Empiezo la columna de esta semana con el mismo mal sabor de boca que en otras ocasiones en que se produce una noticia de este tipo. Un tribunal aplica una ley, en base a unos hechos demostrados por unas pruebas, y la gente despotrica contra ese tribunal. ¿Por qué? Porque la ley no les gusta. Luego, irán a las urnas a votar al mismo partido que deja que esa ley continúe como está.
Pero centremos la cuestión. La noticia es que ha sido condenada Rita Maestre por el asalto a la capilla universitaria de la Complutense. Se trata de una cuestión compleja, porque afecta a diversos derechos fundamentales en conflicto, al uso de espacios públicos, a la aconfesionalidad del Estado y hasta al uso torticero de la denuncia penal para atacar al adversario político. Sin embargo, en un par de vistazos a Twitter, he quedado saturado de sabios capaces de resumir la cuestión en 140 caracteres.
Cuando el Estado de Derecho comenzó a configurarse, allá por la época de la Revolución Francesa, y emergió la primera oleada de derechos fundamentales, estos eran sobre todo de carácter individual. Derechos del ciudadano frente al Estado. Y si la libertad de expresión les parece algo revolucionario para aquella época, prueben con la libertad de culto. Recuerden: la separación Iglesia-Estado era algo exótico, la religión oficial era algo común, y lo de pertenecer a un credo distinto era un deporte de alto riesgo.
Se lo pueden contar los peregrinos del Mayflower, los padres fundadores de la patria yanqui, que huían de una persecución religiosa. Precisamente por eso, la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos establece la radical prohibición de cualquier religión oficial, así como la completa libertad de culto. Es lo que se conoce como “Establishment Clause”.
Ahora bien, el reverso de esta libertad de culto es la protección penal de la misma: será delito perturbar la libertad para expresar las creencias religiosas.
Sin embargo, en España, como siempre, hacemos las cosas con un toque creativo. Tradicionalmente, los Estados se reparten, en función de su forma de organización territorial, en federalistas y centralizados, pero a nosotros se nos ocurrió la originalidad de las autonomías. Pues con lo de la religión, lo mismo: tenemos un Estado “aconfesional”, que no es exactamente lo mismo que laico. O si lo prefieren, es laico, pero sólo la puntita. Porque es cierto que no hay religión oficial, aunque tengamos un ministro que le pone medallas a vírgenes y dice que un ángel le ayuda a aparcar, pero se reconoce el hecho de la preponderancia de la religión católica en nuestro país. Es el problema de consagrar datos sociológicos en textos constitucionales: lo que era público y notorio en el 78, puede que sea algo más discutible en la actualidad.
El caso es que el mismo artículo de la Constitución dice que no hay religión oficial, pero que el Estado deberá establecer relaciones de cooperación con las principales confesiones (guiño-guiño, codazo-codazo), que es como aludir a “una cadena de grandes almacenes” para no decir El Corte Inglés. Y de ahí viene el famoso Concordato con la Santa Sede. Un tratado internacional (recordemos que el Vaticano es un Estado reconocido hasta por la ONU, aunque no tenga la calidad de miembro) que, entre otras cosas, facilita que haya cosas tan contradictorias como una capilla destinada a actos de culto en un espacio público como es el campus de una universidad estatal, la Complutense.
Este es el hecho contra el que protestaban las personas que, en 2011, irrumpieron en la citada capilla universitaria. Hasta ahí, una protesta legítima contra lo que consideran un atentado contra la separación Iglesia-Estado. El problema, como siempre, viene en los detalles, en el cómo se ejecutó esa protesta. Porque siempre que se criminaliza algún acto de protesta cívica, hay alguien que saca a relucir a Rosa Parks y a Mahatma Gandhi.
La primera, como bien sabrán, era una mujer trabajadora de color (negro), que un buen día decidió que le tocaba mucho los ovarios tener que sentarse en la parte trasera de un autobús, espacio reservado para los de su raza por la legislación de la época. Así que plantó sus reales en un asiento “para blancos” y se negó a moverse de allí. Lo del líder indio de la resistencia pacífica fue lo que bautizó al fenómeno como “desobediencia civil”. Y si algo caracterizó a la desobediencia civil no fue contravenir las reglas, que eso lo hace cualquiera. Fue aceptar el castigo, precisamente para demostrar su injusticia. Gandhi se comió una condena a seis años de prisión, asumiendo responsabilidades que no le correspondían, para evitar que otros pagaran por él. Ni se defendió, ni recurrió la sentencia. Finalmente, tras cumplir sólo dos años, consiguió sus objetivos.
