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Doble llave

En todas las grandes ceremonias del Vaticano se repite la misma estampa: bajo unas vestiduras bordadas en oro, rodeado por un cúmulo de obispos y cardenales cargados igualmente con terciopelos y brocados, el Papa se exhibe ante los fieles de todo el mundo al pie de una cruz donde cuelga su Dios desnudo.
 
  Coronado con una mitra que no se ha movido desde el tiempo de los faraones y amparado por el esplendor de unos mármoles que labraron Miguel Ángel y Bernini, el Papa encima aún se queja. Desde su alta poltrona se lamenta del ateísmo, del laicismo, de la persecución religiosa y del rumbo pecaminoso que ha tomado la humanidad. Si a lo largo de la historia la Iglesia no ha hecho más que equivocarse en todo, salvo en que la vida es una herida mortal de necesidad, ignoro por qué el Papa se permite el lujo de instalar la culpa en nuestra nuca y no en la suya. Si hasta hace poco, contra toda demostración, aun sostenía que el sol giraba alrededor de la tierra, si se negaba a admitir la evolución de las especies, si mandaba a la hoguera a quien osara pensar libremente, si se enfrentaba a cualquier avance de la ciencia y aun hoy se resiste a entrar en el espacio de la razón, no sé en que funda la Iglesia su derecho a enseñar nada a nadie. Sólo el vacío metafísico se oculta bajo su pesada guardarropía. Franklin inventó la mecedora, que sirvió para que obispos e inquisidores se balancearan plácidamente, pero no evitó que fuera execrado y maldecido por ellos porque también inventó el pararrayos, con el cual creían que desafiaba la ira de Dios. No obstante, ese artilugio impío ahora está instalado, por si acaso, en la cúpula de San Pedro de Roma y también en todos los campanarios. La ciencia ha reducido el Génesis a un cuento oriental. En plena retirada frente al racionalismo la Iglesia se ha quedado con dos llaves cuya propiedad considera no negociable en absoluto: con una abre la puerta de la vida, con otra la cierra dando paso a la muerte, un doble peaje bajo su estricto control. Hoy los laboratorios de genética le disputan con ventaja la entrada en este mundo y mientras allí los embriones realizan el asalto definitivo al viejo castillo de la teología, el Papa arremete obsesivamente contra el preservativo, una simple goma que parece taparle todo el horizonte. Esta Iglesia que condenó la anestesia y el parto sin dolor, conserva todavía la llave del más allá y manejando ese terror se siente fuerte, pero llegará el día en que devuelva también esa llave al Dios desnudo y nos deje morir en paz con la máxima elegancia posible.

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