Al abordar el fenómeno religioso se hace inevitable volver la vista a los ilustrados, quienes no sólo establecieron los fundamentos de la democracia al afirmar que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial tienen que existir separados, ser representativos y responsables, sino que concluyeron, por primera vez en la Historia, que los individuos tienen derechos, aspectos, éstos, que ninguna religión contiene en sus declaraciones de principios; pero, también se me hace inevitable recordar que los ilustrados son progresistas y como tales se sustentan sobre tres elementos: la razón, el ateísmo y la confianza en el progreso, que debe proporcionar la felicidad a todos y cada uno de los seres humanos durante su vida.
Un objetivo, la felicidad, que, como veremos no persigue la religión católica en la vida. Por lo que se me hace incomprensible mezclar progreso y tradición. Sencillamente, porque lo uno es la negación de lo otro. Ya que no se puede ser, al mismo tiempo y en el mismo espacio, idealista y materialista.
Como no se puede ser defensor de los derechos individuales, del derecho al sufragio y a la libertad de opinión, por ejemplo, y obediente a la doctrina católica, que no sólo no los reconoce en su doctrina, sino que, consecuentemente, no los aplica en su Estado Vaticano, regido por un monarca absolutista en el que se concentran todos los poderes, más un cuarto Poder: el de ser el único que opina. Los demás, los que difunden sus opiniones, sólo son sus escribanos.
Pero el fenómeno religioso, para cualquier progresista, es, además, una realidad social, política y un producto de las mentes humanas, como diría Feuerbach. Idealismo incompatible con el pensamiento científico y con la realidad social e histórica ya que son los hombres, la sociedad formada por individuos, quienes crean sus propias realidades culturales, científicas y políticas.
La Ilustración estableció las diferencias entre estos campos: idealismo y materialismo, y, posteriormente, Marx lo argumentó afirmando que:
“No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. Desde el primer punto de vista, se parte de la conciencia como si fuera un individuo viviente; desde el segundo punto de vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del mismo individuo real viviente y se considera la conciencia solamente como su conciencia.”1
Tal vez, una de las mayores perversiones del pensamiento precientífico y predemocrático sea la de quienes inventaron que el individuo tiene un cuerpo y un alma. Al hombre precientífico le costaba trabajo entender que el Sol no era un dios sino una simple estrella, entre cientos de miles de millones.
No eran capaces de entender que la Tierra se moviera sobre sí misma y en torno al Sol. No podían entender que el Universo estuviera en expansión y fuera finito, quienes se atrevieron a pensar lo contrario fueron quemados o condenados por las autoridades religiosas. Para los hombres cultos de la época precientífica, el clero, el Universo era poco más que el sistema solar y unas cuantas estrellas que pueden verse por las noches.
Sus conocimientos estaban limitados por su capacidad científica o mejor sería decir, por su ignorancia en asuntos científicos. Por eso necesitaban crear dioses, para colocar en ellos el fundamento de su ignorancia.
Con esto lo único que consiguieron fue desplazar el problema desde un nivel científico a un nivel teológico, pero no lo pudieron resolver. Al revés, crearon otro problema, ahora no solamente necesitaban el desarrollo del pensamiento científico y democrático para explicarse los fenómenos físicos y sociales, sino que necesitaban demostrar la existencia de dios.
Pero es que la cuestión de dios es un asunto de interés para quienes viven de esa creencia: las burocracias clericales y los sistemas políticos no democráticos, que pretenden legitimarse afirmando que su origen es divino. No olvidemos que Franco fue “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, pues por las urnas no pudo serlo.
Como decía, crearon otros problemas en lugar de solucionarlos. Y todos se basan en la invención de que si el hombre piensa es que existe una cosa que se llama alma y que si el hombre se muere, es que ese alma tiene que ir a algún lugar.
Un pensamiento tan infantil y especulativo habría quedado resuelto en un mundo científico al demostrar que eso del alma era una pura especulación sin soporte físico y que lo que piensa no es el alma, sino el cerebro alimentado por las vías que lo conectan con el mundo externo, los sentidos.
En una palabra, les habrían podido decir los científicos, no existe alma sólo cuerpo. Todo, nada menos que todo, es cuerpo. Y en cuanto al “más allá”, qué decir, sólo sabemos que todo lo que existe es energía cuantificable en multiplicidad de formas.
Lo que sabemos es que no existe un espacio inmaterial ocupado por un espíritu absoluto. Si el espíritu no es energía no puede existir y si es energía ya no es espíritu es materia y como tal está sometido a las leyes de la física. Por tanto, es temporal.
Bueno, pues algo tan elemental como la invención del alma por mentes precientíficas ha tenido como resultado la organización intelectual de grandes sistemas filosóficos y de las religiones, todas las cuales dependen de la afirmación de que existe un espíritu, sin especificar el lugar. Y el desprecio del cuerpo como algo que sólo sirve para transportar el alma.
El sistema hegeliano se desploma por su propio peso cuando un niño descubre que no existe espíritu absoluto y lo mismo debería ocurrir con las religiones, cuya existencia sigue pareciéndonos lo más normal del mundo.
¿Tan normal como creer que la Tierra es el centro del Universo, según han sostenido graves pensadores religiosos? Pues para cualquier mente precientífica creer en esto es tan elemental como que tenemos alma. Afirmar la existencia del alma es tan grave e irresponsable porque desplaza al cuerpo, al individuo, a un lugar peyorativo, como el amo desprecia al esclavo.
