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Educación: La escuela pública traicionada

Parece existir un consenso generalizado, en el seno del movimiento laicista, por la demanda de una escuela pública y laica. Dicho consenso se diluye en cuanto pretendemos plantearnos el papel de la misma.

De hecho, la polémica (con la dicotomía instrucción / educación) se remonta a los orígenes de la propia escuela pública, y todavía hoy continúa viva, sin encontrar soluciones satisfactorias.

Como es bien sabido, el primer proyecto ambicioso y de ámbito estatal de escuela pública se remonta a Condorcet, en 1792, y, aunque nunca realizado con fidelidad, contiene el germen de lo que a finales del siglo XIX será la escuela pública en Francia, proceso que se completa con la Ley de separación de las iglesias y el Estado de 1905.

Un proceso semejante jamás ha tenido lugar en España, si exceptuamos los breves años de la II República.

Al elaborar sus escritos sobre la instrucción pública, Condorcet parte del monopolio casi exclusivo que, hasta la Revolución Francesa, la Iglesia Católica ejerce sobre la enseñanza, ya se trate de la Universidad, de los colegios universitarios o de los colegios religiosos. Eso sin contar con el desafío que supone el hecho de que más del ochenta por ciento de la población francesa es, en esos momentos, gracias a la monarquía absoluta y a la Iglesia, completamente analfabeta.

Condorcet no alberga dudas: lo que libera a los seres humanos, lo que los hace emancipados y libres, es el saber.

“Los padres, cualquiera que sea su creencia, cualquiera que sea su opinión sobre la necesidad de tal o cual religión, podrán entonces enviar sin reticencias a sus hijos a los centros nacionales. Y los poderes públicos no habrán usurpado en absoluto los derechos de la conciencia, bajo pretexto de iluminarla y de conducirla.”

La polémica ya estaba servida. Es cierto que, desde entonces, en muchos textos se vienen utilizando como sinónimos términos como instrucción, educación, formación, enseñanza… Pero si nos centramos en el papel de la escuela pública, con la dicotomía instrucción / educación que siempre acompaña las diferentes opciones políticas, encontramos significaciones netamente diferenciadas:

En palabras de Salvador López Arnal:

“La contraposición entre educar e instruir normalmente apunta a la diferencia entre transmitir información, conocimientos, destrezas, describir situaciones, explicar leyes o demostrar teoremas, que sería instruir (a veces, sinónima de enseñar) y, por el otro lado, formar al individuo, ayudar a construir su personalidad, su moral, sus valores éticos, estéticos, sus formas sociales de comportamiento, las bases de su perspectiva política (sin adoctrinamiento dogmático),… todo lo cual sería educar o formar. La contraposición se presenta a veces de forma excluyente o casi excluyente: cuando se instruye, se enseña y no se educa; si se educa, no se pretende instruir.”

Lo cierto es que la polémica nunca se ha planteado de esta manera excluyente, por lo menos no de un modo sincero y abierto. La Iglesia siempre ha pretendido formar (y lo ha hecho y continúa haciéndolo con adoctrinamiento dogmático), pero no ha podido excluir la enseñanza (los jesuitas y el Opus Dei se llevan la palma en lo que a Universidades confesionales en España se refiere). Al usar y abusar del término “formación”, muchas de las tendencias pedagógicas actuales hablan de “formación integral de la persona”, calcando sin el menor sonrojo el viejo lenguaje de la Iglesia Católica.

Quienes, por otra parte, sostienen que el papel de la escuela es instruir (enseñar), proporcionar conocimientos que posibiliten la autonomía y la emancipación de los futuros ciudadanos adultos, no ignoran que en la transmisión y adquisición racional del saber también se incluyen aspectos educativos.

Porque educar es, en efecto, enculturar; es decir, introducir en la cultura, en el sentido etnológico del término. Y este proceso de enculturación se produce, deliberadamente o no, en todos los ámbitos de la realidad donde se ubica un niño o un adolescente. La escuela pública, incluso en el caso de que políticamente se le asigne como papel la instrucción, no deja de ser un ámbito de enculturación y, por lo tanto, de educación.

Pero esta tarea educativa está perfectamente delimitada por el ámbito que le es propio: el proceso de transmisión y de adquisición del saber, con los valores que, desde nuestro sentido común y desde el uso crítico de la razón, son inherentes al mismo.

Lo contrario, sin embargo, no ocurre. Cuando la decisión política consiste en atribuir a la escuela el papel de educar en todos los ámbitos de la personalidad, el conocimiento es algo que puede soslayarse, limitarse o manipularse en función de intereses particulares.

Me remito a las palabras de Juan Antonio Planas Domingo, Presidente de la Confederación de Organizaciones de Psicopedagogía y Orientación de España, en una Carta al Director publicada por “El País” el 17 de enero de 2009:

“Hay que asesorar al profesorado en cuanto a problemáticas que antes se desconocían, como alumnado disruptivo, desmotivación, déficit de atención, hiperactividad, anorexia, bullying, o ciberadicción. También precisan formación en temas como materiales específicos para la diversidad, agrupamientos flexibles, nuevas tecnologías aplicadas a la educación, evaluación, mejora de la tutoría, medidas para mejorar la convivencia, etcétera. El futuro profesorado precisará experiencias directas y ejemplificaciones de la tarea de enseñar, más que conocimientos de su propia disciplina que al poco tiempo quedarán obsoletos.”

