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Derecho a la felicidad

Hace años pasé un tiempo inmersa en un proceso de búsqueda de lecturas y de certezas que me abriera caminos a ámbitos de conocimiento y comprensión espiritual de la vida y de mí misma, puesto que a partir de los años de adolescencia ya había percibido que la religión en que me educaron, muy lejos de ofrecerme respuestas, me alejaba de ellas, me confundía y pretendía sumergirme en un mar de mimetismo y desconocimiento que siempre, a decir verdad, me produjo un gran rechazo. Y en uno de estos libros me encontré con una frase que marcó un antes y un después, tanto en esa búsqueda a la que aludo, como en mi propia percepción de la vida.

La frase literal era ésta: “De existir alguna deidad que nos pida cuentas sobre nuestros actos en la vida, probablemente su pregunta sería ésta: ¿Has llegado a ser quién eres, has contribuído en algo con la vida, has llegado a derrumbar las barreras que te impedían ser tú mismo, has llegado a la plenitud, has llegado, en resumen, a ser feliz?

¡¡Ser feliz!! Algo tan prohibitivo en el ideario judeocristiano en que nos educan. Todo un gran descubrimiento para mí, tan habituada, como lo hemos sido todos, a ser manipulada, sutil pero implacablemente, en una supuesta “moral” que ensalza el dolor, sella el miedo, el sacrificio, el oscurantismo y la culpa en el inconsciente colectivo, y criminaliza el goce, el placer, la felicidad y la alegría. ¿Cuántas veces hemos escuchado, por parte de los “guardianes de la moral”, la expresión “valle de lágrimas” para definir la vida? No sé los demás, yo, en mi infancia, muchas.

Y tan es así que un derecho natural e inalienable de la condición humana ha tenido que ser, en los últimos siglos, reivindicado por organismos políticos internacionales, así como por constituciones nacionales, siguiendo el primer precedente al respecto que fue la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, subsiguiente a la Revolución Francesa. En España encontramos un primer y muy puntual precedente en la Constitución de Cádiz de 1812, cuyo artículo 13 proclamaba: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación , puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.

Y mucho más recientemente, exactamente el 19 de julio de 2011, la ONU aprobó una resolución que reconoce la búsqueda de la felicidad como un objetivo humano fundamental, e invita a los Estados miembros a promover políticas públicas que incluyan la importancia de la felicidad y del bienestar en su apuesta por el desarrollo. Es obvio, sin embargo, que el gobierno español no está por la labor, ni de la felicidad de las personas ni de apuesta alguna por el desarrollo, y no se ha dado por aludido.

En esta semana, se celebra, como se ha hecho en España de manera secular, la llamada Semana Santa. Y todos seguimos presenciando esa apología del dolor en forma de unos ritos religiosos en los que se entremezclan esa loa dogmática al sufrimiento y a la culpa con la tradición popular y con el sentir emocional del pueblo. Porque los llamados creyentes utilizan esos dramas religiosos, construidos de penas, torturas, angustias, sollozos, lágrimas y muerte, a modo de catarsis para drenar emocionalmente sus propios dramas personales. Es esa misma catarsis que describía Aristóteles en su Poética, definiendo la “Tragedia”, como un proceso del espectador que redime sus propias pasiones al percibirlas reflejadas en los dramas ajenos.

Defiendo y reivindico, por el contrario, la alegría, la armonía, la plenitud, la serenidad, el placer y el derecho esencial de las personas a la búsqueda de la felicidad, lo cual, además de un derecho, quizás sea también una obligación; un impuesto que adeudamos a la vida por el privilegio de existir. Porque no somos culpables de nada; el Jesús histórico fue juzgado por la Lex romana y hallado culpable de sedición contra el Imperio Romano. Muchos inocentes han muerto, y siguen muriendo en muchos lugares del mundo, sin la posibilidad de ser juzgados por Ley alguna.

Decía Bertrand Russell que la felicidad es el objetivo de la vida, y que es un imposible acceder a ella sin conocimiento. Conocerse a uno mismo, amar a todo lo que existe, porque todos formamos parte de lo mismo, explorarse y explorar el significado de lo que nos rodea, de tantas maravillosas grandes y pequeñas cosas que están a nuestro alrededor, quizás sea la mejor garantía de sentir el goce que produce saberse parte integrante e integradora del todo que es la existencia. Porque la vida no es un valle de lágrimas, aunque algunos en ello la conviertan, sino, quizás, un arte y un camino de aprendizaje, el camino (en palabras del escritor mexicano Doménico Cieri) de sentir en profundidad la vida mientras se vive, de alcanzar a vislumbrar su fascinante grandeza, de disfrutar del tiempo y de las personas que lo habitan, de celebrar y de gozar la maravilla de la existencia en cada minuto que se existe.

Coral Bravo es Doctora en Filología

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