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Defensa lúcida del escepticismo ilustrado · por Francisco R. Breijo-Márquez

​Descargo de responsabilidad

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Se cuenta que Voltaire murió el 30 de mayo de 1778 en París, a la edad de 83 años (el tío supero con creces la esperanza de vida de aquellos tiempos). Su muerte fue consecuencia de una afección prostática.

En la fachada de un edificio no muy alto, de color blanco, ventanas pequeñas marrones, por los Campos Elíseos parisinos, pude leer en una pequeña placa recordatoria, que en esa casa había muerto Voltaire. Me quedé impresionado. Imaginé el evento una y otra vez. Se cuenta que Voltaire murió el 30 de mayo de 1778 en París, a la edad de 83 años (el tío supero con creces la esperanza de vida de aquellos tiempos). Su muerte fue consecuencia de una afección prostática. Los médicos de entonces intentaron aliviarlo con sangrías, cateterismos rudimentarios y opiáceos, pero sin éxito real.

Voltaire había regresado a París apenas unos meses antes, en febrero de 1778, después de casi 28 años de exilio voluntario, sobre todo en Ferney, cerca de la frontera suiza. Fue recibido con entusiasmo por la élite ilustrada y la alta sociedad francesa, y homenajeado en la Comédie-Française con la representación de su tragedia Irène, durante la cual fue ovacionado en pie. Sin embargo, este regreso triunfal le pasó factura física.

En el lecho de muerte, hubo controversia con el clero: como era habitual, se le pidió que se reconciliara con la Iglesia católica. Voltaire, siempre irónico y anticlerical, se negó a retractarse de sus escritos críticos contra la religión organizada, especialmente contra la intolerancia y el fanatismo. Según algunos relatos, pronunció su famosa frase: «Ahora no es el momento de hacer enemigos», cuando le preguntaron si renunciaba a Satanás, aunque esta anécdota, muy citada, no tiene confirmación documental directa.

Fue enterrado en secreto en la abadía de Scellières, en Champagne, ya que el clero parisino había prohibido su entierro en terreno consagrado. No obstante, en 1791, durante la Revolución Francesa, sus restos fueron trasladados al Panteón de París, en una ceremonia majestuosa, como símbolo de los ideales ilustrados. Su tumba, aún hoy, lleva la inscripción: “Poète, philosophe, historien, il fit rayonner le siècle des Lumières”. – y eso que no sé ni papa de francés -.

En la tradición ilustrada del siglo XVIII, dos figuras se erigen como columnas antagónicas de una misma arquitectura intelectual: Jean-Jacques Rousseau y François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire. Ambos pretendieron comprender la naturaleza humana y sus vínculos con la sociedad, pero lo hicieron desde perspectivas radicalmente opuestas. Rousseau creyó en la bondad originaria del hombre y en la corrupción provocada por la vida en sociedad. Voltaire, por el contrario, consideró que el hombre nunca fue virtuoso por naturaleza, y que la sociedad no lo redime, sino que lo hace más peligrosamente estúpido, organizado, doctrinario. Si he de elegir, me inclino hacia Voltaire. No por simple cinismo, sino porque su filosofía, aunque descarnada, me parece más afilada, honesta y útil para entender la condición humana sin adornos.

Voltaire no fue un filósofo de sistema. No construyó una ontología ni una metafísica. Fue, en cambio, un ensayista, un novelista, un panfletista brillante. Su filosofía es la del observador lúcido que desconfía de toda forma de entusiasmo ideológico. Creía en el progreso, pero no en la redención. Apostaba por la razón, pero desconfiaba de los hombres. Rechazaba la religión institucional, pero también despreciaba el sentimentalismo filosófico. Su humanismo es seco, ilustrado, escéptico. Y por ello, terriblemente contemporáneo.

