Además de bromas macabras sobre el deseo de un pronto ascenso a los cielos del papa Francisco —se entiende que para dar paso a un pontífice pata negra, tipo Juan Pablo II—, los curas de extrema derecha que cada semana despotrican a calzón quitado en el canal de Youtube La Sacristía de La Vendée despliegan un discurso de desacomplejada apología de Franco. En realidad, estos sacerdotes desmadrados llevan años exaltando a su Caudillo, al que sitúan en el mismo hilo histórico que Isabel la Católica, San Fernando y San Luis. ¿Y qué dice la jerarquía católica sobre eso? Nada. Una cosa es pegarles un tirón de orejas por bromear sobre la muerte del obispo de Roma y otra parar los pies a quienes dentro de la propia Iglesia y ataviados con sotana y alzacuellos siguen fantaseando con un Franco canonizado, con manifiesto desprecio hacia la dignidad de sus víctimas.
Lo grave es que hay una lógica detrás de la actitud siempre indulgente, cuando no justificadora, de la élite eclesial hacia Franco y su obra. Y esa lógica va más allá de la intuición —bien fundada, es probable— de que en ciertos sectores especialmente movilizados de su rebaño causaría división bajar al Generalísimo de los altares. La razón de que la Iglesia haya rechazado desde primera hora aquello de la “memoria histórica” es más material y se sintetiza así: es mucho lo que hoy día le sigue debiendo al que fue su glorioso Caudillo, al que contribuyó a llevar al poder y cubrió con un palio, con el que se alió durante toda la dictadura, al que despidió como un santo —benedictinos y dominicos llegaron a pedir su canonización— y al que mantuvo enterrado con honores hasta 2019.
Más aún. Es tanto lo que le debe la Iglesia a Franco que impugnar al dictador sería en cierto modo cuestionar su propio estatus de privilegio. Y eso es lo último que hace la Iglesia española: atentar contra sus propios intereses terrenales.
Es tanto lo que le debe la Iglesia a Franco que impugnar al dictador sería en cierto modo cuestionar su propio estatus de privilegio
La posición privilegiada de la Iglesia en España tiene un anclaje franquista. Pasado por un filtro democrático, sí. Pero de raíz franquista. Y la Iglesia, de las últimas instituciones que piensa en décadas, o hasta en siglos, sabe que se le podría volver en contra cuestionar los motivos, los actos y el legado de quien le facilitó tan buen asiento. Porque su actual rango educativo, simbólico, fiscal e institucional sería impensable sin el Concordato de 1953, reformado —jamás derogado— entre 1976 y 1979, cuando el pacto adoptó la forma de cinco acuerdos que el tiempo ha demostrado intocables. Y aquí hay que poner ojo a las fechas. El primero de esos acuerdos, el jurídico, es de 1976, es decir, preconstitucional. Todavía vigente y vértice del sistema, es el acuerdo que, generando una especie confesionalidad encubierta, deja cincelada en el BOE esa frase a estas alturas tan problemática según la cual “la mayoría del pueblo español profesa la Religión Católica”. De esa presunción cuelga todo lo demás.
Y ese “todo lo demás” es mucho. La casilla de la Iglesia —más de 300 millones anuales de dinero público para la Iglesia, la mayoría para abonarle las nóminas al clero—, los profesores de Religión y capellanes pagados por el Estado, las múltiples exenciones fiscales… todo ello tiene origen en unos acuerdos cuya primera pieza es de 1976, mientras las tres siguientes están fechadas el 3 de enero de 1979, tan sólo 29 días después de la aprobación de la Constitución en referéndum. Aunque cronológicamente caen dentro de la etapa democrática, no se puede ignorar que los contactos para el cambio del Concordato venían de finales de los 60 y obedecían a una lógica propia de relaciones Estado a Estado, no a la lógica democratizadora de la transición. La Iglesia supo adaptarse al nuevo juego, pero las cartas habían sido repartidas durante el antiguo.
