1. Lo que diferencia las acciones de los hechos es que las primeras obedecen a tomas de decisión y los segundos simplemente pasan. Y las tomas de decisión responden, a su vez, a razonamientos libremente adoptados conforme a reglas de las que participan los demás. Por eso, las normas se dirigen a los ciudadanos con la finalidad de interferir en sus conductas, de reconducirlas a un ámbito de compatibilidad entre ellas. Las normas no pueden interferir en los hechos directamente, aunque sí intenten controlarlos precisamente a través de la regulación de las conductas; en otras palabras, pretenden que las acciones eviten los hechos que puedan resultar negativos y fomenten los positivos: no se puede evitar un terremoto, pero sí intentar paliar sus efectos a través de la adopción de las medidas adecuadas; es decir, de acciones humanas que las ponen en marcha.
Sólo la persona actúa, solo el ser humano tiene capacidad para decidir conforme a un orden de racionalidad; orden comprensible, interpretable y normalmente compartido por los demás. Mediante el Derecho intentamos regular esas tomas de decisión señalando lo que se puede o no se puede hacer, regulando la mejor manera de hacerlo y facilitando, en la medida de lo posible, el mejor desarrollo de la libertad. Pero también mediante el Derecho sancionamos aquellas acciones que pretendemos evitar. El Derecho penal constituye el sistema más grave de injerencia del Estado en las decisiones de los ciudadanos; les amenaza con la pérdida de sus derechos si llevan a cabo aquello que se pretende impedir y, llegado el caso, cumple su amenaza. En un sistema democrático sólo deben reprimirse aquellas acciones que inciden de manera intolerable sobre los demás impidiendo que éstos puedan actuar libremente. De ahí que calificara Kant el Derecho como la regulación de la “coexistencia de libertades”. Porque un sistema democrático, en el que las normas son creadas por sus propios destinatarios, el valor superior es la libertad y el objetivo conseguir el máximo para todos.
El Estado de Derecho sólo tiene sentido, por todo eso, a partir del reconocimiento de la persona como un ser dotado de capacidad de decisión; los ciudadanos deben ser considerados libres y deben poder hacer todo lo que quieran sin más límite que la compatibilidad de sus acciones con las de los demás. La Constitución española afirma, en su artículo 10, la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad como fundamento del orden político y de la paz social. Eso significa el reconocimiento de la legitimidad de las decisiones humanas y el compromiso del Estado para garantizar que éstas son, dentro de lo posible, adoptadas libremente.
2. Para lograr dicho objetivo ha de recurrirse, paradójicamente, a la prohibición de aquellas conductas que invaden las libertades ajenas. Por eso se criminalizan los ataques a la vida, la salud, la libertad y todos aquellos valores que son expresión de los derechos individuales declarados por la Constitución, incluyendo, por cierto, los colectivos que constituyen el ámbito en que es posible el ejercicio de la libertad, irrealizable sin unos niveles aceptables de igualdad y justicia social; por eso hay delitos contra la Hacienda pública y la seguridad social, el medio ambiente o el patrimonio cultural. Para que la criminalización de una conducta se ajuste a los parámetros que acabamos de señalar y sea, por consiguiente, adecuada a una concepción democrática y, por tanto, plural, es preciso que sea, siquiera potencialmente, capaz de negar la libertad de los demás. Criminalizar una conducta que no reúna dichas características supone una invasión ilegítima de la libertad de los ciudadanos, una limitación injustificada de su capacidad de decidir y una negación, por ello, de su dignidad –única razón, no se olvide, de la propia existencia del Estado de derecho-.
Podría decirse que la comprobación de que el Código penal de un Estado obedece exactamente a estos principios y carece de cualquier figura que limite innecesariamente la capacidad de decisión de sus ciudadanos es la prueba más importante de su carácter democrático de que ese Estado está configurado de acuerdo con la cultura de la libertad. Si, por el contrario, la prueba no se supera; si se criminalizan conductas que no inciden en las libertades de los demás, si se coarta el libre desarrollo de la personalidad sin razón en el respeto y la tutela de los demás, es porque rige la cultura de la sumisión; porque se pretende imponer modos de comportamiento o valores que niegan innecesariamente el libre desarrollo de la personalidad y, por tanto, la dignidad. Lo que invalida la propia legitimidad del Estado.
3. La criminalización, en nuestro Código penal, de la intervención en el suicidio ajeno y, muy especialmente, de la eutanasia, difícilmente supera una prueba de ese calibre. Por supuesto es función indeclinable del Estado tutelar con toda la intensidad democráticamente posible la vida humana, derecho fundamental y, como ha dicho el Tribunal Constitucional, “soporte ontológico” de todos los derechos: sin vida no hay capacidad de decisión; no hay libertad. Por eso está prohibido matar, se amenaza con una pena privativa de libertad al que mate y se ejecuta dicha pena cuando un Tribunal declara que un ciudadano ha matado –o intervenido en su muerte- a otro.