Y eso a pesar de ser el cuerpo el que nos proporciona la información necesaria para pensar, el placer imprescindible para ser felices, pues no hay placer sin sexo, ni sexo sin cuerpo, ni inteligencia sin sentidos; a pesar de que no hay otra forma de pensar, disfrutar o sufrir que no sea con el gusto, el olfato, la vista, el oído y el tacto, las religiones desprecian el cuerpo.
Tanto lo desprecian que prefieren que sufra hasta la muerte por descomposición natural antes de buscar una solución menos cruel y dolorosa. Aunque este desprecio nos revela, en términos ideológicos, la pretensión totalitaria de la religión por negar al individuo su derecho a disponer de sí mismo, y en términos psicológicos significa estar a favor del sufrimiento: el cuerpo debe sufrir prolongadamente hasta la muerte natural, pues, a fin de cuentas, el sufrimiento que padece el cuerpo dignifica al alma. Curioso razonamiento sadomasoquista.
Cuando leemos en las encíclicas papales que la función del matrimonio no es otra que la de parir, la mujer y con dolor, no sólo se desprecia el sexo, se desprecia el cuerpo. Pero ¿por qué ese desprecio hacia lo único que realmente podemos decir que somos nosotros y no un fantasma? El sexo como la carne, el cuerpo, todo lo relacionado con el placer pertenece a los “bajos instintos”, afirman los teólogos en sus graves concilios.
Claro que, cuando se observa el cuerpo se da uno cuenta de algo que normalmente no percibimos, que el cuerpo es uno, indivisible y diferenciado: tiene existencia en sí mismo y se relaciona con los demás por conveniencia y sentido de la supervivencia, estableciendo una relación entre iguales, cuando la sociedad es democrática.
Los cuerpos pueden amontonarse en cualquier forma, pero no hay manera de crear un cuerpo físico con todos los cuerpos que hay en la Tierra. Se podrían militarizar todos los cuerpos y colocar en fila, pero permanecerían diferenciados, y muchos, aunque en la clandestinidad, pensarían por sí mismos. La afirmación de la individualidad del cuerpo es el fundamento de la individualización del sujeto de derechos.
No pueden los derechos aplicarse a un colectivo, se aplican a individuos concretos, que sólo son identificables porque tienen un cuerpo concreto, tan concreto como las huellas dactilares. Si despreciamos el cuerpo, lo relegamos a una categoría inferior, lo hacemos esclavo del alma, destruimos el soporte orgánico del individuo, el único que nos identifica con nosotros mismos al permitirnos tener curriculum, comportamiento psicológico y capacidad intelectual.
Pero, como los individuos no pueden ser reducidos al Todo, las religiones y sus representantes: los idealistas, tratan de destruir el cuerpo mediante el desprecio, la minusvaloración, la humillación, al mismo tiempo que se inventan el alma, el espíritu, una abstracción inmaterial como el pensamiento, porque, piensan que, de esa manera los espíritus particulares sí pueden integrarse en un espíritu absoluto y totalitario.
De manera que no hay nada más peligroso para los derechos individuales que sólo se soportan sobre cuerpos diferenciados e identificables, que el pensamiento idealista, en cualesquiera de sus manifestaciones, pues con éste se pretende suprimir el individuo. De todo lo cual, podemos deducir que el descubrimiento del cuerpo es el origen de la modernidad, ya lo había demostrado la Grecia clásica e intentó seguir el camino el Renacimiento.
Pero la religión no es solamente un cuerpo mitológico, es, también, un conjunto de valores con los que se construye una ética para mantener a los explotados en una situación de dócil aceptación del orden establecido en beneficio de los dominadores, posponiendo para después de la muerte la realización de la justicia.
Es, por tanto, una religión al servicio del Poder. Son valores elaborados en sociedades predemocráticas, precientíficas y preindustriales, en las que la mujer era un cero a la izquierda, el Estado de bienestar inexistente y el individuo sólo tenía realidad social y política en cuanto que miembro de algo o propiedad de alguien: de la familia, de la tribu, del gremio, de la iglesia, del Estado… Valores que, como los mitos, se toman de las filosofías de la antigüedad.
Especialmente estoicismo y epicureismo que entre los cristianos darán lugar al ascetismo. Este es el que inspira la ética cristiana, especialmente en su rama católica, caracterizado por la exaltación de la mortificación del cuerpo como medio de purificación del alma, basado en la represión de los instintos y necesidades corporales, en el desprecio del cuerpo y en su mortificación a base de todo tipo de torturas, humillaciones y dolores. No hay nada más ilustrativo que el martirologio católico para encontrar aquí las claves de sus valores: sufrimiento, martirio, virginidad. Entre todos ellos destaca la castidad por cuanto está considerada por la jerarquía católica como el estado de perfección humano.
Dicho al revés, las relaciones sexuales están prohibidas cuando se realizan por puro placer, su única y excluyente función es la de producir o reproducir la especie. Especialmente si esta función sirve a la multiplicación de los creyentes. En definitiva, todos los valores católicos se basan en la negación y persecución del Principio del Placer.
