El maestro extremeño Gonzalo Roffignac escribió unos versos, a principios de los años 80 del siglo XX, que dejaron en mi mente, desde que los leí por primera vez, una profunda huella: “Hoy me vienen los niños al Colegio/ Qué les digo que aprendan/ si cada día/ saben menos los hombres allá afuera”. Cuenta mi padre, en el libro de recuerdos pedagógicos del que he extraído este lamento poético, que el citado poeta los escribió, tal vez, desencantado de su efímero paso por la política local, en el pequeño pueblo extremeño donde depositó, además, sus ilusiones pedagógicas. Hoy he vuelto a encontrarme con esta estrofa, perdida entre las mismas páginas que releía mi padre una y otra vez, añorando sus años de Inspector de Enseñanza Primaria por las comarcas de la Siberia y la Serena extremeñas. Y, con la perspectiva que me otorgan mis treinta y tres años de trabajo en la escuela, me asaltan dos cuestiones respecto a esta íntima reflexión escolar. La primera gira en torno a la clase de saberes que dejaron en el camino los hombres (¡y las mujeres!) de finales del siglo pasado y que hundieron en el desánimo al autor de los citados versos. La segunda me surge con más fuerza y es la reformulación de la estrofa original, pero adaptada a nuestros días: ¿Qué clase de educación hay que ofrecer para que los chicos y chicas no naufraguen en las procelosas aguas del mundo complejo y cambiante que les ha tocado vivir?
Es decir, tenemos que educar para comprenderque los recursos del planeta son limitados y están injustamente repartidos, con una minoría que tiene acceso a bienes y servicios superfluos, mientras la inmensa mayoría no alcanza las mínimas cotas de bienestar. Por eso la educación tiene favorecer la aparición de una conciencia eco-social global, formando ciudadanos/as conocedores de los problemas medio-ambientales y sociales (paro, pobreza, marginalidad, discriminación sexual, racismo, carencia o deterioro de estructuras sanitarias y educativas, explotación laboral, endeudamiento de los Estados, etc.) a escalas local, regional y global, mientras adquieren actitudes críticas, compromiso, responsabilidad social y aptitudes intelectuales y sociales para intervenir en la resolución de estos problemas.
Además, la política está generando alarmantes cotas de corrupción a diferentes niveles y, lo que es peor, se está instalando en la conciencia colectiva la idea de que estas prácticas son normales e inevitables, a juzgar por el respaldo electoral recibido por algunos políticos, implicados judicialmente en este tipo de asuntos. Hay que que atajar la corrupción, pero sobre todo esa generosa percepción que tienen de ella muchos ciudadanos/as. Por esta razón, la educación debería aportar las herramientas oportunas para descubrir y rechazar las actuaciones egoístas e insolidarias de los gestores de los bienes públicos (y privados) y exigir las resposabilidades pertinentes. Y, además de favorecer el ejercicio de la autonomía y de la libertad responsables, debe proveer a las personas de los valores y actitudes necesarios para construir unademocracia real, que cuestione los cauces de representación existentes e impulse nuevas estrategias asociativas y participativas que favorezcan la toma de decisiones colectivas relevantes. Como las Plataformas Stop Deshaucios y otros grupos afines, surgidos en el seno de los colectivos sociales del 15 M, que han sido capaces de agitar , en parte, las conciencias individuales e institucionales (Judicatura, Policía, etc) y obligar al Gobierno a repensar sus políticas en materia hipotecaria, durante los días previos a la Huelga General del 14 N.
Pero queda tanto por hacer en el campo de la socialización, que las palabras de Gonzalo Roffignac sobre los niños de su colegio y la ignorancia de los "hombres" de los 80 me suenan a premonición aumentada a la enésima potencia.
Porque educar no es otra cosa que mostrar el camino hacia la vida buena que describen los filósofos en sus manuales de ética. Una vida buena que se eleva a felicidad colectiva, mientras retroalimenta la propia felicidad individual al vernos reflejados en el espejo de los otros seres humanos. Este es, para mí, el fin último de la educación, tanto en el seno de la familia (cualquiera que sea el tipo de familia), como en la escuela en todos los niveles.
Me pregunto (retóricamente) si este modelo educativo le interesa al sistema político-social vigente. La respuesta es fulminante:Obviamente no. Por el contrario, este se nutre de ciudadanos/as acríticos, desmovilizados y devoradores de recursos, que alimentan las cuentas de resultados de las minorías financieras.
Sin necesidad de ir más lejos en el espacio y en el tiempo, el modelo de educación que aquí proponemos está a años luz de la reforma que hoy en día nos impone el ministro de turno, a juzgar por el concepto de educación que destilan las primeras líneas del anteproyecto de la nueva ley educativa (LOMCE): "La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y las cotas de prosperidad de un país." Así, sin anestésico preámbulo; sin adornos; sin grandes parrafadas; sin vergüenza. ¡Qué cinismo!
La sociedad que queremos la mayoría de los ciudadanos/as requiere la participación colectiva de hombres y mujeres que empiecen a saber que fuera de los muros de la escuela, otro mundo es posible. Y que la educación es el motor para hacerlo realidad. Nos estamos jugando el futuro.
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