Si se tira del hilo de las principales posiciones de privilegio de la Iglesia en España, siempre acabamos llegando al rechoncho general de voz atiplada. Las masivas inmatriculaciones de bienes de la Iglesia solamente son explicables por la bicoca de la legislación franquista, concretamente por la Ley Hipotecaria de 1946, que permitió a las autoridades eclesiales inscribir bienes por vez primera en el registro —inmatricular— precisando únicamente para ello de una certificación de la propia diócesis, con lo que se convertía a los obispos en parte sustancial, funcionarial, del propio Estado salido de la guerra. La Iglesia usó este privilegio al menos hasta 2015 y jamás ha renunciado a los cuantiosos frutos del mismo.
Las masivas inmatriculaciones de bienes de la Iglesia sólo son explicables por la bicoca de la legislación franquista, concretamente por la Ley Hipotecaria de 1946
Más. El gran trozo de la tarta educativa que controla la Iglesia sería inconcebible si el franquismo no le hubiese entregado la llave de las aulas, propiciando un bum de los colegios congregacionistas sin los que hoy no tendría ni de lejos la misma densidad toda esa red concertada católica que, mientras se vacían los templos, se ha convertido en el gran bastión de influencia de la institución católica en España. ¿Significa eso que la concertada católica tiene hoy algo que ver con el franquismo? Cero, no, nada, en absoluto. Significa que también en el terreno educativo la Iglesia ha sido administradora de un patrimonio que le fue entregado por el franquismo y aceptado. Y que luego lo ha ampliado y adaptado a las exigencias de la democracia, poniendo el grito en el cielo cada vez que un empeño reformista del poder político ha amenazado su ventajosa posición.
Todo esto contribuye a explicar por qué la jerarquía católica siempre tiene mucho cuidado con Franco, por mucho que nos acerquemos ya al medio siglo desde que murió. Porque —ya está dicho— cuestionar su legitimidad es cuestionarse a sí misma. ¿Cómo si no se explica tanta resistencia a pedir un perdón oficial e inequívoco al más alto nivel por su complicidad con la dictadura? Mientras en España la Iglesia se ha presentado como “sujeto paciente y víctima” de la Guerra Civil, por medio mundo ha ido aceptando culpas por su papel ante todo tipo de salvajadas: de las matanzas durante la colonización de América Latina al Holocausto, de la dictadura militar argentina a la persecución de los evangélicos pentecostales en Italia o del pueblo gitano casi en cualquier parte.
En cambio, si toca hablar de España, llega el consabido “no reabramos heridas”.
Y no es que la Iglesia no tenga por lo que pedir perdón. Puede ser de dolorosa aceptación para muchos, sobre todo católicos, pero es inevitable consignarlo: la Iglesia recibió un inmenso poder como contraprestación a su apoyo a Franco. Que salvara durante la transición una parte sustancial —no todo, por supuesto— de ese poder, revistiéndolo de una legitimidad democrática, no oculta su origen. La jerarquía católica no sólo estuvo del lado de los sublevados contra la República, sino que —traumatizada por los crímenes cometidos contra el clero en zona republicana— puso a sus curas al servicio de la represión y se acabó haciendo, en fin, consustancial a un régimen tan antidemocrático como criminal al que desde el Vaticano aportó reconocimiento y legitimidad.
El quid pro quo entre el Franco nacionalcatólico y la Iglesia franquista duró décadas y extiende sus efectos hasta este preciso instante. Así que hoy los vestigios franquistas más relevantes en la Iglesia no están en las mentes de esos sacerdotes exaltados de la Archidiócesis de Toledo, ni siquiera si los tomamos como muestra de un fenómeno mayor: el éxito social, especialmente en el campo conservador, de las ideas revisionistas sobre el siglo XX cebadas por propagandistas como Pío Moa y unos pocos más. No, los obispos estarían felices de desterrar este tipo de conductas de los foros sacerdotales. Son incómodas, quedan mal. Los vestigios franquistas que quieren conservar son otros, contantes y sonantes.