No era la primera vez que los obispos desafiaban al Parlamento y al Gobierno: cuando se aprobó la ley que permitía el matrimonio entre personas del mismo sexo, los obispos (y destacados dirigentes del PP) exhortaron a jueces y concejales para que, apoyándose en una imaginaria objeción de conciencia, se negasen a participar en dichas ceremonias. Nada raro, por otra parte, en un país en el que más de un cargo público, conducido por su miopía particular, se reserva de vez en cuando la posibilidad desobedecer la ley. Ahí están los casos del insigne Ibarretxe, del ínclito Madrazo o del extraviado Rajoy, intentando convocar un referéndum cada vez que lo consideran oportuno.
Otro que acaba de apuntarse al carro de la desobediencia civil ha sido José Manuel Mariscal, parlamentario de IU y secretario del PCE de Córdoba (no confundir con aquel respetable PCE de la clandestinidad y de la transición): con motivo del debate en el Parlamento andaluz de la llamada 'ley del botellón', el señor Mariscal hizo un llamamiento a los jóvenes andaluces (y también a los ayuntamientos) para que desobedezcan la nueva normativa aprobada. Se supone que este inquieto parlamentario, cuando tomó posesión de su cargo, prometió cumplir y hacer cumplir la ley. Así, que si no está de acuerdo con las leyes aprobadas en el Parlamento en el que se sienta, la solución es fácil: le bastaría con dimitir y marcharse a su casa.
Parece que la desobediencia civil se está poniendo de moda. Sólo que, en vez de practicarla los ciudadanos de a pie (como señalaba el estadounidense Henry David Thoreau, su principal mentor), ahora nos la proponen los obispos, los presidentes autonómicos o los parlamentarios. Qué disparate. Entre otras razones, porque la desobediencia civil sólo tiene sentido cuando la practican los peatones de la historia (tomados de uno en uno, o de dos en dos) para defender su libertad o protegerse de las intromisiones de un Estado abusivo. Todo lo demás son ganas de enredar, pamplinas, demagogia.