Algo que es coherente con la función divina de la Iglesia Católica que no persigue ni propone la felicidad humana; para qué, se preguntan los papas, si la vida humana es una transición temporal hacia la otra vida. Como afirma León XIII en la Rerum Novarum:
“En verdad que no podemos comprender y estimar las cosas temporales, si el alma no se fija plenamente en la otra vida, que es inmortal; quitada la cual, desaparecería inmediatamente toda idea de bien moral, y aun toda la creación se convertiría en un misterio inexplicable para el hombre. Así, pues, lo que conocemos aun por la misma naturaleza es en el cristianismo un dogma, sobre el cual, como sobre su fundamento principal, reposa todo el edificio de la religión, es a saber: que la verdadera vida del hombre comienza con la salida de este mundo. Porque Dios no nos ha creado para estos bienes frágiles y caducos, sino para los eternos y celestiales; y la tierra nos la dio como lugar de destierro, no como patria definitiva. Carecer de riquezas y de todos los bienes, o abundar en ellos, nada importa para la eterna felicidad; lo que importa es el uso que de ellos se haga. Jesucristo – mediante su copiosa redención- no suprimió en modo alguno las diversas tribulaciones de que esta vida se halla entretejida, sino que las convirtió en excitaciones para la virtud y en materia de mérito, y ello de tal suerte que ningún mortal puede alcanzar los premios eternos, si no camina por las huellas sangrientas del mismo Jesucristo: Si constantemente sufrimos, también reinaremos con El”
Y ratifica Pío XI, en la encíclica Quadragesimo Anno,, con las siguientes palabras:
“14. Antes de ponernos a explanar estas cosas, establezcamos como principio, ya antes espléndidamente probado por León XIII, el derecho y deber que Nos incumbe de juzgar con autoridad suprema estas cuestiones sociales y económicas[26]. Es cierto que a la Iglesia no se le encomendó el oficio de encaminar a los hombres hacia una felicidad solamente caduca y temporal, sino a la eterna.
(…) Como primer principio, pues, debe establecerse que hay que respetar la condición propia de la humanidad, es decir, que es imposible el quitar, en la sociedad civil, toda desigualdad. Lo andan intentando, es verdad, los socialistas; pero toda tentativa contra la misma naturaleza de las cosas resultará inútil. En la naturaleza de los hombres existe la mayor variedad: no todos poseen el mismo ingenio, ni la misma actividad, salud o fuerza: y de diferencias tan inevitables síguense necesariamente las diferencias de las condiciones sociales, sobre todo en la fortuna. – Y ello es en beneficio así de los particulares como de la misma sociedad;
(…). Y, por lo tanto, el sufrir y el padecer es herencia humana; pues de ningún modo podrán los hombres lograr, cualesquiera que sean sus experiencias e intentos, el que desaparezcan del mundo tales sufrimientos. Quienes dicen que lo pueden hacer, quienes a las clases pobres prometen una vida libre de todo sufrimiento y molestias, y llena de descanso y perpetuas alegrías, engañan miserablemente al pueblo arrastrándolo a males mayores aún que los presentes. Lo mejor es enfrentarse con las cosas humanas tal como son; y al mismo tiempo buscar en otra parte, según dijimos, el remedio de los males.” No debe extrañarnos, pues, que la cruz, el símbolo por excelencia del sufrimiento, de la humillación del cuerpo, de la ausencia de felicidad, sea el símbolo de la cristiandad.
La función social de la Iglesia Católica no se agota en la persecución del placer, en la anulación de la personalidad y en el sometimiento de los individuos al Poder, tiene otra: la de legitimar los poderes políticos no democráticos. En el mundo antiguo, bien fuera en las ciudades democráticas griegas o en la República romana, eran las asambleas de los ciudadanos las depositarias de la soberanía, el poder, y los magistrados lo eran por decisión de éstas. De manera que el Poder tenía su fuente de legitimidad en las asambleas ciudadanas.
El Imperio romano se inicia cuando Augusto, después de varios fallidos intentos de otros cónsules, entre ellos César, vacía de contenido las instituciones republicanas al concentrar en su persona todos los poderes y perpetuarse como magistrado, primer gesto inconstitucional, pues los magistrados lo eran por elección y con una duración anual. Pero, si el Emperador no lo es por decisión de las asambleas ciudadanas, de dónde procede la legitimidad de su Poder. Para llenar este vacío legal, los emperadores empezaron a vincular su estirpe con los dioses, de los que hicieron derivar su legitimidad.
Las consecuencias de la búsqueda de esta legitimidad fueron tres: la primera, desposeer al pueblo de su condición de ciudadanos transformándolos en súbditos, para, de esa manera, justificar que el Poder procede de dios y no de los ciudadanos. De esto se encarga Diocleciano mediante el decreto de “utilitas publica”; en segundo lugar, es necesario identificar al emperador con la estirpe divina, única fuente de legitimidad del Poder. De ello también se encarga Diocleciano al proclamarse “señor y dios”.
El es su propia legitimidad, por lo tanto, el Poder se justifica en sí mismo. Pero, si el Emperador es dios, fuente legítima de su Poder, y en el mundo romano existen multiplicidad de dioses que han coexistido sin problemas, podía ocurrir que alguna ciudad o territorio, amparado en sus propios dioses le disputasen al Emperador el Poder, pues, si la legitimidad del poder tiene un origen divino, cualquier divinidad no imperial podría disputarle ese Poder con la misma legitimidad. Sin embargo, a diferencia de otros imperios antiguos, como el egipcio y el persa, el Imperio romano, por sus orígenes republicanos, carecía de un dios imperial.
Es aquí cuando el cristianismo hace acto de aparición en la Historia. Hasta el siglo IV era una religión difundida e irrelevante, pero era una religión que nace con vocación imperialista por cuanto niega el derecho a existir de los demás dioses que inundaban las ciudades e imponerse como única verdadera en todo los territorios imperiales. A los emperadores les venía como anillo al dedo, porque los legitima y porque difunde una doctrina de sometimiento social al servicio del orden establecido.
El resultado de esta evolución sería la elaboración de la teoría de “las dos espadas”, ratificada en el siglo XIII, en la Bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII , en los siguientes términos:
"Ambas, la espada espiritual y la espada material, están en poder de la Iglesia. Pero la segunda es usada para la Iglesia, la primera por ella; la primera por el sacerdote, la última por los reyes y los capitanes, pero según la voluntad y con el permiso del sacerdote.
