Ojalá que la televisión pública se ocupe del acontecimiento como el suceso histórico que está llamado a ser. Por nuestra parte, reuniríamos a toda la familia en torno a la pantalla para que los jóvenes apreciaran las diferencias entre los unos y los otros. "Mirad", les diríamos, "cómo se aprovechan de la democracia, en la que no han creído nunca, mientras que los ateos, sin participar de sus valores, se los financiamos a través de los Presupuestos Generales del Estado".
A nosotros, el celibato y la castidad nos parecen perversiones brutales que, además de provocar desajustes psíquicos y hormonales que a la vista están, acaban con la demografía. Pero daríamos el alma, como el otro, por defender el derecho a ser casto y célibe siempre y cuando no se convirtiera en una obligación. Y ello pese a que la Iglesia, si pudiera, nos prohibiría divorciarnos. Ya nos lo prohibió durante cuarenta años dominados por la opacidad intelectual de las sotanas y la mugre emocional de las sacristías. También nos prohibió los anticonceptivos y el condón y la libertad de prensa y el onanismo y la concupiscencia y el carnaval y la risa. Además, censuró las películas y las obras de teatro y las novelas y los ensayos filosóficos y los escotes y hasta la minifalda.
A nosotros, en cambio, no nos parecería mal que los obispos acudieran con sotana a la manifestación. Ojalá viéramos desfilar a un millón de antidivorcistas, de antiabortistas, de antifeministas, de antidemócratas, para que aprendieran una lección de tolerancia histórica que les ayudara a no confundir su orden moral con el orden moral. Y otra cosa: nos encantaría ver en la concentración al mismísimo Dios detrás de una pancarta. Aunque lo más probable es que Dios, si existe, se quede a verla por la tele, espantado una vez más de que en su nombre se condene ahora a los homosexuales, a las células madre o a Darwin. Dios no puede estar tan loco