CONTRA LA MITOLOGÍA DEL BUEN SALVAJE

Rousseau escribió en su Discurso sobre el origen de la desigualdad (1755) que el hombre era naturalmente bueno y que la sociedad lo había pervertido. Esta idea, aunque noble en intención, implicaba aceptar una visión casi mitológica del “buen salvaje”, una criatura imaginaria, no contaminada por la propiedad, el artificio y la codicia. Voltaire reaccionó con sarcástica incredulidad. En una célebre carta, escribió: “Nunca he recibido más que una única copia del libro de Rousseau que demuestra que el hombre es naturalmente bueno, y al mismo tiempo me roba mis pantalones.”

No se trata de una burla gratuita. En el fondo, Voltaire ataca la ingenuidad rousseauniana, su tendencia a idealizar una humanidad que nunca ha sido vista en estado puro. Para Voltaire, la naturaleza no es una arcadia perdida, sino una selva brutal. Y si el hombre no ha mejorado, al menos ha encontrado modos de civilizarse: la ley, la ciencia, la crítica, el escepticismo. Lo natural, para él, es la ignorancia, la superstición, el miedo, y la violencia. No hay un Edén perdido. Hay, con suerte, un jardín cultivado con mucho esfuerzo.

EL PENSAMIENTO COMO ARMA DEFENSIVA

Voltaire no creía que el pensamiento pudiera redimir al hombre. Pero sí podía, al menos, defenderlo de sus propios excesos. Su lucha fue contra el fanatismo, el dogma, la intolerancia. El fanático, para Voltaire, no es una excepción, sino una posibilidad muy humana. La historia lo había enseñado: guerras religiosas, inquisiciones, linchamientos. No se trata de fallos del sistema, sino de pasiones profundamente arraigadas. “Quienes pueden hacerte creer absurdos, pueden hacerte cometer atrocidades”, escribió.

Por eso defendió la libertad de conciencia, no como un derecho sentimental, sino como una necesidad política. En su Tratado sobre la tolerancia (1763), motivado por el caso Jean Calas —un protestante injustamente ejecutado por el asesinato de su hijo, cuando en realidad fue un suicidio—, Voltaire denuncia la intolerancia religiosa como crimen legalizado. Este texto se convirtió en bandera del pensamiento ilustrado. Pero más allá de su retórica, hay una tesis clara: si el hombre no es bueno, al menos que esté vigilado por la ley y la razón. Si la sociedad no mejora al individuo, al menos que limite sus efectos destructivos.

VOLTAIRE, EL HOMBRE INCÓMODO

La vida de Voltaire está plagada de anécdotas célebres —como su estancia en la Bastilla o su relación conflictiva con Federico el Grande—, pero algunas menos conocidas revelan aún más su carácter implacable. Una, casi olvidada, ocurrió durante su estancia en Inglaterra, donde encontró refugio entre 1726 y 1729 tras ser exiliado de Francia. Allí quedó fascinado con el sistema parlamentario y con la tolerancia religiosa. Pero también protagonizó una escena peculiar: fue expulsado de un club londinense por negarse a brindar por el rey Jorge I. Alegó que brindar por un monarca era una forma de idolatría. “Brindaré por Newton o Locke, pero no por el azar de la sangre”, sentenció.

En otra ocasión, en Ginebra, ciudad que visitó antes de establecerse en Ferney, organizó funciones teatrales en su casa porque el consistorio calvinista prohibía el teatro. Las funciones se hacían en secreto, hasta que un vecino lo denunció. Voltaire escribió una carta falsa haciéndose pasar por un noble alemán que había quedado encantado con la pieza. Envió la carta al consistorio. Cuando los magistrados se vieron halagados por el visitante extranjero, retiraron la queja. Astuto, sí. Pero también revelador de su método: la ironía al servicio de la razón.

Y no puede pasarse por alto su extraña relación con Catherine Olga, una campesina de Saboya. Voltaire la empleó como criada, pero le enseñó a leer y escribir, le pagó una dote, y la casó con un administrador de Ferney. Algunos estudiosos creen que esta mujer inspiró el personaje de Paquette en Cándido. Más allá del dato anecdótico, muestra que Voltaire no sólo predicaba la civilización; también la practicaba.