Por consiguiente, una espada debe estar sometida a la otra, y la autoridad temporal sujeta a la espiritual… Si, por consiguiente, el poder terrenal yerra, será juzgado por el poder espiritual… Pero si el poder espiritual yerra, puede ser juzgado solo por Dios, no por el hombre… Pues esta autoridad, aunque concedida a un hombre y ejercida por un hombre, no es humana, sino más bien divina… Además, declaramos, afirmamos, definimos y pronunciamos que es absolutamente necesario para la salvación que toda criatura humana esté sujeta al Pontífice romano ".
Pretensión que será mantenida por todos los papas posteriores, como León XIII en la encíclica “Quod Apostolici Muneris” y en la “Rerum Novarum”. De esta manera, los papas se atribuyen la función política de legitimar el Poder político no democrático, al que queda vinculada como protectora y protegida. Pero las revoluciones liberales, empezando por la norteamericana y la francesa, afirmaron todo lo que negaba , y niega, la doctrina católica.
Primero, que los poderes tienen que estar separados; segundo, que los gobernantes son elegidos por los ciudadanos; tercero, que las leyes las elaboran y apruebas los representantes elegidos por los ciudadanos, reunidos en el Parlamento y que los ciudadanos sólo quedan sometidos al cumplimiento de estas leyes; finalmente, afirman que el individuo es el fundamento de la sociedad, no la familia, ni el gremio, ni la comunidad, ni la tribu, ni el Estado, porque tanto el origen del poder, como la elección de quienes gobiernan, como de quienes legislan, procede de cada uno de los individuos, llamados ciudadanos.
Únicos soberanos. Y es el individuo el poder soberano, el fundamento y único legitimador del Poder, porque el individuo es el único sujeto de derechos individuales. Tiene derecho a la vida, a la libertad de pensamiento, a elegir y ser elegido, a ser feliz en la vida, sin tener que posponer su felicidad hasta la muerte.
La Revolución francesa, concreción política del pensamiento de los Ilustrados y ,en algún aspecto, de Rousseau, al afirmar el derecho de los hombres a comer del árbol prohibido del bien y del mal, reta a dios y a la religión. De ahí que la Iglesia Católica reaccionará brutalmente contra todos estos derechos individuales y mantendrá esa reacción, coherentemente, como he dicho, hasta el día de hoy.
Y es coherente porque la Revolución francesa, y a partir de ahí todas las revoluciones democráticas y, en menor medida las que no siendo democráticas no reconozcan la autoridad moral católica, privan a la Iglesia Católica de sus funciones: la de ser el fundamento legitimador del Poder, porque, en las democracias la soberanía no procede de dios, sino de los ciudadanos y la de ser la autoridad moral y ética porque es el hombre el que decide qué le conviene y qué no le conviene.
La Iglesia Católica queda vacía de contenidos, inútil, inservible ante la democracia y sus valores. Por eso no debe extrañarnos que su reacción fuera brutal y que no dejara de buscar formas de gobierno no democráticas en las que apoyarse y que se apoyaran en ella para legitimar su Poder, cosa que sólo podría ocurrir con los regímenes no democráticos.
Arrancando de la Revolución francesa y durante todo el siglo XIX, los papas niegan las grandes conquistas revolucionarias: la separación de poderes y los derechos individuales. Nunca admitirán que la soberanía reside en los ciudadanos y, por lo tanto, nunca aceptarán ni el sufragio universal ni que sean los parlamentos quienes legislen, porque el Poder viene de Dios, sumo legislador. Primero fue Pío VI quien, en su arremetida contra la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano” afirmará en tono de lamento:
“A pesar de los principios generalmente reconocidos por la Iglesia, la Asamblea Nacional se ha atribuido el poder espiritual, habiendo hecho tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina. Pero esta conducta no asombrará a quienes observen que el efecto obligado de la constitución decretada por la Asamblea es el de destruir la religión católica y con ella, la obediencia debida a los reyes.
Es desde este punto de vista que se establece, como un derecho del hombre en la sociedad, esa libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas. sino también la licencia de pensar, decir, escribir, y aun hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres. Pero, ¿es que podría haber algo más insensato que establecer entre los hombres esa igualdad y esa libertad desenfrenadas que parecen ahogar la razón, que es el don más precioso que la naturaleza haya dado al hombre, y el único que lo distingue de los animales?”
Luego será Pío IX, quien en su condena de los derechos individuales afirmará:
4. …se atreven a proclamar que "la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho .”
Finalizando el siglo, León XIII arremete sin contemplaciones contra el Estado democrático al afirmar: “Sin duda ninguna si se compara esta clase de Estado moderno de que hablamos con otro Estado, ya real, ya imaginario, donde se persiga tiránica y desvergonzadamente el nombre cristiano, aquél podrá parecer más tolerable. Pero los principios en que se fundan son, como antes dijimos, tales, que nadie los puede aprobar ”.
Y llega más lejos, al proponer, en la misma encíclica, a los católicos que, bajo la dirección del Pontífice, conquisten el Poder en las sociedades liberales, en los siguientes términos: “No es, por tanto, la sociedad civil, sino la Iglesia, la que ha de guiar los hombres a la patria celestial; a la Iglesia ha dado Dios el oficio y deber de definir y juzgar en materias de religión; el enseñar a todas las gentes y ensanchar cuanto pudiere el imperio del nombre de Cristo; en una palabra, el de gobernar, libremente o sin trabas y según su propio criterio, la cristiandad entera ”.
