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Desterradas, por brujas

En Ghana, alrededor de 3.000 mujeres viven aisladas en campamentos tras ser acusadas de brujería. Las mujeres huyeron de sus comunidades tras sufrir palizas y amenazas de muerte

Las ‘brujas’ son acusadas en sus comunidades de causar la muerte de niños, de familiares o de cualquier enfermedad que azote en la región

Yendi es una ciudad al norte de Ghana que está repleta de calles de tierra rojiza, casas de barro y extensos asentamientos donde sobresalen con orgullo los baobabs, esos árboles tropicales que representan al paisaje africano en miles de postales en el mundo. Para llegar hasta a Yendi desde Tamale —la capital más cercana— es necesario afrontar seis horas de una única carretera tan infinita como la intensidad de las temperaturas que rozan los 45 grados.

En este último rincón de Ghana viven en aislamiento 183 mujeres. Es uno de los siete campamentos donde se resguardan las acusadas de brujería en todo el país. La organización Actionaid asegura que estos campos acogen a más de 3.000 mujeres. Son las acusadas en sus comunidades de preparar hechizos que causan la muerte de niños, de familiares, o traen cualquier enfermedad viral que azote en la región.

La acusación de ser una bruja en países como Ghana o Burkina Faso representa el exilio o la muerte. Inmediatamente, la acusada debe huir de su comunidad para evitar ser torturada, ahorcada o quemada viva. Algunas veces logra huir, y otras debe ser rescatada por algún familiar y trasladada de manera clandestina a los campos. «Pierden todo el derecho a defenderse, a ver a su familia, para su comunidad ya es una persona muerta. Incluso pierden hasta el derecho al voto. Dejan de ser ciudadanas para ser sombras», explica Ken Addae, coordinador de la ONG Anti-Witchcraft Campaign Coalition-Ghana.

La custodia de estas mujeres está a cargo del tindana, un líder responsable de practicar supuestos exorcismos para limpiar el alma de las brujas. Shei Alahassan no solo ocupa este cargo, sino también el administrador del Campamento en Yendi. Por él deben pasar todos los alimentos, dinero y otras donaciones internacionales que llegan para las mujeres. Shei es un hombre regordete, de pocas palabras, pero que defiende sin complejos sus responsabilidades: “Yo protejo a las 183 mujeres de posibles atentados, de que ninguna pase hambre y que sus almas estén limpias”.

Azara Abudcelai es una de ellas. Azara llegó al campamento en Yendi hace dos décadas. Esta mujer trabajaba con su marido en la fabricación de aceite comestible, que luego vendían con éxito en los mercados de Accra, la capital de Ghana. Un negocio que por muchos años permitió pagar los estudios de sus cuatro hijos y contar con una casa en buenas condiciones.

Pero un día, la muerte repentina de su sobrino cambió el curso de su vida. Azara fue acusada por su cuñado de ser la responsable de “echar mal de ojo” al joven, por lo que de inmediato la familia y el resto de la comunidad la tacharon de bruja.

Azara afrontó un juicio vecinal que consistió en un ritual concreto: el jefe de la comunidad practicó una herida en el cuello a un gallo. La supervivencia del animal reflejaría la inocencia de Azara. Pero el gallo degollado perdió los signos vitales a los pocos segundos, por lo que la supuesta bruja recibió una ola de insultos y maltratos.

—En la noche cuando ya todos dormían, mi marido me dijo que tenía que irme; si no, me matarían. Así que él mismo me trajo hasta el campamento, luego cada domingo venía a visitarme, pero hace dos años murió. Mis hijos pocas veces pueden venir.

La soledad de Azara se cuela entre sus horas en la improvisada casa de barro que comparte con otras tres mujeres. En un espacio de cinco metros cuadrados no existen muebles, solo telas, cojines de colores y una hoguera en la que preparan la comida. Azara siente que sus 70 años de vida pesan. Ella ya no puede trabajar en el cultivo de alimentos, así que su comida diaria depende del buen repartir que hace el tindana de alimentos como arroz y pollo.