Pero no es esa la cuestión. La tutela de la vida –indeclinable obligación del Estado- es consecuencia de su reconocimiento como derecho fundamental de la persona en cuanto ser digno y libre. Y, conviene volver a recordarlo, tales dignidad y libertad son el fundamento del propio Estado de Derecho. Y tales dignidad y libertad presuponen el respeto a su capacidad de decidir en torno a todo lo que no niegue las de los demás. Por eso no puede negarse la capacidad de decidir sobre la propia vida; hacerlo significa negar la dignidad misma, con lo que todo el edificio se desmorona; estamos negando el fundamento último del Estado de derecho.
4. El Código penal español prohíbe intervenir en un suicidio libremente decidido. La razón aparente de esa criminalización es que la vida es un valor absoluto, que debe protegerse aún en contra de la voluntad de su titular. Nada puede hacerse para interferir en la toma de decisión de un suicida; sencillamente porque quien ha llegado a eso no va a verse afectado por amenaza de futuro alguna. Pero el Estado, a través del Derecho penal, amenaza y castiga a quien induzca o colabore en un suicidio. Podría discutirse, por más que renunciando a la coherencia, si está o no justificado tratar de evitar la inducción, ya que ésta supone hacer nacer en el suicida una decisión que no habría adoptado sin esa influencia. Y, sin embargo, la criminalización sólo puede fundamentarse si tal suicidio deja de ser una acción en el sentido más arriba señalado: una toma de decisión propia y libre.
Y si el suicidio es una toma de decisión propia y libre, entonces no puede legitimarse la criminalización de la colaboración de un tercero en el mismo. Porque la única razón por la que se castiga a quien colabora en una acción de otro es porque ésta es ilegítima al invadir la esfera de libertad de los demás: no se puede colaborar en un homicidio porque es contribuir a la negación de la vida de otro. Pero nada de esto sucede en el suicidio. Es lógica, valorativa y democráticamente incoherente prohibir la cooperación en la ejecución de una toma de decisión que ha sido libremente adoptada.
La consideración de la vida como un valor absoluto no es, por otra parte, admisible desde la concepción que venimos defendiendo. Los valores son expresión de los derechos que componen la dignidad. Y que se reconocen precisamente desde ésta. La imposición de la vida más allá de la voluntad de su titular supone precisamente la negación más grave de su libertad que quepa imaginar. La vida es un derecho; no un deber. Los valores son emanación de esos derechos y convertirlos en deberes de obligación es pervertir su propia esencia. Por eso no es legítimo criminalizar conductas que pretenden hacer efectiva una toma de decisión libremente adoptada. Es verdad que la vida es un valor y su negación no lo es; no se reconoce un “derecho a morir” porque eso no tendría sentido: supondría valorar positivamente la muerte y negar el valor de la vida. Pero tal afirmación, realizada por cierto, por el Tribunal Constitucional, no significa que no deba valorarse el inalienable derecho a decidir si se quiere seguir viviendo o se quiere dejar de hacerlo, porque ésa es la manifestación más rotunda de la dignidad.
5. Particularmente grave resulta, como es obvio, criminalizar dicha conducta cuando consta que la decisión ha sido adoptada en circunstancias de sufrimiento físico o psíquico, es decir, cuando consta fehacientemente la voluntad de quien desea ser ayudado a morir dignamente. Si se pretende que nuestro Derecho sea el propio de un Estado democrático fundado en la dignidad y la libertad no puede criminalizarse la eutanasia conforme a la voluntad del ciudadano. La regulación jurídica ha de ir destinada a garantizar que dicha voluntad se ejecuta precisamente con la máxima libertad. Ni siquiera hay, en estos casos, como a veces se pretende, un conflicto entre valores: vida y libertad no son antagónicos sino que se implican, la vida no puede imponerse contra la voluntad. Por eso es también función del Estado adoptar las medidas necesarias para garantizar que la decisión es libre regulando adecuadamente la expresión de la misma a través de los instrumentos jurídicos pertinentes, tales como las declaraciones previas, los documentos de últimas voluntades y, en todo caso, la constancia de cualquier manera de la decisión propia cuando ésta pueda ser emitida.
Y es también el libre desarrollo de la personalidad el fundamento de las tomas de decisión en orden a preservar la dignidad que puedan adoptarse por terceros cuando resulta imposible recabar la voluntad del sujeto o cuando ésta simplemente no puede existir. La imposición del mantenimiento de la vida con alto grado de sufrimiento o de vidas carentes de dignidad, es decir, sin el menor nivel de libertad, no son funciones de las que deba apropiarse el Estado porque eso también supone una invasión en la capacidad de decisión de quienes pueden y deben hacerlo por proximidad o por profesión. Sin duda que deben perseguirse las actuaciones contrarias a los intereses de la persona en nombre de la cual se actúa y cuya voluntad se suplanta, pero eso constituye una cuestión muy diferente que no puede justificar la vigencia del actual artículo 143 del Código penal español.