Pero ¿por qué debían las derechas conquistar el Poder de los Estados liberales? El mismo papa nos da la respuesta: porque, “ preciso es que las muchedumbres sean contenidas en su deber, porque si la justicia les permite por los debidos medios mejorar su suerte, ni la justicia ni el bien público permiten que nadie dañe a su prójimo en aquello que es suyo y que, bajo el color de una pretendida igualdad de todos, se ataque a la fortuna ajena. Verdad es que la mayor parte de los obreros querría mejorar su condición mediante honrado trabajo y sin hacer daño a nadie; pero también hay no pocos, imbuidos en doctrinas falsas y afanosos de novedades, que por todos medios tratan de excitar tumultos y empujar a los demás hacia la violencia. Intervenga, pues, la autoridad pública: y, puesto freno a los agitadores, defienda a los obreros buenos de todo peligro de seducción; y a los dueños legítimos, del de ser robados ”.
Esta era la teoría, que veremos desarrollada en el texto. La aplicación práctica se les presentó a los papas a raíz de la conquista del poder por el fascismo italiano, a cuyo éxito contribuyó el muy católico Partido Popular especialmente cuando el fascismo era sumamente débil . El 6 de agosto de 1926, Barone —emisario de Mussolini— se entrevistó con el doctor Pacelli —laico adscripto a la Santa Sede, y hermano del futuro Papa Pío XII— haciéndole saber el interés de Mussolini por reabrir la "cuestión romana". De estas conversaciones salió el acuerdo entre el Estado fascista y la Iglesia Católica, contenido en los “Pactos lateranenses”, del 11 de febrero de 1929.
Dos días después de la firma, durante las celebraciones del medio siglo de su ordenamiento sacerdotal, Pío XI declaró refiriéndose a Mussolini: "Nosotros también hemos sido muy favorecidos: se necesitaba un hombre como el que la Divina Providencia puso en nuestro camino". La "Santa Sede" consiguió que la reconocieran como un Estado soberano, se beneficio de la exención impositiva de sus bienes como en beneficio de sus ciudadanos, tampoco tenían que pagar derechos arancelarios por lo que importaran del extranjero. Se le concedió la inmunidad diplomática y sus diplomáticos empezaron a gozar de los privilegios de la profesión, al igual que los diplomáticos extranjeros acreditados ante la Santa Sede.
Años después, siendo el papa Pío XII agradeció al Estado fascista este acuerdo con las siguientes palabras:
“Pero de manera particular Nos deseamos mostrar aquí nuestro agradecimiento a los soberanos, a los jefes de Estado y a las autoridades públicas que, en nombre de sus respectivas naciones, con las cuales la Santa Sede se halla en amigables relaciones, han querido ofrecernos en aquella ocasión el homenaje de su reverencia. En este número y con ocasión de esta primera encíclica, dirigida a todos los pueblos del universo, con particular alegría nos es permitido incluir a Italia; Italia, que, como fecundo jardín de la fe católica, plantada por el Príncipe de los Apóstoles, después de los providenciales pactos lateranenses, ocupa un puesto de honor entre aquellos Estados que oficialmente se hallan representados cerca del Romano Pontífice. De estos pactos volvió a lucir como una aurora feliz la «paz de Cristo devuelta a Italia», anunciando una tranquila y fraterna unión de espíritus tanto en la vida religiosa como en los asuntos civiles; paz que, aportando siempre tiempos serenos, como pedimos al Señor, penetre, consuele, dilate y corrobore profundamente el alma del pueblo italiano, tan cercano a Nos y que goza del mismo ambiente de vida que Nos. Con ruegos suplicantes deseamos de todo corazón que este pueblo, tan querido a nuestros predecesores y a Nos, fiel a sus gloriosas tradiciones católicas y asegurado por el divino auxilio, experimente cada día más la divina verdad de las palabras del salmista: Bienaventurado el pueblo que tiene al Señor por su Dios 15 .
13. Este nuevo y deseado orden jurídico y espiritual que para Italia y para todo el orbe católico creó y selló aquel hecho, digno de memoria indeleble para toda la historia, jamás nos pareció demostrar una tan grandiosa unión de espíritus como cuando desde la alta loggia de la Basílica Vaticana abrimos y levantamos por primera vez nuestros brazos y nuestra mano para bendecir a Roma, sede del Papado y nuestra amadísima ciudad natal; a Italia, reconciliada con la Iglesia católica, y a los pueblos del mundo entero ”
Dos años después de la firma de este tratado, Pío XI, ratificaba la posición política de León XIII con la encíclica, ya citada, «QUADRAGESIMO ANNO», sobre la restauración del orden social en plena conformidad con la ley evangélica. Dos años después, en 1933, mientras liberales, socialistas, comunistas, homosexuales, judíos… eran perseguidos y asesinados sin contemplaciones, Hitler y Pío XI firmaban un concordato. De parte de la Santa Sede, el acuerdo se habría convertido en un instrumento, en manos del papado, para imponer al clero alemán el Código de Derecho Canónico promulgado en 1917.
En consonancia con la función que la Iglesia Católica se daba así misma de legitimadora de los poderes no democráticos, Goldhagen afirma que con el Concordato “se legitimaba realmente la toma del poder por parte de Hitler y su destrucción de la democracia, que Pacelli y Pío XI acogieron favorablemente”, acusa al Concordato –y por ende al Papado– de haber apoyado al dictador en los años treinta “momento en el que Hitler era débil y sin duda la Iglesia no corría peligro alguno”, y acusa al Secretario de Estado de haber urdido “la legitimación de la dictadura nazi mediante un acuerdo, el concordato antes mencionado, por el que la Iglesia alemana se sometía a los líderes nacional socialistas de su país”; acusa al pacto de conceder “al régimen el derecho a dedicarse, sin la crítica o la oposición de la Iglesia, a sus objetivos políticos, entre ellos un programa, abiertamente militarista, imperialista y racista.
