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Democracia y laicidad

El dilema entre democracia y confesionalidad religiosa reside en que hay dos soberanías que se excluyen entre sí

En el año 2013 leí el clarividente libro de Paolo Flores d'Arcais Democracia. En él hay un capítulo, titulado "Democracia y ateísmo", al que no dediqué mucha atención, quizás porque juzgué que el contenido del mismo, a diferencia de los restantes, no tenía demasiado que ver con los factores reales que están tergiversando la esencia de la democracia en nuestro país. Sin embargo, hace unos meses dicho autor publicó un opúsculo dedicado exclusivamente a analizar ese tema y ahora, viendo el papel de la religión en la nueva ley de educación y el anteproyecto de ley del aborto, me ha parecido relevante dedicar este artículo a comentar las razones aportadas por dicho autor en favor de una democracia sin Dios.

Si el ethos común de la democracia es que las leyes las elaboran los parlamentarios, elegidos libremente por el pueblo de acuerdo a las diversas creencias e ideologías del partido político al que pertenecen, y el ethos de cualquier religión es el sometimiento a la ley divina, interpretada y actualizada por los órganos supremos de cada religión, la incompatibilidad entre teísmo y democracia parece evidente. Para cualquier persona que intente gobernar democráticamente un país, el criterio supremo de su comportamiento político es el respeto a cualquier ideología que no contradiga la constitución y el resto de leyes. En cambio, para un gobernante que intente insertar en las leyes su creencia religiosa, el supremo criterio ético es la ley divina. Apoyándose en los argumentos expuestos, el autor del libro concluye que la esfera pública, si quiere ser democrática, tiene que ser atea y que las creencias religiosas deben pertenecer al ámbito privado.

 
 

Según Paolo Flores, los tres bancos de prueba en donde se ve más clara la incompatibilidad de una democracia teísta con los postulados básicos de una democracia basada en el principio de "una persona, un voto" son las escuelas y las leyes sobre el aborto y la eutanasia. En esencia, los argumentos esgrimidos por dicho autor son los siguientes.

Una escuela confesional resulta excluyente para los alumnos cuyas familias sean ateas o pertenezcan a otra confesión religiosa diferente a la hegemónica. Es por eso que en una escuela democrática las religiones deben tener cabida únicamente como historia de las ideas de lo sagrado, del origen y evolución de todas las religiones y, por supuesto, de la historia del laicismo y del ateísmo. Para las familias que deseen que sus hijos sean educados de acuerdo con los principios de la religión a la que pertenezcan están las iglesias, lo cual implica que todo gobierno democrático tiene la obligación de permitir la existencia sagrados de cuantas confesiones religiosas lo soliciten, vigilando que en su seno no se predique el odio contra las restantes religiones, o se inculque el no respeto a las leyes.

Un gobierno que, apoyándose en una mayoría parlamentaria suficiente, apruebe una ley sobre el aborto siguiendo al pie de la letra los postulados defendidos por una determinada religión, deja de ser democrático, ya que excluye al resto de ciudadanos que no comulguen con esos postulados. En este importante tema, el criterio democrático a la hora de legislar debería ser el seguimiento de los descubrimientos científicos en torno a lo que puede ser considerado vida humana. Paolo Flores cita una serie de científicos para demostrar que no se puede afirmar que tienen vida humana los zigotos, las mórulas, las blástulas, o las gástrulas indiferenciadas de las células. Solo cuando en el feto aparece el córtex prefrontal, cosa que no ocurre antes del cuarto mes de embarazo, cabe hablar de vida humana desde el punto de vista científico. Por lo tanto, la defensa de la vida humana quedaría perfectamente respetada con una ley de plazos, en la que se contemple, además, el peligro para la vida de la madre y del feto. Por lo que se refiere a la eutanasia, la tesis que mantiene Paolo Flores es que la vida de cada persona corresponde a esa persona y solo a ella. "Si sobre la vida (en especial en su fase terminal) decide quien la vive, podemos hablar de vida humana; si quien decide es otro, el carácter humano de la vida queda borrado y reducido a objeto, quienquiera que sea ese otro que decide: médico, pariente, obispo, imán, o incluso una mayoría parlamentaria. Un parlamento que niega el derecho a la eutanasia se convierte en verdugo premoderno de condenados inocentes".

En resumen, el dilema crucial entre democracia y confesionalidad religiosa reside en que hay dos soberanías que se excluyen entre sí. O bien es la ley divina la que prevalece, o es la soberanía de toda la ciudadanía, en la que, por regla general, imperan muy distintas creencias religiosas. "En una democracia habla el ciudadano en nombre propio y jamás puede hacerlo en nombre de ningún Dios. Es por eso que un debate parlamentario democrático no puede tener como referente ético ninguna ley divina, ya que el agnóstico y el ateo no pueden reconocerlo, o cualquier fiel tacharía de anatema los argumentos del creyente de otra religión. El creyente motivará sus convencimientos éticos sobre la base de las verdades de su fe, pero para ser demócrata tendrá que renunciar a anhelar, y más que nunca a proponer, que la ley sancione como delito lo que para su dogma es pecado".

Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza

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