El autor arremete contra la práctica de la mayoría de los políticos que asisten a procesiones religiosas en calidad de representantes públicos, lo que, en un estado aconfesional, contraviene claramente a las leyes que con tanto empeño prete
Y perpetrando idéntico delito, el de lesa confesionalidad. De una confesionalidad fundamentada en la tradición religiosa, cuyo peso específico en las costumbres y creencias de las gentes no lo calificaré de necio porque ya lo hizo Anatole France. Las procesiones en honor de santos y espíritus pertenecen a la metafísica de las supersticiones, justificadas siempre por una teología rampante, el interés político y una tradición acrítica.
Esta tradición tiene siglos de antigüedad y contra ella no valen argumentos razonables. Tampoco valdría recordar que dicha tradición religiosa y católica el nacionalcatolicismo la convirtió hace tiempo en fascismo de la fe.
Los políticos obligan a los demás el cumplimiento de la Constitución, pero, cuando interesa a su rabicorta ideología, trafican con ella como mafiosos. Si esta Constitución española actual, que tienen como Carta Magna y concentrado de prácticas democráticas, establece en su articulado que el Estado no profesará ninguna religión, resulta impertinente que los representantes de dicho Estado asistan como tales a procesiones de acento religioso confesional. Cuando lo hacen se sentirán fieles coherentes con tal tradición, pero incumplen el principio de no confesionalidad que marca la constitución. Si el artículo 16.3 tuviera un desarrollo legal, la mayoría de los políticos de este país tendrían que ir a la cárcel.
No se trataría de cortar de raíz una tradición que tantos sentimientos y lágrimas prodiga. Si los políticos no quieren abandonarla, les convendría por decoro imaginar algunas variaciones acordes con los tiempos en que vivimos. Ahora, su Constitución va por Pinto y la clase política, cuando el sarpullido de la fe folclórica sale a pasear a golpe de palio y procesión, por Valdemoro.
No es justo que los representantes públicos de la sociedad se autodeterminen en beneficio de una sola confesión religiosa. Dado su empecinamiento supersticioso, es lógico que asistan a dichas procesiones, pero deberían hacerlo a título personal, mezclándose anónimamente entre las demás personas, fundidos y confundidos con el resto de la feligresía creyente. Nada de ir disfrazados con frac y con sombreros ridículos y amenazando el aire con la vara de mando.
Al asistir como concejales, olvidan que están representando a la ciudadanía. Al hacerlo, atentan contra el pluralismo que consagra su Constitución. Ningunean a los ciudadanos que por diversas razones no participan en dichos actos, sea porque tienen otra religión, porque no tienen ninguna o porque consideran que la no confesionalidad debe regir el comportamiento de los representantes políticos y evitar así cualquier colisión con el resto plural de la sensibilidad popular.
Cuando el alcalde de Pamplona, E. Maya, se rebotaba contra los manifestantes que en la procesión en honor de san Fermín del 7 de julio en la calle Curia irrumpieron con «empujones, agresiones, zancadillas y comportamientos cobardes y sucios», olvidaba que antes él había insultado a quienes no desean que la corporación municipal los represente en un acto confesional. Maya, al asistir a esta procesión y a tantas otras de esta índole, ofende a una parte de la sociedad que no respira esos fervores católicos. Y, si piensa que él representa a todos los pamploneses, como suele decir, significa que no tiene ni idea del significado de la palabra pluralismo.
Lo mismo habría que aplicar a la representante de Geroa-Bai, que en la rueda de prensa que dio para valorar los sanfermines -apasionante tarea la de los políticos-, habló de lo «absolutamente inaceptable» del comportamiento en la calle Curia de los que increpaban a la corporación camino de la casa del arzobispo. Se trata de idéntica mermelada discursiva a la de Maya, pero en la que no oimos ninguna alusión a su participación en un acto inconstitucional de servilismo vaticano. Pensarán que están cumpliendo con una tradición, pero, si lo piensan tres veces, verán que, también, están saltando y pisoteando la diversidad y la pluralidad de la sociedad en materia de creencias y tradiciones.
Así que que para evitar esta confrontación no asistan como ayuntamiento a dicha procesión. Vístanse como el resto de los paisanos, mézclense con estos y verán cómo no ocurre ningún contratiempo que puedan lamentar. Eso sí, no podrán figurar ni como alcalde, ni fardar de chistera y frac, ni vestidas, las concejalas, de roncalesas.
Y de san Fermín a san Miguel. De Iruña a Cadreita. La procesión celebrada por san Miguel en este pueblo ribereño transcurrió sin que a posteriori se dieran las embestidas padecidas por el cariacontecido alcalde de Pamplona. Lo que no quiere decir que en Cadreita la corporación municipal no reprodujera los mismos modales confesionales y, por tanto, anticonstitucionales, que los de cualquier otra población.
Para mayor recochineo confesional, a la procesión de san Miguel y a la misa en su honor asistieron, además del Ayuntamiento local, Barcina, presidenta del desnortado Gobierno de Navarra; Catalán, presidente del parlamento foral; la parlamentaria Esporrín (PSN) y los alcaldes de Arguedas (PSN), Villafranca (UPN), Cintruénigo (UPN) y Fitero (UPN). Una imagen deliciosa para comprobar una vez más que esta clase política no guarda ningún decoro con lo que establecen las leyes que consideran sacrosantas.
No voy a repetirme diciendo que tiene su patetismo particular el hecho de que dos representantes del partido socialista hagan mangas y capirotes con el principio de no confesionalidad constitucional, porque acabo de hacerlo. Si es así como el partido de la regeneración pretende que la sociedad española gane en laicidad y en pluralismo, aspiración que se traduce, incluso, en el gesto teatral de amenazar al PP con que pedirán la anulación de los acuerdos con la santa Sede, habrá que concluir que lo suyo es pura verborrea demagógica.
El PSOE, y a su vera el PSN, no han hecho nada significativo por avanzar un milímetro en una política y filosofía laica, garante de un pluralismo y respeto universales. Al revés. ¿Quién, año tras año, no ha contemplado a Juan José Lizarbe besando con piadosa unción la imagen del arcángel san Miguel? Es evidente que para algunos políticos la tradición religiosa está por encima de las leyes civiles. Y que, ante una colisión entre ambas, optan antes por doblar la joroba ante la fe exclusiva de una secta que hacerlo por el código constitucional o el pluralismo de todos.
Hace unos años, la ultraderecha purpurada, representada por el cardenal Cañizares, sostenía que «el proyecto de destrucción de España es en el fondo un proyecto laicista». Hoy sabemos que ni de coña. Viendo el comportamiento confesional de los políticos, es evidente que en este país si algo falta es, precisamente, un proyecto laicista que termine con la negrura supersticiosa del nacionalcatolicismo, tan vivo aún en el comportamiento de las instituciones, regidas por personas que se consideran de izquierdas y que no son ni de izquierdas ni de derechas, sino unos meapilas transcendentales. Y para meapilas ya tenemos bastante con Garzón y el ministro de la porra.
El alcalde de Pamplona en la procesión de san Fermín, julio 2014
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