Pacelli habría aceptado incluso que se incorporara al concordato una ‘disposición adicional secreta’, con la que de hecho prestaba el consentimiento de la Iglesia al rearme alemán, que seguía prohibido por el Tratado de Versalles”, con el Concordato, la Iglesia católica “conseguía una reconocida esfera de inmunidad religiosa y cultural en Alemania, donde sus publicaciones estaban sufriendo presiones del régimen”; con tono intempestivo, el autor afirma que “los católicos tenían que saber tan bien como cualquiera que no se hacen pactos con el diablo (en este caso, Hitler era el ser humano más parecido a él que había en el mundo).
Pero eso fue precisamente lo que hizo la Iglesia con un concordato que, a pesar del gigantesco asesinato en masa perpetrado por los alemanes, esa misma Iglesia, Pío XII y la nación alemana junto a su clero, ‘respetaron’ a lo largo de la guerra”; para rematar sus acusaciones, agrega Goldhagen que “Su concordato –el de Pacelli– otorgó una pronta legitimidad política al régimen nazi dirigido por Hitler”.
En Austria, el católico Dollfuss intentó crear un Estado corporativo. En Portugal, otro católico, el dictador Salazar, impuso una Constitución corporativa en 1933. En Francia, tras la invasión alemana, se impuso una dictadura católica colaboracionista, la de Vichy. Antes, en España, Gil Robles, intérprete literal de la Rerum Novarum, declaró que: “El corporativismo es una forma de democracia distinta a la predominante en nuestros días, que es la democracia liberal o inorgánica. Los sistemas demoliberales parten de la idea de que el individuo es un ser aislado, con tendencia a convivir, que libremente pacta con otros hombres y crea una sociedad concreta. El sujeto de la política es, pues, el individuo que ha sustituido a su comunidad.
En consecuencia, no hay más técnica de representación popular que el sufragio universal inorgánico en el que cada individuo tiene un solo voto igual. Por el contrario, la democracia orgánica o corporativismo defiende que el individuo no es un ser aislado sino que está integrado en los órganos de la sociedad.
Este tipo de democracia admite una pluralidad de cuerpos sociales intermedios tanto territoriales (municipio, comarca, región, nación, etc.) como institucionales (iglesias, administración, ejército, etc.) o profesionales (agricultura, industria, servicios, etc.). La diferencia entre estos dos tipos de democracia es obvia. En la democracia inorgánica o liberal, los individuos ejercen sus derechos a través de los partidos políticos, que no reconocen capacidad política representativa a los demás cuerpos sociales.
Es más, es fácil que degeneren en partitocracia y que no defiendan los derechos de los ciudadanos sino los intereses de los partidos. Representan, en primer lugar, a la oligarquía del partido, y en segundo lugar, los intereses de su ideología, imagen, programa, etc. En cambio, un diputado orgánico, de un municipio o de un sindicato, representa unos intereses localizados y concretos.
Además, no están sometidos a la férrea disciplina de un partido político y no corren el riesgo de que unas elecciones inorgánicas provoquen una revancha revisionista de los partidos opuestos, aún a pesar del interés general de la nación” .
Durante la campaña electoral de octubre de 1933, en un mitin en el teatro Monumental de Madrid, recordaba cómo sin necesidad de salir de la legalidad había sido vencida la coalición gobernante y propugnaba el mismo camino para reconquistar las posiciones perdidas. “Queremos una patria totalitaria y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera en busca de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición”. Proclamaba la realidad de la unión de las derechas.
¿Para qué? “Para formar el gran frente antimarxista, porque la necesidad del momento es la derrota del socialismo”, finalidad a conseguir a toda costa. “Si hay que ceder se cede”. Y añadía: “No queremos el poder conseguido por contubernios y colaboraciones. El poder ha de ser íntegro para nosotros. Para la realización de nuestro ideal no nos detendremos en formas arcaicas. Cuando llegue el momento, el Parlamento se somete o desaparece. La democracia será un medio, pero no un fin. Vamos a liquidar la revolución .
El 17 de julio de 1936, un sector del ejército español encabezado, entre otros por Mola y Franco, se sublevó contra la República. Poco después, pasado el tiempo prudencial para que la jerarquía católica española estuviera segura de que la insurrección militar contra el Gobierno republicano se había consolidado, se adhirió a la insurrección militar. El primer pronunciamiento lo hizo el 23 de Noviembre de 1936, el cardenal arzobispo de Toledo, Gomá, en un declaración sobre la Guerra Civil española en la que, entre otras cosas, afirmaba:
“Esta cruentísima guerra es, en el fondo, una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y del hecho social contra otro, de una civilización contra otra. Es la guerra que sostiene el espíritu cristiano y español contra este otro espíritu, si espíritu puede llamarse, que quisiera fundir todo lo humano, desde las cumbres del pensamiento a la pequeñez del vivir cotidiano, en el molde del materialismo marxista. De una parte, combatientes de toda ideología que represente, parcial o integralmente, la vieja tradición e historia de España; de otra, un informe conglomerado de combatientes cuyo empeño principal es, más que vencer al enemigo, o, si se quiere, por el triunfo sobre el enemigo, destruir todos los valores de nuestra vieja civilización”.
Más tarde, una vez que había triunfado el alzamiento, el 1 de julio de 1937, el episcopado español publicaba una carta colectiva en la que se pronunciaba a favor el golpe militar, en los siguientes términos:
.
