Comenzó hace unos días en París la vista en el proceso por los atentados que sufrió Charlie Hebdo en enero de 2015. No está mal, para los que nos quejamos de la lentitud de la justicia española. Pero, al margen de enjuiciamientos, el semanario satírico ha vuelto a suscitar reacciones inmoderadas con su decisión de volver a publicar las caricaturas de Mahoma que estuvieron en el origen histórico de los ataques terroristas.
En ese contexto, se ha replanteado una vez más la cuestión de la libertad de expresión y del conflicto con el respeto a las convicciones religiosas. El propio presidente francés, en el discurso que pronunció con motivo de los 150 años de la instauración de la República, reafirmó el derecho a la blasfemia, como había hecho a comienzos de año en el caso Mila, adolescente amenazada de muerte por haber criticado vivamente el islam en un vídeo difundido por Internet.
Ciertamente, la blasfemia dejó de ser delito en el ordenamiento penal francés en el siglo XIX, como ha desaparecido también en otros muchos países, el último quizá Irlanda. Pero blasfemar, en lo que tiene de posible escarnio o insulto, dista mucho de formar parte de una auténtica cultura democrática, dialogante, respetuosa de toda persona humana con independencia de sus ideas o creencias. Despenalizar no significa configurar un derecho.
Entretanto, en países como Pakistán, no sólo existe el delito de blasfemia, sino que puede ser castigado con pena de muerte. En la práctica, la acusación suele proceder de musulmanes –contra cristianos o hindúes-, que ocultan intereses bastardos, como la apropiación indebida de bienes inmuebles o los matrimonios forzados de menores.
En Occidente tuvo eco la historia de Asia Bibi, madre de familia cristiana condenada a muerte injustamente. Después de un largo proceso, fue declarada su inocencia. Tras nueve años de cárcel, pudo salir del país y vive en un lugar desconocido de Canadá. Se comprende la cautela, porque fueron asesinadas en 2011 personas que defendían su causa, como el propio gobernador de la provincia de Punjab, Salman Taseer, y el ministro de Armonía Religiosa, Shahbaz Bhatti, católico, comprometido pro Asia Bibi, a la que había conocido en prisión.
Durante el verano, se difundieron extrañas noticias sobre ella, con manifestaciones que podían entenderse favorables al ordenamiento paquistaní. Más bien parece que se trata de una de tantas manipulaciones de la opinión pública, en este caso promovidas por movimientos radicales, o por el propio gobierno de Islamabad.
En realidad, en una entrevista con el director de una ONG católica de ámbito universal, expresó claramente su deseo de reformas en aquel país, especialmente en dos temas: los matrimonios forzados que sufren con relativa frecuencia jóvenes cristianas raptadas y obligadas a convertirse al islam antes de su matrimonio con un musulmán, y la llamada ley de la blasfemia: los artículos del código penal que tipifican ese delito si afecta a la confesión religiosa mayoritaria y lo castigan con pena de muerte o cadena perpetua.
Resulta imposible pasar por alto el contraste entre ordenamientos jurídicos tan dispares. No sé si alguna editorial española prepara la traducción de la autobiografía de Asia Bibi que acaba de aparecer en Italia con el título Finalmente libre, según he visto en Avvenire. La redacción del texto se debe a una periodista francesa, Anne-Isabelle Tollet. Cuenta con detalle el proceso desde junio de 2009, hasta la absolución y libertad en octubre de 2018: un largo calvario que en parte prosigue por el exilio en Canadá.
Por paradoja, la despenalización de la blasfemia en occidente convive cada vez con más frecuencia con las sanciones –casi siempre sólo psicológicas- a quienes “blasfeman” contra manifestaciones concretas de lo políticamente impuesto. Como ha señalado con ironía Ignacio Aréchaga en Aceprensa, existe una secularización de la blasfemia: a nuevas ortodoxias, nuevos discursos irreverentes. No menciona las nuevas excomuniones, quizá porque escribió antes de la decisión de la conferencia de presidentes del parlamento europeo, que excluye formalmente a la birmana Aung San Suu Kyi de la comunidad del Premio Sajarov.
Todo esto refleja la reorientación de los delitos de opinión, como sucede también con los llamados y difícilmente tipificables delitos de odio. Menos mal que el posible odio religioso que se oculta en algunos anteproyectos legales no debería prosperar en una democracia como la española: la Constitución impide con razón la retroactividad de las disposiciones sancionadoras restrictivas de derechos individuales, algo sólo admisible en las grandes dictaduras europeas del siglo XX o las actuales repúblicas “bananeras”.
Salvador Bernal
_____________
*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.