CÁNDIDO COMO REFUTACIÓN SISTEMÁTICA DEL OPTIMISMO

En Cándido (1759), su novela más famosa, Voltaire destruye la idea leibniziana de que “todo sucede para bien”. El protagonista, educado en el optimismo filosófico, recorre un mundo repleto de injusticia, violencia y absurdo: desde la Inquisición portuguesa hasta el terremoto de Lisboa, pasando por la esclavitud en América y la guerra en Europa. Cada experiencia es una prueba contra la teoría. El mundo no es racional ni moral. Es, en el mejor de los casos, soportable. La conclusión no es mística ni heroica: “Debemos cultivar nuestro jardín.”

Esta metáfora final resume la ética voltairiana: no cambiar el mundo, sino trabajar sobre lo inmediato. No ilusionarse con la bondad del hombre, sino crear condiciones para limitar su idiotez. No adorar ideales, sino construir prácticas. No mirar al cielo, sino remover la tierra.

LA DESCONFIANZA HACIA EL PUEBLO

Rousseau glorificó la voluntad general, ese concepto vaporoso que justificó más de una guillotina en la Revolución. Voltaire, en cambio, desconfiaba del pueblo tanto como del rey. “La multitud es peligrosa cuando obedece y cuando se rebela”, decía. Esta desconfianza lo aleja del pensamiento democrático moderno, pero también lo blinda frente a los totalitarismos que vendrían después. Para Voltaire, no se trata de que el pueblo tome el poder, sino de que el poder, quienquiera que lo ejerza, esté limitado.

Esa actitud se expresa en su relación con la Revolución Francesa. Aunque murió antes de su estallido, su busto fue colocado en la Asamblea Nacional en 1791. Pero en los años del Terror, su obra fue leída con cautela: su crítica al fanatismo se volvió incómoda para quienes defendían la virtud a golpe de guillotina. Voltaire había advertido que las ideas puras eran las más peligrosas cuando se imponían sin ironía. Y los jacobinos, como los inquisidores que él combatió, carecían de sentido del humor.

¿POR QUÉ PREFERIR A VOLTAIRE?

Mi inclinación hacia Voltaire no es por simpatía —era un hombre orgulloso, vanidoso, y a veces despiadado—, sino por su capacidad para decir lo que uno teme pensar: que la humanidad no merece demasiada confianza. Su filosofía no ofrece consuelo, pero sí claridad. Es una filosofía sin ilusiones, sin romanticismo, sin promesas de redención. Pero es también una filosofía activa, comprometida, profundamente ética. En lugar de idealizar al hombre, lo estudia; en lugar de confiar en él, lo vigila.

Frente a la mitología rousseauniana del regreso a la naturaleza, Voltaire propone avanzar hacia la razón. Frente al sentimentalismo, la ironía. Frente al dogma, la risa. Su desconfianza no paraliza; al contrario, moviliza una forma más lúcida de actuar. Y en tiempos de confusión, eso es más necesario que nunca.

CIVILIZAR AL BÁRBARO QUE LLEVAMOS DENTRO

Voltaire no creyó nunca que el hombre fuera bueno por naturaleza. Pero tampoco aceptó que no se pudiera hacer nada con él. En su visión, la civilización es un ejercicio constante de corrección, de contención, de vigilancia. No es la sociedad la que corrompe al individuo, sino que es el individuo el que necesita una sociedad civilizada para no devorarse a sí mismo. Las leyes, la crítica, la ciencia, el teatro, la prensa, la educación: todo eso son formas de sujetar al bárbaro que llevamos dentro. No para hacerlo virtuoso, sino para hacerlo menos dañino.

Rousseau apostó por el retorno. Voltaire, por la construcción. Y aunque la obra de Voltaire carece del fulgor místico de su rival, posee algo más raro: una resistencia al autoengaño. Tal vez por eso sigue siendo más difícil de refutar que de aplaudir.

Y tal vez por eso lo prefiero. Fue y será siempre uno de “mis” gigantes.

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