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Difamemos, que algo queda

Que la envidia y la calumnia en España son el llamado “deporte nacional” es algo reconocido por casi todos. Y la envidia suele generar maldad, que deviene de la frustración que crea, en las almas ruines, burdas y mediocres, la imposibilidad de alcanzar lo que otro posee o detenta, casi siempre en el ámbito de lo inmaterial, porque hay que ser muy zote para considerar lo material digno de tanta bajeza. Y porque, además, como decía el propio Napoleón Bonaparte en sus diarios, la envidia y las vilezas que conlleva son la declaración jurada de la propia inferioridad.

La calumnia y la difamación suelen ser las armas rudimentarias del envidioso y el malvado. Y suelen ser el modo con que personas, grupos u organizaciones consiguen vilmente medrar en base al desprestigio ajeno, del cual se nutren. Y traigo este asunto a colación porque en los últimos días me he encontrado casualmente con un paralelismo en estos términos, y en dos ámbitos bien distintos: el de las relaciones humanas y el de la gestión política. Y, aunque nada tienen que ver en concreto el uno con el otro, me parece acertado exponer tal paralelismo como modo de hacer ver que, en el fondo, lo que ocurre en política no es otra cosa que la extrapolación en el terreno público de las grandezas y de las miserias privadas del ser humano.

Algunas personas, en los últimos días, me hacían partícipe de unos hechos vergonzosos relacionados con una mujer que, aun siendo ajena para mí, me rememora lo peor del género humano y de la miseria de esa España profunda que aún habita en ciertas mentes y ciertos lares. Llamémosla Bernarda, por ponerle nombre simbólico que nos recuerde, como a Lorca, la mayor de las arideces e infertilidades del corazón humano. Pues bien, esta tal Bernarda, se dedica, desde hace tiempo, a emitir graves calumnias y acusaciones falsas contra algunas buenas personas de su entorno con el único objetivo de hacerles daño; contra esas personas que representan el talento, la cultura, la bondad y la brillantez que no soporta ver de cerca, quizás porque le recuerden su propia vulgaridad; y lo hace no sólo ignorando el grave perjuicio que produce, sino deleitándose, disfrutando y alimentando con él sus propias carencias humanas, personales, morales e intelectuales.

La táctica es siniestra, sencilla y devastadora: difamemos, que algo queda, decía Voltaire denunciando a los maledicentes. Murmuremos, emitamos mentiras que empañen la reputación del que odiamos porque su brillantez nos recuerda nuestra propia mediocridad, y su grandeza nuestra propia pequeñez. Inventemos infundios, ruindades e infamias que, aunque no sean ciertas, en algunos generará la duda, y conseguirán que la reputación de la víctima decaiga en nombre de falsedades y maledicencias. Y hagámoslo con disimulo, a las espaldas de la víctima. La maldad nunca mira de frente a los ojos, sino que se esconde tras las manos sucias del murmurador, quien se hace experto en la cobardía suprema de lanzar la piedra y esconder la mano, de generar conflicto y alejarse de él.

En táctica similar, pero en la escala de lo público, estamos presenciando una evidente campaña de desprestigio contra los sindicatos por criticar la reforma laboral del gobierno neoliberal. Por recordar sólo unos ejemplos, se ha vertido desde los medios afines al gobierno una información sobre un supuesto ingreso dinerario desproporcionado del líder de UGT-Madrid. A la vez, se descubre que una humilde trabajadora rural que arremete en un programa televisivo contra Cándido Méndez, era en realidad una infiltrada del Partido Popular cuyo objetivo era desprestigiar al líder sindical. El diario La Razón , para variar, manipula de manera descarada información relativa a la financiación de los sindicatos para que llegue adulterada a los lectores.

Afirmaba La Razón que la Iglesia recibe 39 euros de cada español y los sindicatos 69 euros, datos del todo falsos; pero no explicaba que la primera cifra proviene de dividir entre 45 millones de españoles, y la segunda entre 400.000 sindicalistas; y no especificaba que esos 39 euros son en realidad 200 euros de cada español, sea católico o no, si se tienen en cuenta todos los beneficios dinerarios, sólo oficiales, que obtiene de los españoles).

La lucha sindical es la responsable primera de grandes avances democráticos desde principios del siglo XX. Jornadas laborales, salarios dignos, vacaciones, bajas por maternidad, prevención de riesgos, mejora de condiciones laborales…, probablemente sin los sindicatos estos logros no se hubieran conseguido. La derecha no pretende transparencia en los sindicatos, sino acabar con ellos; como la tal Bernarda no pretendía informar a nadie sobre nada, sino difamar para tapar el talento y los valores de las personas objeto de su infamia. Ambos casos representan el símil de esa España cotilla, negra y profunda que, por desgracia, aún perdura. Aunque sus desvelos sirvan de poco o nada, porque la derecha se define con sus infamias, y la tal Bernarda se define con las suyas propias. En cuanto a las víctimas de la difamación, no viene mal recordar a Platón, quien decía que “…Tan honroso es ser alabado por los buenos como lo es ser calumniado por los ignorantes o los canallas”.

Coral Bravo es Doctora en Filología

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