“Este documento no será la demostración de una tesis, sino una simple exposición, a grandes líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y la dan su fisonomía histórica. La guerra de España es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico…
3.-Nuestra posición ante la guerra
…Pero la paz es la «tranquilidad del orden, divino, nacional, social e individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que es debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar de su amor el servicio fraternal de todos».Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia – sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo- que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la Humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la Fe.” Coincidiendo con estos acontecimientos, la legitimación del franquismo por la Iglesia, el 14 de marzo de 1937, Pío XI publica la encíclica “Mit brennender Sorge” sobre la situación de los católicos en Alemania. Pues esto es lo que preocupaba al papa y no la suerte de los liberales, socialistas, comunistas, judíos, homosexuales…sobre los que no dice nada. Ni sobre el régimen nazi, que no condena. Al papa sólo le preocupaba la existencia de la iglesia, el aparato burocrático clerical en Alemania y la autoridad espiritual del papa, a quien se deben los católicos y no al Estado alemán. En una palabra, es un problema de autoridad. En ningún caso invoca la rebelión contra el nazismo, sino que dice, en la citada encíclica:
"24. La cruz de Cristo, por más que su solo nombre haya llegado a ser para muchos locura y escándalo, sigue siendo para el cristiano la señal sacrosanta de la redención, la bandera de la grandeza y de la fuerza moral.
25. La humildad en el espíritu del Evangelio y la impetración del auxilio divino se compaginan bien con la propia dignidad, con la seguridad de sí mismo y con el heroísmo. La Iglesia de Cristo, que en todos los tiempos, hasta en los más cercanos a nosotros, cuenta más confesores y heroicos mártires que cualquier otra sociedad moral, no necesita, ciertamente, recibir de algunos "campos" enseñanzas sobre el heroísmo de los sentimientos y de los actos”.
Hay que preguntarse ¿qué habría ocurrido si todos los pueblos hubieran seguido las recomendaciones del papa de someterse a la autoridad nazi? No resulta difícil encontrar la respuesta: hoy día todos seríamos nazis. Pero, afortunadamente, los anglosajones resintieron al nazismo y luego, cuando Rusia fue atacada, también se unió a ellos. El fin del nazismo y de los totalitarismos tuvo como consecuencia el triunfo de la democracia y la difusión del comunismo; pero quedaron dictaduras de ideología totalitaria y se crearon otras durante el largo período de la posguerra.
Exceptuando las comunistas, las dictaduras militares fueron católicas, no sólo porque fueran católicos sus dictadores, sino porque como única fuente de legitimación de su poder tuvieron a la Iglesia Católica. Recordemos, una vez mas la leyenda franquista: “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Porque, derrotados el nazismo y fascismo, en Europa quedaba un Dictador que se soportó sobre dos pilares: el Ejército y la Iglesia católica. Una Dictadura que materializó la “Rerum Novarum” en “El Fuero del Trabajo”, aprobado en marzo de 1938, documento que comienza en los siguientes términos:
“Renovando la tradición católica de justicia social y alto sentido humano que informó nuestra legislación del Imperio, el Estado Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria y sindicalista, en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar – con aire militar, constructivo y gravemente religioso, la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles, de una vez para siempre, la Patria, el Pan y la Justicia ”. En 1967 fue modificado este texto original por otro que se limitaba a decir: “Renovando la tradición católica de justicia social y alto sentido humano que informó la legislación de nuestro glorioso pasado, el Estado asume la tarea de garantizar a los españoles la Patria, el Pan y la Justicia”.
Al menos, muerto Franco, el clero supo agradecerle todo lo que hizo por la Iglesia Católica, según podemos leer en la declaración del cardenal Tarancón, del 15 de diciembre de 1975, no hacía un mes que había muerto Franco, al inaugurar la XXIII Asamblea Plenaria del Episcopado, se refirió con estas agradecidas palabras:
“Una figura auténticamente excepcional (Franco) ha llenado casi plenamente una etapa larga – de casi cuarenta años – en nuestra Patria. Etapa iniciada y condicionada por un hecho histórico trascendental – la guerra o cruzada de 1936 – y por una toma de postura clara y explícita de la jerarquía eclesiástica española con documentos de diverso rango, entre los que sobresale la Carta Colectiva del año 1937. Yo era sacerdote cuando se implantó la República en España. Y había recorrido casi todas las diócesis españolas como propagandista de Acción Católica… Y quiero decir ahora que, prescindiendo del estilo personal de aquella Carta Colectiva, que descubría fácilmente a su autor (se refiere al cardenal Gomá) , el contenido de la misma no podía ser otro en aquellas circunstancias históricas. La jerarquía eclesiástica española no puso artificialmente el nombre de Cruzada a la llamada guerra de liberación: fue el pueblo católico de entonces, que ya desde los primeros días de la República se había enfrentado con el Gobierno, el que precisamente por razones religiosas unió Fe y Patria en aquellos momentos decisivos. España no podía dejar de ser católica sin dejar de ser España.”
“Pero esta consigna que tuvo aires de grito guerrero y sirvió indudablemente para defender valores sustanciales y permanentes de España y del pueblo católico, no sirve para expresar hoy las nuevas relaciones entre la Iglesia y el mundo, entre la religión y la Patria, ni entre la fe y la política. ”
La Iglesia Católica sólo puede encontrarse acomodada en regímenes no democráticos, siempre que éstos le concedan algún protagonismo, no importa que sea la Cuba castrista o la dictadura de Pinochet. La cuestión, como en sus orígenes y cismas, sigue siendo la misma: la supervivencia de la burocracia clerical, objetivo al que se reducen todos los misterios. Nunca se ha pronunciado a favor de la democracia ni ha defendido, todavía, en ninguna encíclica los derechos individuales, identificando cada uno de éstos. Antes al contrario, sigue siendo beligerante contra la modernidad. Ya sabemos que ésta representa los valores de las revoluciones liberales y del progreso, como el mismo Ortega y Gasset, bajo el claro influjo de la “Rerum Novarum”, escribió en 1922:
“Todo anuncia que la llamada “Edad moderna” toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por doquiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana, por lo menos, sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán necesarias dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaban el triunfo…
En efecto, racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, de Alemania. No lo han sido, en cambio, de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado de ellos todo cuanto podían dar ”.
