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Cruzada en la caja de la Iglesia

Al arzobispo de Granada, el primer prelado juzgado por los hombres, le perdió la guerra de Cajasur

Al arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez Fernández, le perdió Cajasur. Los afanes terrenales. En su guerra personal por desterrar a la caja de la Iglesia de la diócesis, se topó de bruces con un sacerdote y consejero de la entidad, tocayo suyo, Francisco Javier Martínez Medina, que lo llevó a los tribunales de los hombres y logró su condena. El pecado de un arzobispo se convirtió en delito por primera vez.

En Córdoba, Martínez Fernández fue obispo siete años, entre 1997 y 2003. Allí mantuvo un duro enfrentamiento con Miguel Castillejo, el cura que dirigió Cajasur como si fuera suya en plena guerra con el Gobierno andaluz, que pretendía que los consejeros y el presidente se eligiesen igual que en el resto de cajas. Martínez Fernández también

quería meterlo en vereda. Pero perdió. Castillejo, mimado por buena parte de la curia (entre ellos, el anterior arzobispo de Granada, Antonio Cañizares) y por el PP, que gobernaba en Madrid, hizo y deshizo a su antojo. Hasta que el nuevo obispo, Juan José Asenjo, y el Gobierno andaluz lograron que se fuese.

Y de aquellos polvos vienen ahora estos lodos. Los afanes del arzobispo de distanciarse de la gestión de su antecesor en el cargo, Antonio Cañizares, y de desterrar a Cajasur de su nueva diócesis encontraron el blanco perfecto en el sacerdote Martínez Medina, canónigo y archivero de la catedral y consejero general de la caja. Al poco tiempo de llegar a Granada le destituyó de sus cargos. Y el 7 de noviembre de 2004, el arzobispo perdió definitivamente los papeles. En su obsesión por impedir la publicación del libro que coordinaba su tocayo, financiado por Cajasur, acudió a la desesperada a Córdoba a la imprenta. Y reclamó los textos. Los responsables se negaron a dárselos. Más tarde, ese mismo día, dictó un decreto en el que suspendía a Martínez Medina como capitular. Ese decreto fue su delito (pecado): el juez consideró que al suspenderle y no echarle, lo coaccionó, y al acusarle en el mismo de apropiación indebida y extorsión a la Iglesia, lo injurió.

Perfil del ganador: el sacerdote Francisco Javier Martínez Medina

 

El sacerdote Francisco Javier Martínez Medina era un hombre muy influyente a mediados de 2003. En esa época Antonio Cañizares gobernaba la diócesis de Granada. Nombrado archivero y conservador de la Catedral, se había ganado el respeto y la confianza del ahora vicepresidente de la Conferencia Episcopal. Agradecía su buen hacer con Cajasur, entidad de la que fue nombrado consejero, y con cualesquiera actividades culturales que se le encomendaban.

Tenía tanta influencia que llegó a generar resentimiento y celos –la envidia es un pecado capital– en el deán, Sebastián Sánchez, lo que ayudó a su caída. Éste ejecutaba con eficacia germánica las indicaciones del nuevo arzobispo, Francisco Javier Martínez Fernández, decidido a desterrar a Cajasur de la diócesis de Granada.

En cuanto tuvo ocasión, el deán cambió la cerradura y desalojó a Martínez Medina del despacho que ocupaba como archivero en el templo. Y en el juicio llegó a echarse la culpa de todo lo que pudo para exonerar al hombre al que debe obediencia.

Martínez Medina, según se puso de relieve en la vista oral, consultaba con Cañizares –le aconsejó recurrir ante el Vaticano– los pasos a seguir para desactivar los ataques del arzobispo, pero acabó quedándose solo. En la única declaración pública, el vicepresidente de la conferencia episcopal no le defendió. Se limitó a expresar su dolor por el proceso. Y dejó de hablar con sus amigos y compañeros en la catedral, quienes le aconsejaron que accediese a los requerimientos del arzobispo. Que cortase lazos con Cajasur y se sometiese a su poder. Que obedeciese a Martínez Fernández, ahora dueño de la diócesis, y no a Cañizares. Si lo hubiera hecho, nada hubiera pasado, según expresó el deán en el juicio.