6. Consecuencia, por otra parte, de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de la personalidad como fundamentos del Estado de Derecho ha de ser la consideración de la maternidad como fruto de la libre elección de la mujer. Su imposición contra la voluntad de ésta supone una suerte de instrumentalización que desnaturaliza su condición de persona, para convertirla en una especie de incubadora humana, lo que resulta absolutamente incompatible con su dignidad. Sólo desde sentimientos de culpabilidad o de consideraciones religiosas cuya obligatoriedad es inadmisibles en un Estado plural cabe la imposición de una maternidad no deseable. Por eso una regulación adecuada de la interrupción voluntaria del embarazo tiene que respetar el derecho a decidir de la mujer, porque sólo así la continuidad del embarazo y la consiguiente maternidad serán una acción y no un hecho impuesto contra su dignidad.
La vida prenatal es un interés constitucional que deriva de la valoración de la vida consiguiente al reconocimiento del derecho a ésta. Y los derechos, como ha recordado el Tribunal Constitucional, sólo son predicables de los ciudadanos, condición que se adquiere con el nacimiento. La vida prenatal es, por tanto, un valor, un interés constitucional que deriva justamente de la viabilidad, de ser una vida postnatal potencial. La vigente L0 2/2010, de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo adopta un sistema que permite, durante las catorce primeras semanas de embarazo, interrumpir éste por voluntad de la mujer siempre que se le haya facilitado información adecuada, se realice en un centro público o privado autorizado y se cumplan determinados trámites.
La ley ha sido objeto de un recurso de inconstitucionalidad en este momento pendiente de resolución. Lo que está en cuestión es si la impunidad del aborto en el sistema del plazo con información es o no ajustada a la Constitución. En un recurso similar, el Tribunal Constitucional alemán, en su Sentencia de 28 de mayo de 1993, consideró adecuado a la Ley Fundamental el sistema del plazo con asesoramiento: la obligación de someterse a un proceso que informa a la embarazada de los beneficios que puede obtener si decide continuar con el embarazo, llevada a cabo con la pretensión de conseguir dicha continuidad constituye, a decir del tribunal alemán, una alternativa adecuada a la penalización, durante la primera fase de la gestación.
Se resalta, en este sentido, que la relación existente entre los bienes en conflicto –libre desarrollo de la personalidad de la embarazada y vida del concebido y no nacido- no es la misma que la que pueda darse entre dos derechos fundamentales que puedan coexistir sometidos a una ponderación en caso de conflicto en que se respete su “contenido esencial” (como ocurre, por ejemplo, con el honor y las libertades de expresión e información). Y no es la misma, precisamente, porque en este caso no es posible salvar el “contenido esencial”: la resolución del conflicto obliga a sacrificar uno de los bienes: o se obliga a la embarazada a continuar el embarazo y parir en contra de su deseo, lo que significa concebir la maternidad como una obligación- o se autoriza matar al concebido y no nacido en nombre de la consideración de la maternidad como una opción libre y voluntaria. Este particular conflicto -“dualidad en la unidad”- sólo puede ser resuelto atribuyendo la prioridad a cada uno de los bienes según el momento en que haya que decidir: la dignidad de la embarazada se impone durante la primera fase; la vida del concebido, durante el resto del embarazo –salvo que subsista alguno de los supuestos que hacen particularmente inexigible la continuidad del mismo-.
El Gobierno español acaba de retirar del Parlamento el Proyecto de Ley Orgánica para la Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada que pretendía sustituir la ley vigente por un muy restrictivo sistema de las indicaciones o supuestos; tan restrictivo que imponía la continuidad del embarazo en casos de graves malformaciones en el feto y hasta próximos a la inviabilidad. El “Proyecto Gallardón”, que se ha cobrado la vida política de su mentor, era una expresión sumamente radicalizada de un sistema que, ya de por sí y aun en sus versiones más amplias, resulta insatisfactorio. La impunidad del aborto se produciría exclusivamente cuando se dieran los supuestos recogidos en la ley y que suponen en todo caso circunstancias excepcionales de inexigibilidad a la mujer en la continuidad de su embarazo. Pero impone la maternidad cuando no se dan tales circunstancias. No hay, por tanto, opción en los supuestos ordinarios. Se desconoce con ello el libre desarrollo de la personalidad de la embarazada.
Por todo ello cabe entender que la ley vigente en España no sólo es plenamente constitucional sino que es la expresión del único sistema de regulación del aborto que se ajusta a las exigencias del Estado democrático de Derecho, porque es el único que reconoce la maternidad como resultado de la libre decisión de la mujer; es decir, el único compatible con su dignidad, fundamento del propio Estado democrático.
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