Más de una treintena de países criminalizan la homosexualidad en el continente africano. Esta es la historia de un joven keniano que sufrió homofobia y violencia en su nación de origen primero, después en Uganda, donde se vio obligado a escapar, y por último en Malaui, su actual lugar de residencia tras un largo periplo de miedo y persecución
Matu (nombre ficticio) define su situación con crudeza y sencillez. “Soy un forastero en un Estado que criminaliza las razones que me han llevado a estar aquí”, dice. Natural de Kenia, donde creció hasta que todo se torció, vive ahora en Lilongüe, la capital de Malaui, un país en el centro-sur africano y también una de las naciones más pobres del mundo. A Matu, un joven de casi 30 años, le gustan los hombres. Y eso fue demasiado en su lugar de origen primero, después en Uganda, el destino al que huyó, y por último en Malaui. En estas tres naciones, y también en otra treintena de estados africanos, es una persona ilegal, alguien que debería estar en la cárcel. “La situación para el colectivo LGTBI es terrible. Y lo peor es que no creo que vaya a mejorar en los próximos años. Me extrañaría mucho”, reflexiona.
La historia de Matu comienza a principios de 2017 en Muranga, un condado de algo más de un millón de habitantes situado en el centro de Kenia. Allí acudía a un colegio internado donde estudiaba el último curso de secundaria. Era un chaval normal, un tipo que soñaba con ir a la universidad y matricularse en Derecho. Pero, un día cualquiera, todo se torció. Matu lo recuerda así: “Teníamos clase de seis a nueve de la tarde, y un amigo y yo nos retrasamos un poco. Veníamos de ducharnos… Pero el jefe de estudios se acercó y nos vio teniendo relaciones sexuales… Fue el inicio de la pesadilla”. De allí a la policía. Y de la policía al escarnio, la burla y la tragedia.
Soy un forastero en un estado que criminaliza las razones que me han llevado a estar aquíMatu, refugiado LGTBI actualmente bajo la protección de ACNUR
Los artículos 162 y 165 del Código Penal de Kenia penalizan la homosexualidad con hasta 14 años de prisión, preceptos que fueron ratificados por el Constitucional en 2019. Aunque se da una paradoja: mientras que la nación considera ilegal estas relaciones, también permite el alojamiento en dos de sus campos de refugiados (el de Dakuma y el de Dadaab) a las personas de otros países que soliciten asilo por sentirse perseguidas por su orientación sexual. Tal apertura no se corresponde con lo que expresan en sus declaraciones las altas esferas del país. Dos ejemplos: el arzobispo keniano Zacchaeus Okoth llegó a afirmar que los gais eran antiafricanos y Ezekial Mutua, responsable del organismo estatal que clasifica y censura las películas, culpó al turismo de un encuentro sexual entre dos leones machos. “Han copiado los comportamientos de parejas humanas del mismo sexo. Habría que estudiar si se encuentran poseídos por fuerzas demoníacas”, valoró.
“En la comisaría, los agentes nos humillaron. Uno de ellos nos ordenó que nos quitáramos la ropa interior, lo único que llevábamos puesto, para ver cómo se introducía un pene en el ano de un hombre”, prosigue Matu. Y suelta una carcajada nerviosa. “¡Lo querían ver! ¡Querían ver cómo se hacía, por Dios!”. Fuera, añade, escuchaba los gritos de una multitud que los reclamaba enfurecida. “La noticia había trascendido demasiado rápido. La gente nos sacó de allí para arrojarnos intestinos y desperdicios de animales, boñigas de vaca, cáscaras de plátanos… A mi amigo le golpearon por la espalda y comenzó a sangrar mucho. Yo aproveché un momento en el que estaban fijándose en él para escaparme; salté a unos arbustos y corrí”.
El funcionario encargado de censurar las películas en Kenia llegó a culpar al turismo internacional del encuentro sexual entre dos leones machos
Cuenta Matu que corrió tan rápido como le permitieron sus piernas. Que dejó de hacerlo cuando le venció el cansancio y que se vio solo, perdido en un bosque y pasando frío en la oscuridad de la noche. “Por la mañana, muy temprano, di con la casa de un agricultor. Le dije que estaba haciendo trecking con unos amigos y que me había perdido. Me dio un desayuno, ropa y algo de dinero para transporte. Así que cogí un autobús y me fui a Nairobi”. Pero, en su situación, no podía quedarse allí por mucho tiempo. Así que reunió todo su capital, unos 3.000 chelines kenianos (alrededor de 25 euros) y contactó con un camionero para que lo llevara a Uganda. Sin pasaporte y sin documentación, pasar oculto la frontera terrestre era su única oportunidad de empezar una nueva vida.
Uganda y su continua opresión
Su nuevo destino lo recibió con otra noticia terrible. Su madre, que vivía en Kenia y en delicado estado de salud, no había soportado la noticia de su homosexualidad y había fallecido al recibir la información. Algunos de sus familiares lo culparon a él, amenazándolo con la muerte en caso de volver a su lugar de origen. Pero esa idea no le rondaba por la cabeza. “En Kampala, la capital, di con una asociación de apoyo a refugiados y personas LGTBI. Les conté mi historia y me ayudaron; al principio me dejaron dormir en sus oficinas. Después, cuando hice amigos, ya me fui a un piso alquilado. Pero en Uganda también castigan a los homosexuales. Las autoridades se muestran duras con ellos. Y la sociedad, aun más. A mí me han perseguido por las calles varias veces”, recuerda Matu.
