Una nueva biografía sobre el pensador francés rescata la obra de un prolífico escritror impío, subversivo y revolucionario cuyo talento no se circunscribre sólo a la edición de la ‘Enciclopedia’
Cuando los revolucionarios parisinos tomaron la Bastilla en 1789, sentenciando definitivamente un ancien régime que se había asentado sobre el absolutismo de la monarquía católica, pocos reivindicaron la figura del philosophe que había colocado los cimientos intelectuales de la modernidad. Puede resultar paradójico que la Revolución Francesa le diera la espalda al impulsor del proyecto editorial más ambicioso de la Historia, la Encyclopédie, gracias a la cual se cuestionaron muchas de las verdades aceptadas como eternas e inmutables durante siglos.
Nada hay, sin embargo, de extraño. Para entonces, Diderot llevaba ya cinco años muerto, pero los líderes revolucionarios, explica Andrew S. Curran en Diderot y el arte de pensar libremente (Ariel), se dieron cuenta de que «no había mejor modo de sentenciar el movimiento que dejarlo contaminarse por el ateísmo que Diderot representaba. Hacerlo implicaba privar a la ciudadanía francesa no sólo de un Dios, sino de la consoladora perspectiva de una vida en el otro mundo».
Impío para Luis XV e impío para Robespierre. Porque si algo hay de esencial en su obra es la corrosiva forma en la que atacó los dogmas cristianos, pese a haber sido educado en el seno de la Iglesia. Antes que cualquier otra cosa, y fue muchas, Diderot fue un convencido ateo, lo que le llevó a discrepar con los otros dos grandes nombres de la Ilustración francesa, Voltaire, con el que mantuvo una intensa correspondencia, pero al que sólo vio una vez al final de su vida, y Rousseau, uno de sus más tempranos amigos desde que llegó a París para estudiar Teología, pero con el que acabó rompiendo públicamente hasta el insulto definiéndolo como un «monstruo».
Sabemos poco de sus primeros años de vida, explica en conversación con este periódico el profesor de la esta- dounidense Universidad Wesleyana. Pero sí que «la intención de Diderot cuando llegó a París a la temprana edad de 14 años (1728) no era la de entrar en conflicto con la Iglesia francesa». No hay que olvidar, sigue Curran, «que era el primogénito de un fabricante de cuchillos de la pequeña y muy religiosa ciudad de Langres y que toda su familia era bastante devota. La idea era presumiblemente que, después de unos años, fuese ordenado y llevase una vida dignamente remunerada y prestigiosa como eclesiástico, bien como sacerdote local o incluso como doctor en Teología en la Sorbona«. Pero no sólo no cumplió el deseo de sus padres (tampoco lo hizo cuando se casó sin su consentimiento con una lavandera), sino que muy pronto empezó a ser conocido como escritor subversivo e incluso pornógrafo (en La joyas indiscretas aparecían vaginas parlantes que cuentan sus aventuras a un sultán africano), a pesar de que sus textos se publicaban de forma anónima.
A los 33 años, tras dar a la imprenta una obra de la que aparecieron hasta seis ediciones en poco tiempo, Pensamientos filosóficos, tenía ya un expediente policial propio en el que se le calificaba de «libertino», «blasfemo» y «hombre peligroso que habla con desprecio de los misterios de nuestra religión». Tres meses en una hedionda, húmeda y fría celda de la cárcel de Vincennes bastaron para frenar en seco la carrera literaria de un Diderot que se dedicó desde entonces, aparentemente en exclusividad, a sacar adelante los 17 tomos de la Enciclopedia. Una tarea que siempre consideró la más ingrata de su vida, en la que perdió a varios de sus amigos, en especial a Rousseau y a D’Alembert, que abandonó en 1758 el proyecto que habían iniciado juntos, y en la que tuvo que vivir bajo la amenaza de volver a ser detenido y soportando duros enfrentamientos con el Rey y las autoridades religiosas, con los jesuitas (que pretendían quedarse con el proyecto) y hasta con el impresor, Le Breton, que para sortear los problemas con la censura de una obra que había sido secuestrada varias veces y había perdido ya, en 1765, el privilegio de publicación, decidió amputar decenas de artículos de los últimos 10 volúmenes, provocando una encendida cólera en Diderot: «¡Así que este es el resultado de 25 años de duro trabajo, esfuerzos agotadores, peligros y mortificaciones de todo tipo! ¡Un incompetente, un ostrogodo, lo destruye todo en un instante!«.
A pesar de su insatisfacción, la Enciclopedia, explica Curran, es el «logro supremo de la Ilustración» e hizo avanzar las ideas «de un modo que nadie, ni Voltaire, y menos aún Rousseau, había logrado hasta entonces (…) Bajo su dirección, el conocimiento se había transformado en una forma de combate político«. La Revolución, cuyo estallido bélico no llegaría hasta 1789, había comenzado en realidad unos años antes, en 1751, cuando apareció el primer tomo de la Encyclopédie.
Desde 1772, cuando pone fin a su trabajo en la obra, un Diderot ya con casi 60 años, se dedica a recuperar los textos que había ido escribiendo y guardando, por prudencia, en un cajón, retomando de nuevo el pulso de su escritura.
Para Curran esta es «la segunda e inequívocamente más importante etapa de su carrera, la que llevó a cabo trabajando en la sombra». Se descubre entonces como un moderno crítico de arte en los salones del Louvre que inspiró a «Stendhal, Balzac o Baudelaire«; como un pensador político antiabsolutista y liberal, que realiza informes para Catalina la Grande, a la que visita en San Petersburgo en 1774, convirtiéndose con el tiempo, afirma Curran, «en el escritor favorito de Marx«; como anticolonialista anónimo, participando en la Histoire des deux Indes, del abate Raynal, un exitoso estudio crítico sobre la colonización europea; como un dramaturgo de éxito cuyas piezas burguesas llenaban los teatros de toda Francia. En fin, como un novelista brillante en La religiosa o Jacques el fatalista, y un pensador epicúreo y estoico en su Ensayo sobre la vida de Séneca o en los diálogos filosóficos El sueño de D’Alembert y El sobrino de Rameau, considerada su obra maestra.
Su escritura es una apuesta por la felicidad a toda costa. «Sólo hay una virtud, la justicia; sólo un deber, ser feliz; y un corolario, no exagerar la importancia de la propia vida ni temer a la muerte», dejó escrito los últimos años de su vida. Lector de Lucrecio y de Spinoza, sus textos son de un profundo materialismo y de un ateísmo tan radical que le llevó a anticipar en su popular poema Les éleuthéromanes: «Y con las tripas del último sacerdote estrangularemos al último rey»