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Se nos sumerge, desde que nacemos, en un mar de miedos, de culpas, pecados y terror
Los 20 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Felicidad. La propuesta proviene de una decisión de la ONU para reconocer la importancia de la felicidad y del bienestar en el desarrollo del individuo y de las sociedades, como parte importante de lo que llamamos progreso. Aunque, en realidad, la iniciativa inicial proviene de un pequeño país asiático, Bután, que en los años 70 impulsó la maravillosa consideración de la felicidad de sus habitantes por encima de su Producto Interior Bruto.
Aristóteles, uno de los más grandes filósofos de la cultura clásica y, probablemente de todos los tiempos, decía que la felicidad es el mayor bien al que el hombre puede y debe aspirar; es decir, es el mayor objetivo de la existencia humana. A lo largo de la historia muchos sabios y eruditos han hablado de la enorme importancia de la búsqueda de la felicidad, que implica el proceso de evolución y crecimiento que otorga sentido a la existencia. Decía el gran Borges en uno de sus poemas tardíos que “He cometido el peor pecado que un hombre puede cometer: No he sido feliz”. Y es que, efectivamente, la felicidad, el bienestar, la realización, la plenitud son no sólo un derecho, sino también un deber por el hecho de existir.
Sin embargo, a lo largo de la historia hemos vivido en Occidente, por influjo de la religión y la cultura cristiana, todo lo contrario, la criminalización de la felicidad, del contento, del bienestar como algo pecaminoso y negativo. Se nos sumerge, desde que nacemos, en un mar de miedos, de culpas, pecados y terror. Fuego eterno, castigo divino, herejía, valle de lágrimas, infierno, purgatorio, limbo, averno, diablo, pecados… todo un extenso catálogo de horrores, de amenazas, de chantajes existenciales conforman el corolario dogmático religioso del cristianismo y, en general, de todas las religiones monoteístas que, al decir de algunos, son una herramienta perfecta de manipulación y de sometimiento.
Precisamente en estos días de la llamada semana santa, se hace extensa apología del dolor y del sufrimiento con ese gran festival de culpas, penas, llantos, Cristos ensangrentados y yacentes, y madres llorosas pululando por toda la geografía nacional en nombre de lo que llaman “tradición”. A pesar de ello, y contra ello, cualquier Estado democrático tiene, o debe tener como objetivo el progreso, el bienestar y la felicidad de los ciudadanos, lo cual aparece recogido en las principales constituciones del mundo moderno, en la Declaración de independencia de los EEUU, así como en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Aunque es evidente que los gobiernos de corte neoliberal, tan aliados al pensamiento religioso, buscan todo lo contrario, exactamente lo mismo que todos los sistemas políticos tiránicos de la historia, el enriquecimiento propio y corporativo, el abuso de los ciudadanos, marginados por el poder, la miseria para los otros y la felicidad sólo para ellos.
Ya desde sus propios principios el cristianismo acabó con todos los postulados filosóficos que hablaban de la búsqueda de la plenitud y la felicidad en la antigua Grecia, y del famoso Oráculo de Delfos, cuya premisa (Nosce te ipsum, conócete a ti mismo) se sustituyó por la apelación de la indignidad humana y de la sumisión absoluta del ser humano a los designios divinos. La inglesa Catherine Nixey lo explica muy bien en su libro “La Edad de la penumbra: Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico”. Y hubo que esperar veinte siglos para que la Psicología naciera como ciencia en el siglo XX, aunque centrada en curar y sanar la patología, y no en buscar el bienestar y la felicidad que, ya digo, por influjo de la dogmática religiosa se ha dado en considerar como un lujo, una superficialidad, cuando no un pecado mortal.
Sin embargo, cada día más existe esa conciencia liberada de los miedos, culpas y castigos divinos que justifican la infelicidad y la existencia desdichada; esa conciencia de búsqueda del bienestar y la satisfacción con la vida que tendría que ser posible para todos los seres humanos. Y apenas hace dos décadas que la Psicología cuenta con una rama de investigación científica, llamada Psicología Positiva, que se centra no sólo en la disfunción, en corregir debilidades, sino también en potenciar los recursos, las fortalezas y en las herramientas que permiten conseguir una vida satisfactoria y plena. En palabras de Martin Seligman, uno de sus grandes representantes, esta nueva rama de la Psicología es el estudio científico de las experiencias positivas, de los rasgos positivos, de las instituciones que facilitan su desarrollo, y de los programas que ayudan a mejorar la calidad de vida de los individuos y de las sociedades. Maravilloso.
Según el reciente Informe anual Mundial sobre la Felicidad, auspiciado por la ONU, en 2024 Finlandia, por séptima vez consecutiva, se posiciona como el país más feliz del mundo. Seguido por Dinamarca, Islandia y Suecia. Es indudable que, a pesar del clima frío, son países en los que existe una importante cultura democrática, en los que se cuida enormemente todo lo público y, muy importante, son países laicos, con muy escasa presencia de religiosidad y siempre en el ámbito privado. Todo lo contrario que en España. Por tanto, la relación estrecha entre democracia, laicidad y felicidad es mucho más que evidente.
Coral Bravo es Doctora en Filología