anomalía e incongruencia entre legislación y conductas públicas.
Aunque desaparecieran los acuerdos –lo que estaría muy bien, aunque solo fuera por cuestión estética-, el problema de fondo seguiría subsistiendo y la mayoría de las prácticas confesionales de este país seguirían sucediéndose tal y como las conocemos en la actualidad.
En la vida hay cuatro cosas fundamentales: comer, dormir, actividades fisiológicas mayores y menores y joder, o dicho al modo clásico, hacer la picardía. Cuando falla alguna de ellas, la gente echa mano de la papiroflexia, el macramé, el parchís, la literatura, el arte, la filosofía, la metafísica y, para decirlo de forma resuelta, la religión.
La religión forma parte de ese conjunto de soluciones con las que el ser humano se ha dotado para explicar, justificar y mitigar algunos de los efectos negativos de sus anomalías y carencias como sujeto de la especie. La religión es una de las peores soluciones, si no la peor, que el ser humano ha encontrado para explicarse su radical insuficiencia existencial. Lo es, porque las soluciones que busca a sus problemas las encuentra fuera de sí mismo, refugiándose en explicaciones ajenas a su propio ser. Convierte la religión en superstición, y la superstición en religión. Huye de la inmanencia y autonomía moral, para refugiarse en la transcendencia y heteronomía religiosa.
España ha sido uno de los países que más ha valorado la religión a lo largo de su historia, tanto que hemos sido capaces de matar y morir por ella durante siglos. Iglesia mediante, claro. La religión ha sido el humus nutricio de la tradición, de las costumbres, de los usos, de los ritos y de la mentalidad que todavía sigue usándose como justificación existencial de lo que al ser humano le pasa y, sobre todo, lo que no le pasa. Es bien sintomático que los fundamentos en que se basan los obispos actuales para enseñar religión en las escuelas y en los institutos partan de la idea de que el ser humano no puede ser feliz ni humano sin creer en Dios… Los ateos son una anomalía de la especie. Para la iglesia es mejor votar a un corrupto que a un ateo. Porque la mayor corrupción existente es ser ateo.
A esta gente, que se considera además de representante oficial de las tradiciones y de la tradición religiosa nacionalcatólica, hacerles ver que la defensa de la aconfesionalidad y del laicismo no es incompatible con creer en Dios es como pretender explicar a una babosa del campo la teoría de la gravedad. No han comprendido siquiera que creer en Dios o no creer no nos libra de ser unos asesinos, unos crápulas y unos degenerados. De hecho, la población reclusa de cualquier país del mundo está llena de gente que alardea de creer en Dios y en su santa madre. Y no hace falta apelar a la existencia de tanto pederasta ensotanado, porque acabamos de hacerlo.
¿Por qué resulta tan imposible que esta gente entienda que el respeto al pluralismo confesional y no confesional forma parte del Derecho, y que una sociedad no tiene arreglo si su conducta se fundamenta en tradiciones, costumbres y usos cuyo fundamento empírico está fuera de la propia sociedad? ¿Por qué resulta tan difícil de entender que solo aquellos valores, verificados empíricamente sobre la base de verdades discutidas, constituyen el único lazo posible con el que las personas, sean del credo que sean, pueden establecer vínculos reales de unión?
La creencia en Dios no es compartida por todos los seres humanos; luego no puede ser un buen fundamento y un buen vínculo civil para establecer leyes y reglas de comportamiento que afecten a todos.
Pero desengañémonos. Si la sociedad española asumiera de forma consciente el carácter aconfesional de la propia constitución, y, pongo por caso, no llevase sus hijos a clases de religión impartida en escuelas públicas, seguro que, entonces, el Gobierno comenzaría a mirar de reojo los dichosos acuerdos.
Si los alcaldes de pueblos y ciudades de España asumieran de forma práctica el carácter aconfesional de los ayuntamientos que representan, y no asistieran, por ejemplo, a ninguna celebración religiosa en nombre de la ciudadanía a la que usurpan confesionalmente, seguro que entonces la Iglesia empezaría a rebajar sus humos totalitarios nacionalcatólicos.
Pero mientras dure la actual actitud de la sociedad y de los ayuntamientos, tanto el gobierno como la iglesia tendrán motivos más que sobrados para seguir actuando de un modo arbitrariamente confesional.
Los Acuerdos derivados del Concordato tienen su parte de responsabilidad en la degradación confesional en que está sumida la sociedad española, pero el resto responsable pertenece a la propia sociedad que aún no ha rechazado el soborno y el chantaje al que la somete una religión orquestada por quienes han hecho de ella una forma organizada de capitalismo salvaje, con el consentimiento de unos partidos políticos y Gobiernos resultantes –sean socialistas o de la derecha ultramontana-, a quienes la aconfesionalidad les importa un rábano; especialmente, porque nadie mejor que ellos saben que defenderla no suma votos, sino todo lo contrario.
Hay quienes piensan que, solo derogando los Acuerdos con la santa Sede y organizando la vida pública institucional según criterios no confesionales, se podría avanzar en el respeto al pluralismo y a la libertad individual de los seres humanos. Ojalá fuese así, pero me temo que el ser humano ha sido siempre muy reacio a cambiar su forma de ser y de estar en el mundo mediante leyes, sobre todo cuando estas tratan de tocarle el magro de sus creencias y de sus tradiciones de toda la vida… y, si son religiosas, ni para qué contar.