Adwoa Kwateng, de Actionaid, explica que los campos están habitados por mujeres y hombres. Pero que el 95% de la población son mujeres como Azara: ancianas, viudas y con familias en lugares lejanos. El acceso a la justicia es nulo, y deben buscar su propia comida y agua, en esta región donde la sequía es la norma. Las acusadas de brujería llegan al campo con la certeza de que es un viaje sin retorno.

Nkombe Bemba tiene 67 años. Es una mujer alta, luce algún diente de oro y es una de las mujeres que más reciente ha llegado al Campamento de Yendi: hace siete años. Ella nunca pudo tener hijos, y es la mayor (y única mujer) de ocho hermanos. Sus días transcurrían entre cuidar a sus sobrinos y ayudar en las labores de la casa.

La muerte de un joven de la comunidad causó una ola de rumores que la señalaron como responsable de “hechizar” a la familia del muerto. En cuatro horas, Nkombe fue juzgada por la comunidad, golpeada por algunos vecinos y ella entendió que debía huir para salvar su vida.

En cuanto pudo salió por el bosque, donde caminó por cuatro días hasta llegar al campo más cercano situado a 45 kilómetros de distancia. Sus compañeras recuerdan que llegó con las secuelas de la paliza vecinal, y con el cuerpo débil tras no comer durante su travesía.

—Mi hermano fue el primero que me acusó. Problemas familiares. Yo soy la hija mayor, y por costumbre, al morir mi padre pasaba a ser la heredera principal de la familia. Eso no lo permitió mi hermano y me acusó.

Para Louta Kukuo, investigadora en la Universidad de Ghana, la situación de las acusadas de brujería es caso grave y evidente de la violación de derechos humanos que viven estas mujeres en Ghana. “Es una creencia que provoca el destierro de estas mujeres. Se trata de mujeres que son exiliadas por su propia comunidad, muchas mueren de tristeza, otras de soledad en los campamentos. Es un caso que tendrá que juzgar la justicia internacional”.

Según la organización Pan Africa, en estos campamentos viven alrededor de 300 hijos y nietos de las acusadas de brujería. Este grupo de pequeños suele recorrer a diario un promedio de 10 kilómetros para asistir a la escuela, o para buscar agua en fuentes o ríos más cercanos. «No solo es un problema que perjudica a las mujeres. En estos campamentos viven niños que padecen la misma exclusión que sus familiares. Estamos hablando de una doble discriminación», explica Peter Ndonwie, director de la ONG.

Volver, ¿Y cómo?

A finales del 2014, el Ministerio de Género, Infancia y Protección Social de Ghana dictó una orden de cierre de los campamentos de brujas. El Gobierno estableció una política de reintegración de las mujeres con sus familias y se comprometió a generar escenarios de reconciliación.

La ministra Nana Oye Lithur aseguró que la liberación de estas mujeres es un tema prioritario, por ello trabajan en que estas personas pobres, viudas y algunas de ellas con discapacidades físicas o secuelas psicológicas puedan reencontrarse con su familia bajo un ambiente de paz.

El Gobierno dio el primer paso en diciembre del 2014, cuando 45 mujeres fueron trasladadas desde los campamentos hasta sus hogares. Llevaban más de una década fuera de la comunidad, sus edades estaban comprendidas entre 45 y 90 años.

A los dos días, la ONG Anti-Witchcraft Campaign Coalition-Ghana debió activar un plan de contingencia para recibir al 80% de las mujeres que debieron huir nuevamente de sus hogares. «Las mujeres se encontraron con un escenario de discriminación, algunas se sintieron desprotegidas y no hubo presencia policial en ningún momento. Nosotros planteamos un plan de integración a largo plazo, donde se trabaje no solo con las mujeres de los campamentos, sino con toda la comunidad», explica Ken Addae.

Nkombe tiene miedo de volver. Para ella, esta posibilidad significa volver a encontrarse con una familia que la ha llevado hasta el infierno. “Ser vieja, soltera y pobre es una mala combinación en un país como Ghana. Si vuelvo y alguien muere, me acusarán de inmediato”, se lamenta.

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