Los obispos se aferran a la polémica asignatura de catolicismo en las escuelas, pese a su fracaso
El afán principal de los obispos ya no es bautizar a los no creyentes, sino convertir a los bautizados
No es verdad que el hecho de que la asignatura de catolicismo se imparta en las escuelas sea un mandato de la Constitución
Los obispos deberían preocuparse por el notorio analfabetismo religioso de los niños y jóvenes españoles pese a frecuentar sus clases de religión y moral católica en todos los centros escolares, incluidos los estatales. “Vienen estudiantes que preguntan ¿quién es aquel señor colgado de la cruz?”, confiesa, desolado, el prior del monasterio de Poblet, Lluc Torcal Sirera. “Más de la mitad de los jóvenes no saben quién es Jesucristo”, reconoce el prelado de San Sebastián, José Ignacio Munilla. La consecuencia es que el afán principal de los obispos ya no es bautizar a los no creyentes, sino convertir a los bautizados. La Iglesia católica sigue ocupando un lugar importante en la sociedad, pero ha perdido credibilidad religiosa, espiritual, moral y cultural. El laicismo ha arrebatado el papel normativo que el catolicismo desempeñó durante siglos. ¿Quién hace caso hoy a los obispos en materias de moral o relaciones de pareja? El número de personas que siguen creyendo en Dios es considerable, pero con una fe abstracta y meliflua. Acostumbrados a ser un poder fáctico, los eclesiásticos mantienen una endémica tendencia a la soberbia. Con ese ánimo se enfrentan al pacto educativo que empieza a labrarse en el Congreso de los Diputados.
El portavoz de la Conferencia Episcopal Española (CEE), el sacerdote Gil Tamayo, calificó el jueves pasado de “gloriosa” la actividad educativa de su Iglesia. Lo dijo al dar cuenta de los trabajos de la CEE, reunida hace unos días para ultimar un informe sobre La situación de la Enseñanza de la Religión en España en el proceso del Pacto Educativo. Sus impresiones, desde luego, no son gloriosas. Es verdad que son (y se creen) una potencia educativa, pero su tránsito por el sector es todo menos pacífico. No hay semana sin que los tribunales de Justicia tengan que poner orden por demandas sobre la asignatura confesional o contra despidos de profesores que los obispos deciden por causas tan extravagantes como casarse por lo civil, mostrar poca fe, irse de copas o vivir con alguien sin pasar por la vicaría. Las cuantiosas indemnizaciones que señalan los jueces no las pagan los prelados, sino la Administración educativa. El último caso es clamoroso. La Consejería de Educación de Madrid tiene que indemnizar con 90.000 euros a un profesor enviado al paro de mala manera por el arzobispado local alegando “falta de comunión”.
A tanto jaleo en los tribunales el portavoz Gil Tamayo lo califica de “patología judicial”. Es verdad que los obispos no siempre pierden los pleitos cuando algunas comunidades autónomas aplican a la baja la legislación sobre la asignatura confesional, o cuando muchos colegios se niegan a incluir clases de catolicismo en sus aulas. Pero tanto caos, a veces escandaloso, no favorece los intereses eclesiásticos ante las negociaciones a las que esperan ser llamados por quienes buscan en el Congreso un pacto educativo global.
Difícil pacto, vaya por delante. El PP y los obispos sostienen que el hecho de que la asignatura de catolicismo se imparta en las escuelas y tenga la misma categoría curricular que las matemáticas es un mandato de la Constitución. No es verdad. El manoseado artículo 27.3, que es el que citan con grave solemnidad, solo proclama lo obvio: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Ni más, ni menos. Nada dice la Constitución sobre que esa formación confesional deba impartirse en los centros escolares, en horario lectivo, con una asignatura alternativa seria a medias (para que los alumnos episcopales no tengan tentaciones de abandonar…), y con profesores elegidos por los prelados pero pagados por el Estado (unos 600 millones de euros por curso). El privilegio de empotrar la religión y moral católica en el currículo escolar lo obtienen los obispos de los Acuerdos firmados en Roma en 1976 y 1979 entre España y el Estado vaticano, claramente pre o inconstitucionales.
Mientras se mantenga lo concordado en Roma, no hay pacto educativo posible si la izquierda y el centro sostienen sus programas. Pongamos el ejemplo de la asignatura alternativa a la religión confesional, que los obispos también quieren imponer a capricho. Como se vio en el agrio combate contra la clase de Educación para la Ciudadanía que propuso el Gobierno Zapatero, y aún antes contra la alternativa del parchís (Aznar y el cardenal Rouco contra Felipe González), además de controlar sus clases confesionales como si fueran catequesis, los prelados se oponen a que en el mismo horario quienes no son sus alumnos se vayan a casa, tengan recreo o estudien cosas serias, como Ética. Tesis: Una alternativa seria “vulnera el principio de igualdad” de los catequizados ya que, mientras estos emplean su tiempo en instruirse en los dogmas católicos, quienes no lo hacen aprovecharían su tiempo en estudiar… temas distintos. Es decir, aprenderían más cosas que quienes asisten a clase de catolicismo.
Los obispos no podían consentir semejante discriminación, pero tampoco que la asignatura alternativa fuera tan fácil que les vaciase las aulas. Así que pleitearon para que quienes no estudian religión no puedan emplear su tiempo en estudiar cosas serias, pero tampoco irse de recreo o a jugar al parchís. Sorprendentemente, el Tribunal Supremo hizo suyos esos argumentos, en dos sentencias, de 31 de enero de 1997 y de 26 de enero de 1998, sobre derechos fundamentales. Mejor aún, el Supremo dejó patidifusos a los obispos cuando, además de darles la razón, les dijo que la clase alternativa a la religión episcopal debía cancelarse no por demasiado fácil, sino por lo contrario: por demasiado buena. El argumento fue ciertamente supremo: el sistema de una alternativa de peso situaba al resto de los alumnos “en condiciones más favorables para el futuro” porque aprenderían más que la muchachada del catolicismo. Era una manera de ridiculizar el sistema. Ni por esas. Hoy está aún más vigente, de la mano del Gobierno Rajoy. Es decir, hay algunas horas al año durante las cuales los alumnos que no asisten a las clases de los obispos tienen prohibido estudiar… ni nada, ni cosas demasiado serias, ni temas demasiado fáciles. “¿Le gustaría que le obligaran a ir al fútbol porque otros van a misa?”, se preguntó entonces en EL PAÍS, en tribuna clamorosa, Gustavo Suárez Pertierra. Es uno de los varios ministros de Educación que han tenido que lidiar con los obispos sobre la dichosa asignatura.