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¿Derecho a la creencia?

Debemos establecer una jerarquía entre los Derechos Humanos: la religión no puede ser igual de importante que la vida y la libertad.

La que se les avecina a las mujeres afganas con el restablecimiento del régimen talibán es estremecedor. Toda persona bienqueriente que esté observando, desde cualquier lugar del globo, esta calamitosa catástrofe experimenta empáticamente consternación y aflicción por lo que les va a suceder a nuestras indefensas congéneres que han nacido o viven en ese entrañable lugar del planeta, otrora parte de la mayor civilización del mundo: Afganistán, literalmente, tierra de jinetes y caballos veloces.

En el mundo libre, el clamor contra una previsible barbarie está llegando estos días al cielo, por cuanto todos presagiamos el peor augurio: que se ultrajen crímenes contra la humanidad sobre la mitad femenina de la población de ese país. Las noticias y tribunas de los medios se hacen eco cada día de este lamentable escándalo. En estas líneas queremos formular, sin embargo, una pregunta más fundacional, previa a la obvia reivindicación de la dignidad de las mujeres en cualquier lugar del mundo. Creemos que la reflexión a efectuar por la comunidad internacional debe ser, en estos momentos, la siguiente: ¿se hubiera llegado a tener que aducir —como ahora se están viendo obligados a ello— que los afganos deben luchar ellos mismos por su país si, desde hace mucho tiempo, Naciones Unidas hubiera asumido sin ambages que la Declaración Universal de los Derechos Humanos se halla jerarquizada en su articulado? ¿Estaríamos ahora en esta trágica situación si la comunidad internacional hubiera hecho valer la prohibición (de esa misma declaración) de equiparar los preceptos de una religión —por mayoritaria que esta sea en un lugar— a la seguridad y libertad de todos los humanos?

En efecto, en previsión de aciagos contextos como los de Afganistán, el artículo final de la Declaración es explícitamente aclaratorio: “Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”. Nada es nada; ni siquiera una creencia que se tenga, legítimamente, por sagrada, pertenezca a la tradición religiosa que pertenezca.

Cualquier persona no musulmana (como los autores de estas líneas) que se esfuerce por ser librepensadora e imparcial y procure zafarse del fardo de los prejuicios sabe, y así lo debe expresar y reivindicar en cualquier caso y circunstancia, que el islam ha rendido decisivas contribuciones y cruciales servicios al avance de la civilización, no solo en Oriente sino también, y sobre todo, en Occidente. Es bien sabido que el Renacimiento europeo (de quien es hijo nuestro progreso occidental) nunca se hubiera dado sin el islam y no hubiera tenido lugar sin la importancia que el Corán otorgó al cultivo de la razón, del conocimiento y del humanismo, preservándose así la filosofía griega entre autores, traductores y pensadores musulmanes y, vehiculándose a través de estos durante siglos. La aportación de esta gran religión al mundo es, sencillamente, incalculable en términos de su influencia integradora y cohesionadora, así como de su eficacia educativa y refinamiento moral. Pero esa labor quedó agotada hace tiempo: desde el instante en que dejó de ser posible compatibilizar la sharía y la literalidad coránica (a no confundir con su espiritualidad y gnosis mística) con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

El problema viene, pues, de lejos: surge de una laxa interpretación en la categorización de los artículos de tal Declaración y de una ambigüedad acerca de su carácter vinculante. Tales derechos nunca debieron considerarse con paridad de rango entre sí. El derecho a la creencia nunca debió ser tenido a la misma altura que los demás derechos fundamentales del ser humano. Las creencias, sean religiosas o de otra índole, son y siguen conformando el único sustrato capaz de conferir legitimidad a los fines colectivos y los valores de las sociedades. Pero son claramente de una categoría de orden inferior, por muy alta que esta sea, con relación a los primeros seis o siete artículos de la antedicha Declaración: aquellos que fundamentan el resto de su articulado.

Hasta que la comunidad mundial no fuerce a hacer valer la preeminencia de los derechos humanos más fundamentales sobre los demás derechos, seguirá abandonando vilmente a los oprimidos, desamparados y débiles de la Tierra, invocando que cada pueblo o comunidad religiosa es responsable de luchar por su propia supervivencia y libertad, y obviando desvergonzadamente que toda ley civil o penal se halla supeditada por naturaleza y definición a la universalidad vinculante de los derechos fundamentales que, en tanto que humanos, no tienen ni pueden tener carácter nacional o religioso.

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