El autor, en esta primera parte de un artículo que tendrá continuidad, arranca su análisis con referencias a las preguntas sin respuesta sobre el sentido de la existencia que ni la ciencia ni la poesía acaban de dar. Sin embargo, la religión -la católica en concreto- responde que hay otra vida y que es eterna. Condena la utilización del infierno eterno y que sus merecedores sean quienes no obedezcan y no se sometan a la Iglesia. Tras calificar de «nefasto» al actual Papa, arremete contra su doctrina del miedo, una monstruosidad en nombre de «la ira de Dios».
El 24 de agosto pasado los observatorios terrestres astronómicos captaron una explosión estelar de una luminosidad equivalente a la de mil millones de soles como el nuestro, el que nos calienta y alumbra. Se trata de la explosión de una estrella ubicada en la galaxia M 101. La explosión ha tenido lugar hace millones de años. Ahora nos llega a través de la inmensidad del espacio transportada por las ondas las partículas luminosas de esa explosión. Sumidos en este vértigo cósmico sabemos que esa estrella que existió hace millones de años no existe actualmente. Con nuestros maravillosos instrumentos estamos viendo lo que fue, no lo que es. Actualmente es nada.
Cuando se producen este tipo de comprobaciones, el hombre se empequeñece al constatar tanta infinitud y a la vez se pregunta una vez más cómo ha sido que ha llegado a la tierra y cuáles son sus posibilidades de futuro, las suyas y las de sus descendientes.
Mientras éstas y otras consideraciones nos acucian intelectualmente y a menudo nos afligen emocionalmente, solo sabemos que somos en el espacio-tiempo de nuestro fugaz paso por la tierra un momento entre dos eternidades, la del pasado y la del futuro.
En su poema a Aldebarán, la estrella más brillante de la constelación de Tauro, 230 veces más luminosa que el sol, a 68 años luz de distancia con respecto a la tierra, Unamuno llama a la miríada de los cuerpos celestiales que titilan en la remota lejanía por la noche «celestes jeroglíficos en que el enigma universal se encierra». Con tal motivo formula una serie de angustiadas preguntas: «¿Allende el infinito qué resta?», «¿Qué es lo que hay del otro lado del espacio?», «¿Dónde acaban los mundos?», «¿Me oyes Aldebarán?».
De igual forma y con parecida zozobra Gauguin en uno de sus más famosos cuadros (Museum of Fine Arts, Boston) que representa un escenario polinesio en el que las gentes pasean, hablan y arrancan frutas de los arboles, plantea la triple ansiosa pregunta: «¿De dónde venimos? ¿Qué somos?, ¿A dónde vamos?».
Preguntas las de Unamuno y las de Gauguin hasta ahora sin respuesta al igual que las de tantos otros, de forma que el sentido de nuestra existencia sigue pendiente de una explicación que ni la ciencia, ni la filosofía, ni la poesía, ni el arte acaban de dar.
Sin embargo todos sabemos que la alternativa a ese terrible vacío, a ese agujero negro que nos puede absorber sin dejar rastro de nuestro paso por este mundo, ha sido explicado por otras instancias humanas: las religiones en general y en la parte que nos toca, las cristianas y afinando más, la católica.
Sin más base racional que la de argüir que no va contra la razón, sin más apoyo que su afirmación y su palabra de que son los depositarios y los intérpretes de la revelación de la divinidad, nos aseguran los sacerdotes de esas religiones que existe otra vida y que es eterna y que por tanto no ha lugar a hablar de vacío alguno ni de inexistencia en el más allá.
Hasta aquí poco tendríamos que rebatir: se trataría sin más de creer o de no creer y en este aspecto hasta podría ser sumamente gratificante para quienes decidieran creer, conseguir la certeza fideista de que hay otra vida.
No hay nada que objetar a este planteamiento con independencia para nuestra desgracia de no encontrarnos entre quienes creen. Pero a partir de ahí se transforma completamente el panorama, cuando constatamos que toda esa predicación de la otra vida se convierte en un instrumento implacable del ejercicio del poder de la Iglesia en esta vida.
