La polémica desatada en Chile en torno a un proyecto de ley para despenalizar el aborto en casos concretos debe cristalizar en un debate con altura de miras, en un proceso propio de la democracia. Lo que la Iglesia no puede pretender es presionar para que su visión en la materia sea impuesta a una sociedad laica
A la dictadura de Pinochet le debe Chile el contarse entre los países con las leyes más restrictivas del mundo en cuanto al aborto. Desde 1931 estaba permitido el aborto terapéutico hasta que, en sus postrimerías, el régimen que torturó y asesinó a miles de personas dictó la prohibición absoluta de interrumpir embarazos. Una reducida concepción de la defensa del derecho a la vida. Una ironía de la historia. Pero también más que eso: una muestra de hipocresía, reflejada en las cifras estimadas de abortos, que van de los 70.000 hasta más de 100.000 al año, en un país donde esa práctica es ilegal bajo cualquier circunstancia.
Una ley como la vigente en Chile no elimina las interrupciones de embarazos con solo prohibirlas. Pero las vuelve infinitamente más riesgosas, sobre todo para quienes carecen de recursos económicos. La clandestinidad puede llevar en estos casos a la muerte.
Causales concretas
El proyecto de ley presentado por el gobierno de Michelle Bachelet, médico de profesión, no pretende abrir las puertas al “aborto libre”, como han sugerido algunos obispos conservadores. Apunta a despenalizarlo en circunstancias muy precisas: cuando corre peligro la vida de la madre; cuando el feto es inviable, es decir, no tiene posibilidades de sobrevivir tras el parto, o cuando el embarazo es producto de una violación.
Mientras organizaciones como la Oficina Regional del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la Organización Mundial de la Salud en Chile y Amnistía Internacional han instado a los parlamentarios chilenos a dar curso a la iniciativa gubernamental, la Conferencia Episcopal chilena ha llamado abiertamente a los legisladores cristianos a rechazarla, alegando que “ningún aborto es terapéutico”. Ciertamente, la Iglesia Católica tiene derecho a pronunciarse contra el aborto. Nadie lo discute. Es una cuestión ética, en extremo delicada, y efectivamente exige una decisión de conciencia. Lo que no puede pretender es presionar para que su visión en la materia sea impuesta a una sociedad laica, en situaciones límite que nadie quisiera tener que vivir. Optar entre la vida de una madre y un niño es de seguro un dilema desgarrador y los implicados deberían contar con todo el apoyo posible, espiritual y médico, y no con la amenaza de una sanción. Los religiosos dirán que hay que aceptar la voluntad de Dios y le darán un sentido al sufrimiento. Dirán que no hay mayor amor que el que da la vida por otro. Pero eso supone un acto voluntario y libre, no uno impuesto por ley.
Trabajo parlamentario
Las opiniones en Chile están divididas en torno al proyecto sometido a la comisión de Salud de la Cámara de Diputados en busca de luz verde para su tramitación parlamentaria. Hay quienes lo rechazan de plano, mientras, para otros, es aún demasiado restrictivo. Las encuestas, en todo caso, revelan un amplio respaldo, en torno a un 70 por ciento, a la despenalización en los casos especificados. A los parlamentarios les corresponde realizar un trabajo legislativo serio, escuchando a todos los sectores, como dijo el diputado Ricardo Rincón, jefe de la bancada demócrata cristiana. Ese trabajo, con el consiguiente debate, es lo propio de la democracia, donde las leyes no se imponen como en las dictaduras.