(Apuntes del X congreso de la Sociedad Académica de Filosofía).
«Las ideas se vuelven mediocres cuando a los investigadores les trae sin cuidado la relevancia espiritual de las propuestas que desarrollan».
(Alain Deneault: Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder).
No es de extrañar. A fin de cuentas la figura del filósofo académico está fuera del campo de la mirada del ciudadano común. Seguramente rige aún el prejuicio de que la filosofía es algo anticuado y alejado de las preocupaciones cotidianas. Inútil en todo caso; una pérdida de tiempo. Esta creencia de alguna forma pareció hacerla suya en cierta forma un filósofo tan importante como Bertrand Russell, quien escribió hace un siglo en Los problemas de la filosofía: «el valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu». Bienes a los que se otorga poco valor en nuestras sociedades.
La tarea de la filosofía es eminentemente humanizadora y muy conveniente para mantener los necesarios niveles de civismo que requiere la democracia
Este prejuicio se puede haber visto reforzado en las últimas décadas por una cultura en la que impera lo que la filósofa Marina Garcés ha dado en denominar «solucionismo». Aquella actividad que no arroja como resultado soluciones, entendiendo por tales las que a cada uno en particular le resuelven su problema concreto, no merece la pena que se cultive. Pensar en sentido enfático y radical, es decir profundizando más allá de las superficiales apariencias y sin las anteojeras del cortoplacismo, no siempre da como resultado una solución práctica, pero sí contribuye a elevar el nivel de conciencia sobre la realidad. Frente al pensar en piloto automático, practicado la mayor parte del tiempo por la mayoría de nosotros, el pensar que alcanza la categoría del filosofar se centra en la relación entre ideas infiriendo unas a partir de otras y sacando las consecuencias más allá de la utilidad inmediata y el interés personal. No fue por casualidad que la filosofía naciese en el seno de la comunidad política y se convirtiese casi al instante en una actividad dialógica; la filosofía es un diálogo entre humanos cuyo tema desde hace dos mil quinientos años es qué es lo que importa esencialmente a la humanidad. Su tarea, por tanto, es eminentemente humanizadora y muy conveniente para mantener los necesarios niveles de civismo que requiere la democracia, que siempre exige lo mejor de nosotros.
Dado que la humanidad es una especie animal, sí, pero que no se limita a lo que dicta su naturaleza, la dialéctica entre sus potencialidades innatas y la tensión dinámica con el azaroso devenir de las circunstancias ha producido eso que llamamos historia, y que constituye junto con la natural una dimensión esencial de los seres humanos. Lo que los filósofos reflejan en las preguntas que se plantean y en las ideas que conciben representa los intereses, las preocupaciones y la cosmovisión que marca la vida de las personas en cada momento histórico. El mero título de este último congreso de la SAF recoge ese cuadro de problemas que, desde el pensamiento en el sentido que hemos definido anteriormente, cabe enunciar. Se puede constatar tomando nota de cuál es la índole de las noticias más relevantes con las que uno se pueda tropezar actualmente en los medios de comunicación. Ellos conforman el ágora contemporánea en el que las complejas sociedades de hoy se intercambian cuitas, intereses, creencias, propuestas, conflictos, etc. Me atrevería a decir que cualquiera de esos elementos halla encaje en alguno de los temas que han conformado el título del congreso en cuestión. Su propio planteamiento enunciado por la dirección del mismo declara el compromiso del análisis filosófico –cito– «con la generación y la conservación de la salud democrática de nuestras sociedades».
El triunfo de la democracia liberal como modelo político que había sufrido su primera prueba de fuego en las décadas iniciales del siglo pasado pareció definitivo tras la caída del muro, la descomposición de la Unión Soviética y el fortalecimiento del proyecto político de la Unión Europea en los años precedentes al comienzo del siglo XXI. Dicho triunfo quedó certificado por la solemne declaración del final de la historia (Francis Fukuyama dixit). Sin embargo, las primeras décadas de nuestra presente centuria han cubierto de sombras el dorado amanecer promesa de la utopía del neoliberalismo global. Utopía esta que tiene el ingrediente negativo del concepto, a saber, su irrealidad, pero que carece del positivo, que es la perspectiva esperanzadora de una vida mejor para todos.
En 2023 el retorno de la historia es una evidencia ya insoslayable en forma de conflictos incontrolables como los actualmente activos en su versión más dramática (Ucrania y Palestina, pero no solo), elecciones trágicas (a qué precio y quiénes estaremos en mejor situación frente al desastre ecológico), e ilusiones perdidas (la justicia social parece hoy más que nunca una quimera al igual que la prosperidad universal y otras promesas de la modernidad). Diríase que este abrupto retorno de la historia nos ha pillado por sorpresa, suponiendo una exigente prueba para el sistema político que se quería triunfante al culminar el siglo XX.
En consecuencia resulta importante de nuevo ser conscientes, no distraerse ante el deterioro institucional en países con una larga tradición cívica, como es el caso paradigmático de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya democracia no ha escapado indemne del trance nacional que fue la presidencia de Donald Trump (y veremos si no se repite). Es una realidad que se torna ineludible a partir de procesos preocupantes como el surgimiento de los populismos en América y Europa que han traído la normalización de agendas políticas autoritarias, oligárquicas y excluyentes.
