?rgano oficial del Instituto Laico de Estudios Contemporáneos Argentinos (ILEC ARGENTINA)
Sumario del número 3
Editorial: ¡Y que dios nos libre!
La educación y el laicismo / Emilio Radresa
Tolerancia cero y sociedades fraternas / Lucas Gilardone
Por la secularización del calendario escolar oficial en Mendoza / Federico Mare
Tiempo, instante y revolución / Rubén Manasés Achdjian
Estado y laicismo / Ángel Ignacio Murga
Tiempos de construcción / Carlos Alejandro Cebey
Conmemorando el 20 de septiembre/
El laicismo en nuestro país y el mundo/
¡Y que dios nos libre!
El laicismo en Argentina tiene por delante un largo trecho por recorrer. La absoluta separación entre Estado e Iglesia pareciera ser hoy un objetivo tan lejano como utópico, pero su consecución, en definitiva, un estímulo y un gran desafío para quienes sostenemos que lo del César es del César.
Si bien no es imposible pensar en un Estado libre de presio-nes, imposiciones e influencias confesionales, no menos cierto es que el camino está todavía plagado de obstáculos que van desde “lo culturalmente establecido” hasta la legislación que, insostenible ya, otorga beneficios salariales a los altos miembros del clero argentino.
En medio de este panorama, encontramos que cada región, cada provincia, tiene su propia realidad: en algunos casos, más laicista, y en otros, opresivamente religiosa.
Salta, Tucumán, Catamarca, Jujuy, Santiago del Estero, Mendoza -e incluso Córdoba- siguen siendo administradas bajo la sombra de la cruz, que no solo se extiende por sobre los poderes del Estado, sino que además, al igual que siempre, interfiere en la currícula educativa de los establecimientos públicos, decidiendo incluso a fuerza de sanciones administrativas -y hasta económicas- la continuidad escolar de los alumnos que se niegan a participar de actividades y festividades religiosas en horario de clases.
Así las cosas, entonces, ¿a dónde va a estudiar un pupilo de otro o ningún credo si la escuela pública lo margina? ¿Reclama ante un Ministerio de Educación que se rehúsa a implementar los contenidos curriculares establecidos por ley en materia de sexualidad y procreación responsable para reemplazarlos por cartillas elaboradas por la Iglesia? Esas mismas que recomiendan como infalible método anticonceptivo la abstinencia absoluta, y que le suman más culpa a la culpa de los precoces padres, que lo son no por promiscuos pecadores sino por falta de información.
¿Cómo es que un hombre que suprime o sublima su sexualidad bajo la promesa de castidad puede guiar y aconsejar a niños y jóvenes en asuntos que para sí le están vedados? ¿Puede alguien reclamar ante un juzgado cuyos magistrados juran frente a una Biblia y cuelgan crucifijos en sus despachos y salas de juicios? ¿O lo hace ante algún representante del pueblo, que bajo contradictorios slogans “pro vida” condena a muerte en algún infectado tugurio quirúrgico a mujeres embarazadas de un violador porque no pudieron acceder a la “píldora del día después” o porque tras la “objeción de conciencia” ningún médico le prestó asistencia?
La religión es de cada quien, y el Estado es de todos. No pueden mezclarse. De igual modo que ningún culto permitiría la modificación antojadiza de sus más sagrados ritos espiritua-les, las doctrinas religiosas no pueden, ni por asomo, ser impuestas al cuerpo social solo por ser mayoría. Pues se cree por convicción, no por coacción. Y se legisla para el conjunto, no para la mayoría.
Esa es la esencia profunda de los pueblos democráticos, donde las monarquías, incluso la del “Reino de los Cielos”, no tienen cabida.
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