Pero vamos al tipo penal. El delito por el que se acusaba a Rita Maestre, de lo que se deduce de las informaciones periodísticas, es el de profanación. Hay gente a la que le resulta anacrónico el término. La verdad es que nuestro ordenamiento jurídico está lleno de palabras viejunas: enfiteusis, usufructo, receptación… Por tener, tenemos hasta latinajos como “habeas corpus” o “in dubio pro reo”. Imagino que, para contentar a estos adalides de la modernidad, deberíamos suprimir estos resabios decimonónicos, y usar exclusivamente palabras de dos sílabas como “chungo” o “molón”.
El caso es que la profanación se refiere a actos que chocan frontalmente contra los principios básicos de una religión, suponiendo un atentado contra las creencias de sus adeptos. Se protege a los creyentes, no a su creencia, que como decía V, el protagonista de “V de Vendetta”, las ideas son a prueba de balas. ¿Desnudarse en una iglesia atenta contra la sensibilidad de los católicos? Posiblemente, aunque el desnudo no sea integral. Pero, indudablemente, algunos cánticos referidos a la desaprobación del cunilingus en las relaciones lésbicas, o a combatir la influencia de Roma con la fuerza de sus órganos genitales, parece que entrarían en la categoría.
El argumento más escuchado para justificar actos que, formal y materialmente, encajan como un guante en el tipo penal, es un remedo del “y tú más”. O sea, lo de empelotarse en la capilla y gritar “arderéis como en el 36” está feo, pero mucho peor es que se destinen locales públicos al uso de una religión.
Y sin embargo, las gentes que participaron en estos actos provienen de un entorno en el que deberían estar familiarizados con un principio básico del Derecho, aunque sólo sea porque lo usan habitualmente: la protección de la posesión, aunque sea injusta, contra las vías de hecho.
Me explicaré. Cuando un okupa se mete en un inmueble ajeno, cambia la cerradura, se engancha al suministro eléctrico y descuelga una pancarta de “casa okupada”, está en una situación materialmente antijurídica, pero formalmente protegida. No es el propietario, y puede ser desahuciado, pero tendrá que serlo por vías legales. Porque, en la práctica, pasa a ser un poseedor aparentemente legítimo. Así, no cabe que el verdadero titular del inmueble llegué allí, y por su propia mano, eche a los ocupantes para restablecer la situación inicial. Incluso la policía suele advertir a los propietarios contra la tentación de hacerlo, ante la estupefacción de muchos de ellos. Hay que esperar a que un juez dicte la resolución oportuna, y se produzca el lanzamiento por vías jurídicamente aceptables. La saturación de los tribunales hace que, en muchas ocasiones, esta salida legal se demore en el tiempo, favoreciendo la posición de los ocupantes.
Así, aunque se considere ilegítima la ocupación de terrenos de la Complutense por parte de una confesión religiosa, lo cierto es que están en una situación tutelada por la ley. Y si uno decide practicar la desobediencia civil, la mínima coherencia exigiría que no se quedasen con la mitad que interesa, la de desobedecer la norma, y asumiesen la parte incómoda, la de aceptar las consecuencias.
Bola extra: al parecer, la sentencia ha impuesto la pena mínima, pues entre las alternativas de prisión o multa, se ha optado por ésta, y se ha impuesto en su menor extensión, doce meses. Lo que no me explico es por qué a una concejal, que públicamente ha renunciado a la parte de su sueldo que exceda de tres veces el salario mínimo interprofesional, le meten una cuota de doce euros diarios. La misma que se le puso, en su día, a un magistrado del Constitucional que se levantaba más de cien mil lereles brutos al año, conferencias y bolos aparte.
Bola extra 2: ya he leído por ahí el argumento de por qué no existe un delito similar que proteja a los ateos. Existe. De hecho, hay dos: obligar a alguien que no cree a realizar actos de una fe que no profesa, y hacer escarnio de quien no profese creencia alguna. La cuestión es que los católicos ya ocupan un espacio común, por ejemplo, en Semana Santa, así que muchas de las protestas contra esto se basan en invadir este espacio y escandalizar a los creyentes. Como el ateísmo no ocupa ese tipo de espacios públicos, resulta difícil que los católicos incurran en el tipo.