El programa de futuro liberal que se presentó triunfante en las dos últimas décadas del siglo pasado se encuentra actualmente en crisis aunque no se quiera admitir
Ante esta situación mundial está bien que se diga desde la intelectualidad académica que necesitamos producir nuevos conceptos con los que comprender lo que pasa y que es menester superar la crisis de imaginación social siempre necesaria para dar con opciones alternativas. Sobre esto habrá que hablar largo y tendido; aquí sólo quiero dar testimonio de este compromiso intelectual. En cualquier caso está claro que el programa de futuro liberal que se presentó triunfante en las dos últimas décadas del siglo pasado se encuentra actualmente en crisis aunque no se quiera admitir. Afrontemos que tenemos una revolución del pensamiento pendiente que tiene que empezar por creernos de verdad que hay alternativa y que, si avivamos los rescoldos del pensamiento utópico, otro mundo es posible. Esta es la más sublime manifestación de nuestra libertad.
Eso sí, habrá que calibrar en su justa medida el poder del neoliberalismo, que ha estado presente en las principales exposiciones y debates que han formado parte de este congreso de la SAF, ya sea explícita o implícitamente. Tenemos que ser conscientes de que ha tenido tiempo en las últimas décadas de pergeñar un férreo sistema institucional fundamentado en un victorioso cuerpo doctrinal de larga tradición que se ha impuesto históricamente merced a una prodigiosa labor propagandística. Su principal caballo de batalla es sin duda la economía neoclásica, cuyo principal éxito ha radicado en que sus gurús –con Milton Friedman a la cabeza– han logrado convencer a la mayoría de los gobernantes de las principales democracias de que sus propuestas son fruto de la ciencia cuando en verdad son la aplicación práctica de una doctrina ideológica.
Así pues, es deber de los pensadores que contemplan con ojos críticos la realidad histórica que nos ha tocado vivir que la ciudadanía sea capaz de ver la matriz ideológica que hace las veces de suelo en el que nuestras existencias se hallan insertas, y que evitemos así quedar reducidos a plantas inmóviles con la consecuente pérdida de un ingrediente esencial del ser humano cual es el de la libertad en su sentido genuino, el que la ilustración proclamó a los cuatro vientos, el de la capacidad de rebelarse contra la dominación, ejercida por cualquier clase de poder capaz de provocar sufrimiento.
Coherente con este análisis es la apelación que se ha hecho desde el susodicho congreso a que la filosofía del siglo XXI sintonice y anime las aspiraciones emancipadoras de quienes experimentan una vida cotidiana que sufre el impacto de las crisis de identidad y de la vida colectiva sometida a las corrientes opresivas tanto de orden cultural como material. Todo ello vemos que se traduce en sufrimiento social que tiene su manifestación concreta en la crisis de salud mental que ya es imposible ignorar. Hay que ir a las causas radicales de ello, que pasan negligentemente inadvertidas. Aunque cueste pararse a pensar en lo que nos está pasando por la práctica de modos de vida sujetos a una estructura que ejerce diariamente una sorda violencia sobre lo que hacemos. La ansiedad y el desafecto son los síntomas de esas formas de vivir contemporáneas que parecen haber extendido el modelo del trabajo a los distintos ámbitos de nuestra existencia. Se podría decir que la convivencia (re)creativa al margen de cualquier forma de consumo o de producción ha quedado arrinconada. El imperio del neoliberalismo, que ha causado metástasis en todos los ámbitos de la existencia humana, ha reducido los niveles de confianza colectiva al tiempo que ha incrementado los del miedo (léase mi artículo aquí publicado bajo el título Lecciones de Brasil (y de Estados Unidos): desconfianza, crisis institucional y desigualdad). La fe irracional en los mercados, que es un ingrediente definitorio del neoliberalismo, es un factor corrosivo de primer orden para las democracias. Su supervivencia hoy por hoy depende de que seamos capaces de trazar éticamente los límites morales del mercado y, consecuentemente, exigir desde la responsabilidad ciudadana que la política haga su trabajo y redefina el sistema institucional para que ponga esos límites y los haga respetar.
Para tal tarea en la declaración de intenciones de los convocantes del congreso se rechaza la idea de la filosofía como una –cito– «actividad teórica privada de todo contexto material y entendida como ocupación ensimismada». Hay, pues, una exhortación explícita y enfatizada a que el filósofo se comprometa con la realidad que le ha tocado vivir, que se inserte en los entornos materiales y culturales concretos, que colabore con las ciencias sociales y humanas con el fin de exponer los tejidos sociales, académicos y políticos que frenan el libre pensamiento, condición de posibilidad de la genuina libertad a la que antes se apelaba.
La precariedad laboral y económica, que es efecto indisociable de las omnímodas prácticas neoliberales, se encuentra en el origen de ese sufrimiento social que desmoviliza tanto el pensamiento crítico como la acción emancipadora. Se trata en definitiva de dar legitimación pública a un trabajo intelectual que no puede permitirse el lujo de quedarse circunscrito al ámbito académico que así quedaría reducido a un gueto de docencia e investigación elitistas.
En los inicios históricos la filosofía estuvo inseparablemente vinculada al ágora y hoy más que nunca debe seguir estándolo ofreciéndose al espacio público y comprometiéndose con la sociedad civil. Eso sí, hace falta que la mirada de la gente se dirija hacia quienes le proponen un ejercicio de reflexión que exige de la atención colectiva y sostenida en el tiempo. Únicamente de esta forma podrá la humanidad beneficiarse de eso que Russel colocaba entre los bienes del espíritu y que definía como «la contemplación en el puro deseo de la verdad». Compartida con los demás esa excelsa actividad –escribe el filósofo inglés– «nos hace ciudadanos del universo, no de una ciudad amurallada en guerra con todo lo demás. En esta ciudadanía del universo consiste la verdadera libertad del hombre, y su liberación del sometimiento a las estrechas esperanzas y los miedos».