Se estaba refiriendo Ortega a la oleada de filósofos antidemocráticos, incluidos los papas, que, como hemos visto, se pronunciaron exactamente en los mismos términos que Ortega, sólo que aquéllos lo hicieron antes, desde el triunfo de la Revolución francesa. Pero, la cuestión es que no termina aquí la historia. La Iglesia Católica, desde la cabeza, el papa con sus encíclicas, hasta el último escribano, no dejan de pronunciarse contra la modernidad a la que retan desde la postmodernidad, enarbolando los valores antidemocráticos que la justifican como servidora de los poderes represivos. Sirvan de ejemplo de lo que digo las encíclicas papales y las explicaciones de alguno de sus escribanos. Ya en el siglo XIX, el papa Pío X publicó la encíclica “Sacrorum Antistitum” en la que proponía “algunas normas para rechazar el peligro del modernismo”. Hoy día podemos seguir escuchando las mismas campanas. Alejandro Llano en un artículo titulado “Audacia de la razón y obediencia de la fe ”, desarrollando la encíclica de Juan Pablo II, “Fides el ratio”, dice: “En primer lugar, se encuentra esa caída hacia el escepticismo nihilista que el final de los grandes sistemas de la razón ha traído consigo.”
Y sin embargo, este repicar es sólo un deseo, porque la verdad es que todos los acontecimientos históricos indican justamente lo contrario: la dictadura salazarista, la franquista, la filipina, la chilena, la argentina, la polaca, la checa, la alemana oriental, la húngara, la rumana, la búlgara, la turca, la rusa, la misma Rusia…, todas ellas o comunistas o católicas, han transitado, en los últimos veinticinco años, del totalitarismo y dictaduras militares católicas a los grandes sistemas de la razón: la democracia y los derechos individuales.¡ Cómo puede afirmarse que estos valores están agotados! cuando la esperanza de quienes viven bajo una dictadura no tiene otro referente que la modernidad.
¿Por qué ninguna encíclica ha salido en defensa de la democracia y los valores individuales? Tal vez la respuesta la encontremos en el catecismo Ripalda, citado en la Asamblea Nacional francesa, para resaltar los valores de la Dictadura franquista:
“ Un catecismo actualmente utilizado en toda España para la iniciación católica (El Nuevo Ripalda), es particularmente sintomático cuando se trata de saber lo que se quiere enseñar a los niños en lo que a las nociones de libertad concierne. Júzguese por estos extractos:
Pregunta: ¿Qué significa la libertad de prensa?
Respuesta: El derecho de imprimir y de publicar sin censura previa toda clase de opiniones, por absurdas y corruptas que sean.
Pregunta: ¿El Gobierno debe suprimir esta libertad por medio de la censura?
Respuesta: Evidentemente.
Pregunta: ¿Es pecado grave suscribirse a un periódico liberal?
Respuesta: Sí, porque es consagrar el dinero al mal, cifrar sus esperanzas en el desorden y dar a los demás un mal ejemplo.
Pregunta: ¿Hay otras libertades nefastas?
Respuesta: Sí, la libertad de enseñanza, la libertad de propaganda y la libertad de reunión.
Pregunta: ¿Por qué estas libertades son nefastas?
Respuesta: Por que permiten enseñar con error, propagar el vicio y conspirar contra la Iglesia. ”
Quisiera terminar esta introducción respondiendo a la siguiente pregunta: ¿Qué relación existe entre estos dos elementos: valores y poder, que hicieron de esta Iglesia la única oficial? Con la legitimación del Poder político la Iglesia se convertía en protectora y protegida del mismo Poder y acaba siendo una casta sacerdotal privilegiada que, como tal, forma parte de las clases privilegiadas, las que dominan el Poder.
Pero, además, esta Iglesia desarrolla un sistema de valores, una ética, una cultura que transforma a los ciudadanos en súbditos, gentes sin derechos ni voluntad, y justifica esta situación. Esto es, le dice a los oprimidos, a los explotados, a los trabajadores que su suerte es inevitable, necesaria y de origen divino, por lo que deben acatarla esperando que, tras la muerte, serán liberados de todos los sufrimientos.
La necesidad de que haya justicia no se plantea en la realidad social, se pospone para cuando todos estemos muertos. Una moral de resignación al servicio de los explotadores. Esa ha sido y sigue siendo la posición de la Iglesia Católica. Razón por la cual nunca se encontrará a gusto en los regímenes democráticos. De manera que, la religión no es otra cosa que un conglomerado de teorías metafísicas con las que se justifica un orden social injusto y un sistema de gobierno no democrático.
Pero la religión es una fenómeno irracional. Una religión que se presenta como portadora de una verdad revelada que entra en contradicción con el pensamiento científico y democrático. De ahí la necesidad del instrumento más perverso e irracional inventado por esta religión: la fe que se caracteriza por: prescindir de la ciencia y la democracia; por imponer las opiniones y valores de la alta jerarquía, por exigir la obediencia, imprescindible para aceptar estos valores y creencias. Por todo lo cual la fe es un instrumento de control psicológico para destruir la voluntad y personalidad individual.
Archivos relacionados