El autor de los libros “Islamismo: su significado para Medio Oriente y el mundo” y “Egipto en el borde” revisa, en la transición 2016-2017, el factor espiritual en la sociedad de hoy.
A punto de comenzar 2017, un antiquísimo debate sobre el papel de la religión en la sociedad ha pasado a primer plano. Se centra en hasta qué punto la religión debería ser determinante de la legitimidad política, de los marcos de referencia sociales y de las identidades personales.
El papel social de la religión es un problema conspicuo en Medio Oriente. Pero ahora también comenzó a causar tensiones en Europa, debido al ingreso de refugiados predominantemente musulmanes que buscan refugio en el continente y en EE. UU., donde la campaña del presidente electo Donald Trump atizó el temor al radicalismo islámico. El ascenso del islamismo militante en la década pasada llevó a muchos en Occidente a preguntarse si el Islam está inherentemente en conflicto con la diversidad (si necesariamente rechaza al otro) y es por tanto incompatible con la modernidad secular.
Este debate tiene profundas implicaciones para los musulmanes europeos y estadounidenses en particular. La mayoría de los observadores occidentales (y en particular los europeos) consideran que la separación de la iglesia y el estado (o de la mezquita y el estado) es crucial para asegurar que el papel de la religión en la sociedad sea saludable. Según esta visión, la religión es un marco filosófico y ético ajeno al ámbito público, una cuestión privada sujeta a la elección individual y separada de la reproducción del orden político, económico y social.
Pero esta perspectiva se formó en gran medida siguiendo la evolución del judaísmo y el cristianismo, en especial en ciertas partes de Occidente. En la mayoría del mundo islámico su atractivo es escaso y especialmente en las sociedades asiáticas, que tienen una idea completamente distinta del lugar de la religión en la vida de las personas.
En una sociedad cuyos miembros adhieren mayoritariamente a una fe en particular, el orden se establece mediante normas y regulaciones que para la mayoría son de origen divino, y con instituciones sociales veneradas y provistas de importantes recursos. Por ejemplo, la Universidad Al Azhar de El Cairo (una de las más antiguas del mundo, fundada varias décadas antes de Oxford) fue la principal sede de estudio para todo el mundo islámico sunnita durante más de 800 años.
En estas sociedades, los creyentes hallan en la religión el fundamento de su identidad y una fuente de consuelo en tiempos de temor, sufrimiento o incertidumbre. Por eso es tan importante en sociedades (como las de Medio Oriente) que han estado muchos años convulsionadas.
Pero la historia muestra muchas veces que cuando la religión está profundamente arraigada en una sociedad, los poderes políticos pueden manipular las instituciones religiosas al servicio de sus propios intereses y para acallar la oposición. Esto es un viejo problema en todo el mundo islámico, donde es raro que las autoridades religiosas asumieran el gobierno efectivo (a diferencia de buena parte de la historia occidental); más bien, actuaron como brazos del Estado a través de los cuales las élites políticas podían ejercer el poder.
Las estructuras sociales y políticas con base religiosa tienden a ser menos flexibles al cambio y a la innovación. El debate que tiene lugar en muchas partes de EE. UU. sobre la conveniencia de que las escuelas enseñen alguna versión del creacionismo junto con la teoría de la evolución demuestra hasta qué punto puede arraigarse la rigidez religiosa e ideológica, incluso en las sociedades más desarrolladas.
Los ejemplos son tan numerosos como para pensar que más allá del apoyo emocional que puede ofrecer la religión, su papel como fuente de identidad puede ser problemático para la sociedad. Muchas veces a lo largo de la historia, los creyentes de religiones monoteístas y asiáticas han excluido y demonizado a las minorías sociales, esquivando la pluralidad en aras de la conformidad. En particular, la historia de la Europa medieval y renacentista, y de partes del mundo islámico hoy, demuestra que la religión puede alentar posturas militantes y usarse para justificar restricciones a la libre expresión.
Estos problemas se agravan cuando comunidades con relaciones históricas conflictivas están obligadas a vivir juntas, como sucede en estados cuyas fronteras han sido impuestas por potencias extranjeras. Y empeoran todavía más en países cuya relación con la modernidad ha sido compleja y caracterizada por una polarización entre las opiniones de diversos grupos sociales respecto del papel de la religión en relación con las leyes, la política y las identidades, y respecto del alcance de lo sagrado. Estos desacuerdos pueden volverse explosivos cuando los miembros más jóvenes de una sociedad pasan a ser mayoría de la población y se enfrentan a problemas económicos y políticos graves que ellos no generaron.
No sorprende que todas estas dinámicas de conflicto convivan en muchas de las guerras que hoy azotan a Medio Oriente. La región parece estar pasando por una penosa catarsis, tras el derrumbe de estructuras institucionales que definieron el campo de la participación política durante siete décadas. Un conflicto largamente suprimido respecto de cuestiones fundamentales (como el papel de la religión en la sociedad) se está visibilizando, a menudo en forma violenta.
Conforme este proceso continúe en 2017 y después, es posible que se liberen más fuerzas destructivas que consumirán a la región por mucho tiempo. Si eso sucede, el atraso regional se profundizará, justo cuando otras partes del mundo alcanzan nuevas alturas en materia de ciencia y tecnología. Esta profunda divergencia hará que para las cada vez más numerosas generaciones jóvenes de Medio Oriente sea todavía más difícil sustraerse a la herencia paralizante que recibieron.
Pero no es el único futuro posible. Los jóvenes de Medio Oriente todavía pueden aprender de los logros y fracasos de sus sociedades en los dos últimos siglos. Pueden reflexionar sobre los primeros encuentros de los mundos árabe e islámico con la modernidad secular y sobre la experimentación política de Occidente con la religión en los últimos 400 años. Esa reflexión es la mejor esperanza de que finalmente sea posible encaminar la región hacia un futuro más prometedor. La alternativa es seguir pagando un alto precio por la religiosidad, sin obtener ninguno de sus beneficios potenciales.
Traducción: Esteban Flamini