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De Semana Santa

Un humorista inglés se refería a la Semana Santa como «conmemorar los desagradables acontecimientos de Jerusalén». Ahí estamos en ese imaginario de crucificados, azotes, columnas, dolorosas… Mi querido maestro Manuel Alcántara, siempre que empezaba una frase diciendo «un humorista inglés…», añadía: «Si es que todos los humoristas no son ingleses». Pensaba en don Wenceslao Fernández Flórez y su discurso memorable de entrada a la Academia donde defendía el asunto serio del humor. Don Wenceslao creía en la predisposición natural céltica –Swift, Oscar Wilde, también Chesterton o Bernard Shaw– lo que explicaba el talento irlandés y también gallego. Sobre el humor nacional, sin embargo, tendía a la tesis del «malhumorismo español» de Unamuno. También Alcántara, que me regaló una edición del discurso y la respuesta de Julio Casares. El humor, que no el chiste, es una conquista de la madurez,  una forma de estar en el mundo, de saber estar.

Me viene a la memoria esto mientras me dispongo a la madrugá de Sevilla, por primera vez. De hecho, nunca he podido pensar en Semana Santa sin que me venga a la memoria el poema que escribió Manolito el Pollero, y que también me transfirió Alcántara, amigo suyo de andanzas y tabernas, de Alforjas o de los Versos a Medianoche del Café Varela junto a Rafael Azcona y tantos otros. Se adoraban. Manuel Fernández Sanz, un hombre fino y cultísimo, apodado el Pollero porque heredó una pollería que le proporcionaba considerables beneficios, era también bebedor pero más salvaje, lo que le llevó a importantes descalabros. Solía escribir sus versos en servilletas de los bares; y así ha quedado en su leyenda. Con el tiempo se los publicó Cela en Son Armadans con el título de Silva, grillera y cigarral. A menudo, ya puestísimo de copas,  se iba a la estación y tomaba un tren a cualquier sitio. Así, me contó Manolo, llegó un jueves santo a Málaga por la mañana, y acabó en el café del Gallo, un chaflán lateral de la céntrica Calle Larios. En algún momento, horas después, quiso salir; pero la multitud se agolpaba para ver pasar las cofradías en procesión. En una servilleta escribió el poema que después se entenderá mejor.

  Mientras recuerdo los versos, oigo de fondo, como quien oye un coro de ángeles, la risa de Manolo Alcántara. 

Semana Santa

Jueves Santo,
Viernes Santo:
duelo y llanto.
Tanta aflicción es de espanto;
no sé ni cómo la aguanto,
ni soporto ni resisto,
ver al Hombre, ver a Cristo
tragar hiel ¡está tan visto!

En este punto conviene imaginar a Manolo el Pollero en el Café, con otra tanda de coñacs, que oye tambores y decide escapar de allí para regresar a Madrid. De repente descubre que realmente está bloqueado por la multitud que se agolpa para ver procesiones. La masa de gente le impide moverse mientras ve pasar un Cristo, luego otro, y otro Cristo más, de ahí que remate con un «¡está tan visto!». Es  la expresión de quien ya había visto varios cristos crucificados sin poder abandonar el establecimiento.

Y en filas indias, detrás
y delante, nazarenos,
nazarenos,
nazarenos,
unos diez mil, indio más
indio menos;
el interminable lote,
por docena un iscariote,
de agudos de capirote;
y el impenitente brote
de unicornios,
de bicornios,
de tricornios;
la teoría del cuerno
rogándole al Padre Eterno
que nos libre del Infierno.

La imagen desde el bar, en la sucesión de procesiones, sería la de series interminables de cientos y cientos de nazarenos, miles. De ahí su repetición de «nazarenos, nazarenos, nazarenos…» para rematar humorísticamente «unos diez mil, indio más, indio menos» jugando con las filas indias, antes de mencionar a Judas para rimar con «agudos de capirote» y plantear la teoría del cuerno para meter en el desahogo a los guardias civiles. Manolito el Pollero no puede salir y reproduce el desasosiego:

Y el blandón, el cirio, el hacha,
y el hacha, el cirio, el blandón,
y suma y sigue la racha,
y, ¡toma!, más procesión,
y otro paso y otro envite
y el asunto se repite,
si no hay lluvia que lo evite,
hasta que Dios resucite.

Además de capirotes ve pasar estandartes, mazas, báculos, libro de reglas, guiones, cruces de guía, ánforas, hachetas, bocinas, dalmáticas, bastones, cetros, quitasangres… y por supuesto candelería. Es fácil imaginar el delirio que al poeta bebido le provoca ver la secuencia interminable («y ¡toma! más procesión») y su repetición: «y otro paso y otro envite y el asunto se repite». Ahí lo que al principio podía percibirse como acritud, ya se ve en clave humorística: el poeta se ríe de la situación en que está.

Y, ¡qué tonos!,
la semana está de monos.
Y, va que arde, de cera
litúrgica, la carrera;
la de Cristo, nos espera:
muchos,
muchos,
muchos,
muchos
¡¡cucuruchos!!

El poeta, sí, no pretende herir sino convertir su apuro en una humorada. Es fácil imaginarlo con la desazón de ver que siguen pasando nazarenos. Esos «muchos, muchos, muchos, muchos ¡¡cucuruchos!!». Tal vez algunos cofrades perciban el poema como una inapropiada risotada sacrílega en jueves santo, pero se equivocarían. Del mismo modo que el humorista inglés convertía la tragedia de la pasión y muerte en «los desagradables acontecimientos de Jerusalén»,  para provocar el contraste entre la levedad de la expresión y la gravedad del fondo, aquí se convierten los cortejos solemnes en un retablo cómico no por sí mismos sino para retratar la absurda  escena de verse forzado a estar allí, una situación cómica. Más allá del talento humorístico innegable,  también es un delicioso texto sobre cómo puede ver la Semana Santa alguien que no quiere ver la Semana Santa.

Hoy, en fin, estaré en la calle de la madrugá sevillana y me acordaré del poema y sobre todo de Manolo Alcántara, que definió la Semana Santa con su portentoso ingenio como «armar la de Dios es Cristo». Fue en su pregón memorable de la Semana Santa de Málaga. Alcántara despreciaba a esos idiotas que hablan de pasear muñecos incurriendo en algo que no es humor sino chabacanería de patanes, pero siempre defendió que el respeto no debía estar exento de una sonrisa. No la risotada, claro, porque en España se ha tendido más al chiste áspero o al humor negro, al desgarro quevediano del sarcasmo cruel en el mejor de los casos (ojalá muchos quevedos, claro), más que al humor blanco. Hoy, asomados a la experiencia humana o religiosa de las pasiones en la Semana de Pasión, según cada cual, entre la belleza al borde del síndrome de Stendhal y la consagración de la primavera,  me vendrán a la memoria los versos de Manolito el Pollero y la risa de Alcántara, uno de los columnistas mayores del gran columnismo español. La Semana Santa, con tanto de experiencia hereditaria, me une inevitablemente a quien hablaba de mí como el hijo adoptivo que él hubiera querido tener (y añadía socarrón «pero lo tuvieron Bernardino y Cristina»), a sabiendas de que yo lo quería como a un padre. Este Domingo de Resurrección, pasado mañana, hará tres años de su adiós. 

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