Con mayor ahínco pronunciaré la sentencia condenatoria contra quienes la predican cuando constato que una de los posibilidades anunciadas de esa vida eterna es la del infierno y que tiene más posibilidades de merecerlo quien no obedezca y no se someta a la Iglesia.
O lo que es igual, es el ejercicio del poder religioso exigiendo acatamiento a través del miedo, del más atroz de los miedos, el del sufrimiento corporal y moral por toda la eternidad, de forma ininterrumpida, sin descanso, sin un segundo de tregua. El infierno es el dolor convertido en existencia eterna.
No es mi intención arremeter contra los cristianos de base, ni faltar a sus creencias aunque no las comparta. Mi denuncia va contra la jerarquía y contra quienes desde la Iglesia difunden la existencia de los horrores infernales.
Desde este enfoque se puede sentar la primera conclusión de que el Papa reinante Benedicto XVI es nefasto.
Su recién visita pastoral a España no es lo más grave que se le puede imputar, con independencia de su escandalosa falta de sensibilidad.
Una sociedad inmersa en la crisis cuya solución ni siquiera se vislumbra, no está para pompas, ceremonias y dispendios, ni para apoteosis papales, ni para triunfalismos con tantos príncipes de la Iglesia reunidos con sus vestiduras talares púrpuras, escarlatas y moradas, cuando tendrían que ser tiempos de templanza y moderación.
Esta demostración de fuerza con el derroche que lo acompaña a cargo de presupuestos públicos que quedan disimulados en penumbras y espejismos piadosos, está totalmente fuera de lugar.
Estas celebraciones faraónicas con nuestro dinero, constituyen una ofensa que comete quien considera normal que el pobre se haga más pobre para festejar al enviado de Dios.
Pero retomamos el argumento. Mucho más condenable que estos festejos millonarios es la doctrina del miedo que difunden entre los fieles. Para mejor desorientar hablan constantemente del amor del pastor a sus ovejas y del amor al prójimo, pero el mensaje que cala y deja su huella temblorosa en el consciente y en el inconsciente asustado del cristiano es la posibilidad de su condenación eterna en el más frenético y espantoso de los infiernos, si no se cumplen sus mandamientos.
La furia de la Iglesia en la imposición de penas está más que demostrada a lo largo de la Historia. El Tribunal de la Santa Inquisición que sobresalió de forma destacada en España, demostró de lo que era capaz una Iglesia intolerante torturando y quemando vivos a los que consideraba pecadores. Esa Iglesia que arrasó cuando tenía ejércitos no se resigna a renunciar a los rescoldos de lo que aun es brasa rabiosa que conserva de su poder religioso.
No hay historias más terroríficas que las de los autos de fe, anticipo de los horrores infernales con los que todavía amenaza a los que no obedecen.
En los sistemas penales, al menos en los occidentales, existe el principio de la proporcionalidad del castigo en función de la gravedad del delito. A mayor delito mayor pena y al revés. En religión no conozco tal proporcionalidad. Al menos a mi me enseñaron que por un solo pensamiento deshonesto corrías el peligro de ir al infierno por toda la eternidad.
Cuánto se tarda en desarrollar un pensamiento deshonesto imaginando y recreando escenas prohibidas? Si el pecador es impaciente empleará segundos o a lo más minutos en desarrollar la aventura amorosa. Si en ese trance distraído por la emocionante experiencia imaginada resulta atropellado al pasar la calzada y fallece en el acto, su alma, según nos han repetido y advertido cientos de veces, irá derecha al infierno y para toda la eternidad. Su alma y luego su cuerpo, una vez llegado el capítulo correspondiente a la resurrección de los muertos, se convertirán en materia ardiente por los siglos de los siglos.
Esta conclusión es tan monstruosa que se rebela todo nuestro ser. No creemos que ni la justicia ni la ira de Dios pueda llegar a tales extremos. Pues esta es la conclusión que pretende restaurar con todas sus consecuencias Benedicto XVI, corrigiendo a los Papas anteriores.
Puede leer la segunda parte de este artículo pulsando aquí: «Ecclesiam suam» (II)