Creo que con mayor claridad no podría expresarse la pretensión de este ejército de “pedagogos” y de “expertos en educación”, fabricado y agrandado desde la LOGSE, como mercenarios al servicio de la decisión política (compartida, con distintos matices, por el gobierno y la oposición) de privar a la escuela pública de su razón de ser y, por lo tanto, de destruirla.

Es cierto que las matemáticas o la física de hoy, o una parte de ellas, quedarán obsoletas dentro de cien años. ¿Para qué estudiar, pues, las matemáticas o la física de hoy? Si, además, sabemos que la estupidez y la ignorancia siempre estarán al día, sobre todo si se fomentan.

Deberíamos tener también en cuenta que cuando se habla de escuela pública se está hablando de todos los niveles preuniversitarios de enseñanza, y no sólo de educación infantil o de educación primaria. La genial solución de los “pedagogos” consiste en infantilizar a adolescentes y a adultos (los alumnos pueden permanecer en el instituto hasta los 18 años en la ESO y hasta los 20 en Bachillerato). Todo se convierte en una clase unitaria, con el profesor de inglés (¿y para qué debe saber inglés este profesor, si es una lengua que en mil o dos mil años habrá cambiado completamente?) tratando la anorexia dentro del aula. En el futuro, los adolescentes “educados” hoy seguirán siendo eternos niños de teta, incluso dentro de sus tumbas.

El resultado es obvio: los padres abandonan la escuela pública, constantemente zancadilleada por el ejército de “pedagogos” mercenarios, y desvían a sus hijos hacia la escuela privada, con la esperanza de encontrar en ella una enseñanza seria. Dicha enseñanza, claro está, va siempre acompañada del adoctrinamiento moral religioso, ya que el noventa por ciento de los centros concertados son confesionales. En la comunidad de Madrid, el alumnado inscrito en dichos centros ya supera al de los centros de titularidad pública, con la sonrisa complaciente de Doña Esperanza Aguirre, que jamás hubiera esperado encontrar aliados tan fieles en las filas de quienes se consideran “progresistas”.

Porque hay además un aspecto que parece escapar a la atención de quienes, de buena fe, defienden desde las filas del laicismo que el papel esencial de la escuela pública es la educación, quedando la enseñanza de conocimientos en un plano anecdótico, e incluso, como ocurre en el texto del “pedagogo” citado, completamente despreciable. La educación, desde el punto de vista de los derechos humanos (que, supuestamente, defendemos), es algo prioritariamente atribuible a los padres o a los tutores legales de los menores. A la derecha conservadora se la dota, pues, de todos los argumentos, en contra de una escuela pública “adoctrinadora”, para defender un adoctrinamiento libremente elegido en la escuela privada y concertada: el de carácter religioso. Eso es algo que Mariano Rajoy ha sabido explotar a fondo en sus campañas, con motivo de la “educación para la ciudadanía”, con una sonrisa cínica y satisfecha que se merece el aplauso a la astucia, frente a la panfilia, la ignorancia o la interesada mala fe de tanto pseudoprogresista.

En efecto, si la función de la escuela es educar, enculturar, inculcar valores, ésta se convierte o está obligada a convertirse en una prolongación de la familia y del entorno social más inmediato: es decir, está avocada a la privatización, porque la moral es algo familiar, tribal, étnico, y, por lo tanto, algo perteneciente a la esfera privada. Mantener así una enseñanza pública carece de sentido, y, económicamente, resulta mucho más costoso que el simple cheque escolar y la constante tendencia a la privatización. Allí papi y mami pueden decidir qué se enseña a sus eternos retoños, quiénes les enseñan y cómo les enseñan. Para el príncipe de Gales, que ya sexagenario sigue siendo hijito de la Reina como única profesión conocida, la solución puede valer. ¿Qué hacemos los padres conscientes de que nuestros hijos necesitan saber matemáticas, lengua, historia, idiomas… para convertirse en adultos libres? ¿Nos plegamos al adoctrinamiento religioso de la escuela privada o dejamos que pierdan el tiempo con profesores que “no necesitan conocer su disciplina” sino que deben tratar la disrupción o la anorexia en clase de francés?

Por fortuna, la situación de la escuela pública no es todavía esta, pero es el camino hacia el que conduce inevitablemente la nueva pedagogía.

En sucesivos artículos trataremos de cuestiones como el “corporativismo” del que acusan al profesorado que pretende enseñar, además de la descalificación personal y los ataques ad hominem como único argumento, desde las filas de esa pedagogía mercenaria. También de conceptos como “escuela inclusiva” y “escuela democrática”.

Hasta entonces.

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