Y ante la asfixia, sucumbió. La perito que lo examinó consideró que presentaba el cuadro típico de una persona afectada por mobbing. El juez, sin embargo, consideró que aunque había sufrido un “ataque a su dignidad”, no todos sus males eran achacables al arzobispo. Durante el conflicto, murió su madre. Martínez Fernández acudió al funeral para darle el pésame y él no lo entendió. Llegó a manifestar que la muerte se debía al “estrés y las vejaciones” sufridas por los ataques de su superior.El sacerdote se hubiera conformado con haber sentado al arzobispo en el banquillo. A la salida de la segunda sesión del juicio estaba visiblemente contento e incluso aseguró que su intención era escribir un libro sobre el conflicto. Ahora, tras la sentencia está eufórico. “Satisfecho es poco”, aseguró su abogado, Rafael López Guarnido, quien rechazó el ofrecimiento de este periódico para hablar con Martínez Medina.

Si finalmente escribe el libro, dará un vuelco a su carrera de estudioso. Profesor en la Facultad de Teología de Granada, a la que el arzobispo también tiene en su punto de mira, es el biógrafo del primer arzobispo de la ciudad, Fray Hernando de Talavera, que llegó tras la conquista del reino nazarí. A su juicio, era un hombre “muy querido por el pueblo” e “incómodo para las autoridades civiles y eclesiásticas”, temido por el poder. Ése fue el motivo por el que la Inquisición manchó su nombre con una falsa acusación y por el que, a su muerte, el proceso de beatificación, rápidamente iniciado, fue interrumpido para siempre. Queda la duda de si Martínez Medina, el sacerdote, se identifica con el personaje histórico.

Perfil del perdedor: el arzobispo Francisco Javier Martínez Fernández

 

Cajasur no existiría sin mí”. Esta perla, que el arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez Fernández dejó caer durante el juicio en el que acabó sentenciado por los delitos (pecados) de coacciones e injurias a su tocayo, el sacerdote Francisco Javier Martínez Medina, define con precisión a su autor y resume el conflicto que derivó en su condena.

Martínez Fernández es un hombre muy formado (de padres asturianos, estudió en Madrid, Jerusalén y Washington), experto en siriaco, dialecto del arameo, y lengua de expansión del cristianismo en sus orígenes (siglos II al VII), hoy extinto. Sin embargo, no cumple con el perfil de persona sosegada y de verbo fluido que muchos esperan encontrar en un hombre sabio. Al contrario, la frase revela como pocas su prepotencia, de la que le acusan sus críticos, y su intemperancia, su impulsividad, que admite él mismo como un rasgo de su carácter. Si el cuerpo le pide montar una bronca, la monta y punto. “Eres un mal sacerdote y te voy a enseñar a obedecer con el látigo”, le espetó en un arrebato a Martínez Medina, según la sentencia.

Su gestión en Granada ha estado envuelta en la polémica. Nada más llegar impulsó la creación de un instituto que desplazó a la Facultad de Teología, a la que prohibió el acceso de seminaristas. Tras las primeras quejas, éstos palparon el peso de su autoridad: se les prohibió el uso de Internet, se les limitó las horas de televisión y se les condenó a un duro horario de entrada y salida.

Como el Dios del antiguo testamento, el del ojo por ojo y diente por diente, Martínez Fernández trasladó al cura de la pequeña localidad de Albuñol, en la costa granadina, a petición de unas monjas. A las religiosas no les gustaba que Gabriel, el cura, diera catequesis en un polideportivo o que recibiera a inmigrantes sin papeles ni hogar en su propia casa mientras conseguían un trabajo. Albuñol se levantó con ira contra Martínez e incluso se celebró una huelga de hambre y se acudió al defensor del pueblo, José Chamizo, pero finalmente, ante las presiones del arzobispo, desistieron. Estaban seguros de que acabaría pagando el párroco.

Y el nuncio del Vaticano en España maneja un documento de 132 sacerdotes críticos con su gestión. Tres eran los puntos básicos de las quejas: la crisis abierta en la facultad de teología, la marginación que han sufrido algunos sacerdotes y los gastos excesivos de la diócesis.

En este último punto, el arzobispo ha tomado cartas en el asunto y, como no podía ser de otra manera, abrió un nuevo frente con la sociedad. La solución al encarecimiento de la vida fue solicitar a monjes y sacerdotes “un ejercicio de caridad” ante la “escasa” generosidad de los fieles granadinos. En una carta llegó a plantear que parte de los ingresos que van a las misiones se destinen a la diócesis.

Y añadió una reflexión: “Si ese ejercicio de caridad se limitara sólo a los que tienen de sobra, estaríamos aceptando en la Iglesia uno de los principios más destructivos de la lógica del capitalismo. El óbolo de la viuda vale siempre mucho más [sic] que otros donativos más grandes”.

Y en la nota en la que anunciaba su recurso a la sentencia, que le condena a 3.800 euros de multa, aseguraba que “todos los acontecimientos, incluso aquellos que resultan difíciles de comprender, forman parte de un designio del amor de Dios”.

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