Si la situación para el colectivo LGTBI es desesperanzador en Kenia, en Uganda las cosas no van mucho mejor. Las leyes también son homofóbicas y restrictivas. Pese a que en rara ocasión se aplica, el artículo 145 del Código Penal contempla la cadena perpetua para las relaciones sexuales consentidas entre personas del mismo sexo. Y la Sección 148 del mismo texto impone penas de hasta siete años si el o los acusados cometen lo que el texto denomina “otras prácticas indecentes”, interpretado como sexo oral o masturbación. Y podría ser peor. Hasta en dos ocasiones en la última década, el Gobierno nacional ha promovido una ley que recogía la pena de muerte para los homosexuales, norma que ha provocado un gran rechazo internacional y que se ha encontrado con la oposición frontal del propio Tribunal Constitucional ugandés.
“Uganda es un trauma tras otro. La gente se suicida, sufre en silencio… La situación es horrible allí”, dice Matu. Y, a la luz de algunos sucesos acaecidos en los últimos años, su afirmación no anda demasiado lejos de la realidad. Los ejemplos son múltiples y diversos. En noviembre de 2019, dos grandes redadas contra la comunidad homosexual en Kampala, se saldaron con la detención de un centenar de personas y la realización de al menos 16 exámenes anales, un método usado por autoridades médicas de Uganda (y también de otros países) y que ha sido denunciada y catalogada como tortura por decenas de ONGs y organismos internacionales.
“Un día me invitaron a una fiesta muy guay. La había organizado una de esas asociaciones que ofrecen protección legal y personal al colectivo LGTBI. ¡Hasta una tarta nos prepararon! Fue mucha gente. Gays, lesbianas y también trans. Estábamos todos guapos y sexys, pasándolo muy bien. Pero, de repente, vino la policía y la situación se puso peligrosa. Algunos tuvieron que saltar por la ventana, otros escapamos como pudimos…”, recuerda Matu. Bajo estas circunstancias, y a los pocos meses de llegar, al joven keniano no le quedó más remedio que volver a meter sus escasas pertenencias en una mochila y tratar de escapar de aquel país. Un amigo suyo le había hablado de un campamento de refugiados en Malaui, la nación vecina. Era mediados de 2018 y él volvería a repetir operación: cruzaría la frontera escondido en un camión e intentaría establecerse en una nueva nación.
Malaui y las dificultades de la pobreza
Malaui es uno de los países más pobres del mundo, una nación que siempre ocupa los últimos puestos en cualquier índice de progreso que se compruebe. Según el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD), casi el 51% de sus 19 millones de habitantes vive bajo el umbral de la pobreza. Este organismo la coloca en la posición 171 de su Índice de Desarrollo Humano, una lista que incluye 189 territorios. Y Dzaleka, un campo de refugiados que acoge a unas 53.000 personas, la mayoría procedente de los conflictos de la República Democrático del Congo, aunque también de Ruanda o de Burundi, es uno de esos lugares donde más brilla esa carestía. “Llegué allí sin conocer a nadie y tuve que dormir al raso durante siete días. Lo hacía en el suelo, cerca de los maizales… Comía lo que podía, lo que encontraba”, rememora el joven.
En Dzaleka no tuvo que estar demasiado tiempo. Por su situación excepcional y por el peligro de sufrir homofobia y violencia en el propio campo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) le dio el estatus de “persona de interés”, lo sacó de allí y le proporcionó una habitación en una casa que este organismo regenta en Lilongüe, la capital del país, para refugiados y solicitantes de asilo. Pero los problemas de Matu no acabaron aquí. “Estaba sin dinero, sin amigos, sin nada… Y la situación para las personas LGTBI en Malaui, para los nacionales y también para los de fuera, es terrible. Yo lo he sufrido en mi piel. La gente se ve obligada a vivir a solas, escondida”, afirma.
Como Kenia y Uganda, Malaui tampoco es buen lugar para las personas LGTBI. El Código Penal castiga las relaciones entre individuos del mismo sexo con hasta 14 años de prisión y, aunque las leyes que criminalizan la homosexualidad han sido fruto de acalorados debates políticos y judiciales en la última década –que incluso han derivado en su suspensión de facto–, los ciudadanos malauíes LGTBI siguen padeciendo una merma en sus derechos y en sus condiciones generales de vida. “Cuando se habla de pobreza en este país, no solo hay que referirse al desarrollo, sino también a la educación, a las mentes cerradas. Si alguien aquí te ve besando a otro hombre… Lo ven mal, muy mal. Creo que es realmente difícil que algo así se acepte a corto o medio plazo”, valora Matu. “Yo he tenido muchos problemas. En la primera casa me dieron una paliza, tuve que irme de allí”.
Matu cuenta que, para hacer algo de dinero y pagar su comida y sus necesidades básicas, tuvo que prostituirse y que, fruto de ello, contrajo una enfermedad de transmisión sexual. “¿Qué podía hacer? Necesitaba llenar la nevera. Empecé a trabajar en un bar por las noches y hubo gente que me ofreció sexo por dinero. Hombres y mujeres. Yo lucía bien; era guapo, presentable… Atraje a mucha gente”, dice. Tiempo después dejó esa vida atrás y ahora habita otra de las casas de Acnur, donde ve pasar los días sin poder mostrarse tal y como es. Escondido, con miedo. Y tratando de olvidar un tiempo pretérito cruel e injusto. “Sé que para estar en paz con mi presente necesito aceptar lo que me sucedió en el pasado. Pero algunos días todavía me cuesta dormir. Por eso consumo marihuana y alcohol. Me ayuda a despejarme y a olvidar. Y en el futuro ya veremos qué pasará conmigo”, finaliza.