El diálogo en Benín ha permitido que la tradición no prive a los niños de proseguir su educación
Mientras se levanta la neblina de la mañana, un grupo de personas baila frenéticamente, levantando polvo con los pies a medida que avanzan por un camino de arena. Ataviados con cuentas de colores, pañuelos de alegres estampados y telas blancas, los vecinos de esta aldea cantan y retuercen sus cuerpos al son de las canciones. Al frente veo a un grupo de cuatro niños, bailando y cantando como si estuvieran poseídos por la música. Son seguidores del vudú, una religión profundamente arraigada a la cultura de Benín, en África Occidental.
Marchan hacia una pequeña cabaña de barro, escondida en un pueblo de la región de Couffo, al sudeste de Benín, radiantes por el cálido sol de la mañana. Entro con ellos y es como entrar en otro mundo. Los vecinos se cuelan por cualquier parte, llenando cada esquina. Por sus caras, marcadas por las cicatrices, caen gotas de sudor. En el centro hay un pequeño santuario, compuesto por un poste de madera cubierto por telas viejas que se sostiene encima de huesos de animales.
El sacerdote, envuelto en una túnica blanca y con una corona adornando su cabeza, toma asiento y agita una larga vara con crines blancas de caballo para silenciar a la multitud.
Me llama para que me acerque y me agacho frente a él. Pone dinero en mi frente y me bendice a mí, a mi familia y a la organización para la que trabajo, Plan International, con paz, amor y felicidad.
Este es uno de los cientos de conventos de vudú de Benín: espacios de secretos y brujería y un lugar al que los niños y niñas acusados de estar poseídos por espíritus son enviados para sanarse. Los pequeños pueden pasar más de siete años en estos lugares, desconectados del mundo exterior y sin recibir más formación que cantos o bailes. Estoy aquí para saber cómo son sus vidas.
Cuando los padres no son capaces de encontrar cura a enfermedades comunes, envían a los niños y niñas a los conventos de vudú. Y entonces solo los oráculos pueden decidir cuándo son liberados, lo que puede suponer un tiempo de entre dos y siete años. Para entonces, los niños y niñas habrán perdido su educación quizá para siempre.
“Viví en un convento vudú durante tres años. Sufrí mucho”, me cuenta Elise, de 15, mientras se sienta en un banco de madera desgastada, para refugiarse del calor de la tarde. “Cuando no me aprendía las canciones tradicionales o los bailes, me pegaban mucho”. Ella es una de los cientos de niños y niñas enviados a estos centros para ser sanados por los dioses.
Con una población de 10 millones de personas, Benín es el hogar espiritual del vudú, una religión cuyos devotos creen que los espíritus y otros elementos de esencia divina gobiernan la tierra a través de una jerarquía espiritual. Esta va desde el poder de las deidades mayores —que gobiernan la naturaleza— y la sociedad a los espíritus menores de los ríos, los árboles y las rocas.
Envuelto en decadentes ropas blancas y con un aire calmado de autoridad, Dhossou Yaovi, un sacerdote de Couffo, asegura haber sanado a niños y niñas poseídos. Antes de hablar con él, tenía dudas sobre si se mostraría abierto conmigo, pero Dhossou está deseando responder a mis preguntas.
“Es la religión tradicional heredada de nuestros antepasados”, dice mirándome fijamente a los ojos. “Si los niños y niñas enferman, sus padres buscan tratamiento a través de los dioses vudú de nuestro convento. Está comprobado que es un medio muy efectivo de curación”, me cuenta. Los rituales están llenos de secretismo y solo los iniciados saben lo que sucede tras las puertas cerradas de esos lugares.
Houndedji Sowalos, de 62 años, uno de los mayores que se encargan de los pequeños en estos centros, revela: “cuando los niños y niñas llegan aquí, permanecen en los santuarios durante tres meses. Un santuario es una pequeña habitación oscura, en la que el lugar de culto suele estar hecho de huesos de animales. Los niños y niñas no pueden salir y nadie puede verlos. Una vez que vuelven al recinto, son entrenados para cantar y bailar”.
Los sacerdotes utilizan la escarificación (cortes en la piel) en función de la naturaleza de la dolencia. “Les hacemos marcas tribales con navajas o cuchillas que varían según el dios que vaya a curar al niño”, dice Houndedji.
Voy a otro convento y los habitantes del pueblo me reciben animados. El sol se filtra por el techo de bambú y la luz baila con el polvo rojo del suelo. En la esquina se sienta una chica joven flanqueada por dos amigas. La pintura blanca embadurna su cara y tres profundas cicatrices recorren su suave piel. Madeleine, de 10 años, vivió dos recluida en uno de estos recintos. “Tuve que someterme a la escarificación”, cuenta tranquila. “Había mucha sangre, estaba por todas partes. Pero para mí, lo peor era la falta de comida. No podíamos salir y tampoco teníamos dinero”, evoca.
Plan International trabaja en Benín con las ONG locales y los sacerdotes de los pueblos de la región de Couffo para apoyar a los niños y niñas atrapados en esta tradición. El vudú es parte de la vida de Benín y me queda claro que esto es algo que hay que comprender para poder cambiar las cosas. Por eso, Plan International tiene el compromiso de trabajar con los sacerdotes y los líderes para que sean ellos quienes entiendan la importancia de la educación. Ahora, después de muchas conversaciones con los religiosos, hemos acordado que los niños y niñas no pueden quedarse tanto tiempo en los conventos.
“El año pasado se celebró una ceremonia formal en la que todos los sacerdotes y mandatarios de la religión vudú en esta zona se reunieron para firmar un acuerdo con el gobernador local, prometiendo que liberarían a los niños y niñas de los conventos y estos volverían al colegio”, dice Rheal Drisdelle, director general de Plan International en Benín, mientras nos sentamos a hablar sobre el proyecto.
Como resultado de este programa, más de 300 pequeños (de los que 193 son niñas) han sido liberados para retomar su educación y poder conseguir sus sueños. De ellos, 280 han vuelto al colegio y 30 están en formación profesional. Un acuerdo posterior garantiza que si los niños y niñas entran a un convento ahora solo podrán pasar allí tres meses, durante el período de vacaciones, para no perder días de colegio.
“Que los sacerdotes abran las puertas y dejen salir a los niños y niñas para formarse supone un cambio profundo de valores”, dice Rheal. “Debemos apoyar a los líderes locales y a la comunidad vudú, porque de esta forma generamos un gran impacto en la vida de esos niños y niñas”.
“Una infancia sin libertad y sin educación es una vida sin derechos. Pero además, su educación no es solo una cuestión de derechos, sino lo más inteligente para el desarrollo de las comunidades”, dice Concha López, directora general de Plan International en España.
“Mientras estaba en el convento, pasaba la mayor parte del tiempo medio desnudo. No me gustaba nada vivir allí”, dice Eric, de 13 años, que fue liberado recientemente. “Después de un año, me permitieron marcharme. Me sentí muy feliz, porque ahora puedo volver a la escuela y seguir aprendiendo. Quiero continuar estudiando y llegar a ser presidente de Benín algún día”.
Me siento agradecida por haber podido entrar en este mundo de secretos y conocer la historia de estos niños y niñas. Y estoy convencida de que si los sacerdotes y los líderes de vudú se abren al cambio y siguen trabajando con organizaciones como Plan International, los niños y niñas podrán tener el futuro que se merecen.
Angela Singh es responsable de prensa de Plan International para África.