Una de las grandes divisiones en el cristianismo es la que distingue entre fundamentalistas y liberales. Dicha distinción surge en el contexto del protestantismo de inicios del siglo XX con la aparición del propio fundamentalismo. Entre 1910 y 1915, el Instituto Bíblico de los Ángeles (EEUU) publica 90 ensayos de 64 autores distintos conocidos como Los Fundamentos: Un testimonio de la verdad, donde se reúnen los “fundamentos” o “creencias fundamentales” de la religión cristiana que todo cristiano debe admitir dogmáticamente. La defensa de esos fundamentos era la reacción de ciertos pastores ante la interpretación que otros pastores y teólogos estaban haciendo de la Biblia. Una interpretación (que se denominará como “liberal”) en la que se relajan y relativizan los aspectos más problemáticos y contradictorios de la Biblia para adaptarlos a los nuevos descubrimientos científicos, por ejemplo, en lo relativo a la creación del mundo y la teoría de la evolución de las especies. Ante este liberalismo hermenéutico, los fundamentalistas serán llamados así porque contrapondrán los fundamentos o bases mínimas que toda interpretación bíblica debe respetar para ser consideraba, según ellos, cristiana o correcta, entre los que figuraban la literalidad del relato de la creación divina según el Génesis, el nacimiento virginal de Jesucristo, o la realidad de sus milagros y su resurrección, aunque eso signifique oponerse a lo que las ciencias modernas estén descubriendo. No en vano fueron esos mismos fundamentalistas los que con más saña se opusieron a la enseñanza de la teoría de la evolución en las escuelas y los que propugnaron la pseudociencia del creacionismo científico (y su versión más actual, la teoría del Diseño Inteligente). Además, en su literalismo interpretativo de los textos bíblicos, los fundamentalistas se oponen a aquellas prácticas que vienen prohibidas en ellos, como son la interrupción del embarazo o las relaciones homosexuales, lo que les hizo aliados naturales del conservadurismo moral y político, sobre todo en los EEUU. Desde entonces, el término fundamentalista se asocia a quienes mantienen sus creencias de forma dogmática e incluso agresiva y violenta frente a cualquier crítica o creencia alternativa.
En esencia, el fundamentalismo lo que afirma es que hay verdades fundamentales que no pueden negarse y deben ser aceptadas dogmáticamente (sin crítica ni duda alguna), listando cada fundamentalismo a su manera cuáles son esos dogmas, y sin importarles si esos fundamentos o dogmas son compatibles o no con los resultados de las ciencias o los avances sociopolíticos en relación a derechos y libertades. Así, por ejemplo, el fundamentalismo cristiano insiste en negar la teoría de la evolución o a reconocer derechos como el divorcio o el matrimonio homosexual. Los cristianos liberales, por su lado, reducen y relativizan ese conjunto de dogmas a su mínima expresión, procurando interpretarlos de la forma más adaptada posible a las ciencias y el progreso político, relajando la interpretación de los textos bíblicos todo lo que haga falta para lograr esa compatibilidad. De esta forma, los liberales son capaces de admitir la teoría de la evolución considerando que el relato del Génesis no es una descripción histórica de acontecimientos sino una forma poética de expresión de otra verdad más profunda (que, en última instancia, Dios creó el mundo, aunque fuera dirigiendo la evolución), o el matrimonio homosexual diciendo que la condena bíblica de esa práctica es una reminiscencia de los prejuicios de la época en fue redactado el texto bíblico y no un mandato divino que tenga vigor hoy en día.
Aunque fundamentalistas y liberales lleguen a conclusiones totalmente distintas y opuestas, ambos sí tienen algo en común: ambos creen que hay alguna verdad profunda, inamovible, que no puede ponerse en duda, aunque difieren en cuál es ese fundamento o verdad fundamental. En realidad, ambos son fundamentalistas, solo que en distinto grado, pues incluso el más liberal acepta que hay líneas que no se pueden traspasar, por ejemplo, que Dios existe o que Jesús de Nazaret es el mejor ejemplo de modelo moral.
El problema común al que se enfrentan fundamentalistas y liberales es cómo determinar qué es literal o fundamental en el cristianismo o en la Biblia o en la tradición de la iglesia, y qué no y, por lo tanto, qué puede relativizarse o relajarse en relación a su creencia o práctica. Aquí hay dos extremos a los que ninguno de los dos llegan: que todo en la Biblia sea literal o fundamental, o que nada lo sea. Ni los fundamentalistas más fanáticos admiten la literalidad de la totalidad de la Biblia, pues entonces deberían admitir, por ejemplo, que acudir a adivinos, maldecir a un padre, ser adúltero u homosexual o acostarse con una mujer menstruosa debería ser castigado con la pena de muerte, según indicaciones del capítulo 20 de Levítico, algo que, afortunadamente, no hacen (si bien es cierto que algunos fundamentalistas se amparan en estos textos bíblicos y otros para justificar atentados terroristas contra clínicas y médicos abortistas). Y tampoco los liberales más radicales se atreven a poner en duda ciertos dogmas como los que hemos dicho: la existencia de Dios o la imagen de Jesús de Nazaret como modelo o ejemplo a seguir.
Y ese problema común se refleja en la misma contradicción en la que caen ambos: su arbitrariedad a la hora de decidir esos límites infranqueables (muy estrictos para unos y muy laxos para otros). El fundamentalista, por ejemplo, se niega a admitir que el relato creacionista del Génesis no sea literal, o que la condena de la homosexualidad solo sea un prejuicio de la época de redacción del texto, pero sí admite que las condenas de pena de muerte no tienen porqué aplicarse hoy día: pero ¿por qué? ¿Por qué se leen unas partes de la Biblia literalmente y otras no? La misma Biblia que obliga a no mentir (Éxodo 20, 16) o no robar (Éxodo 20, 15) obliga a vender todos los bienes y repartirlos entre los pobres (Marcos 10, 21): ¿por qué el fundamentalista se rasga las vestiduras ante la mentira o el robo, pero no obedece literalmente a Jesús cuando le dice que reparta toda su riqueza con los pobres? (contradicción esta última en la que caen algunos fundamentalistas en EEUU con inmensas fortunas que, lejos de repartirlas entre los menesterosos, las emplean para financiar campañas electorales, principalmente de candidatos ultraconservadores). Pero en la misma contradicción incurre el cristiano liberal: ¿con qué criterio determina que ciertos pasajes bíblicos o creencias son dogma y cuáles no?
La posición del fundamentalista es relativamente más fácil que la del liberal, en tanto que es más simple: le basta con tragarse literalmente casi toda la Biblia (excepto lo de repartir su dinero). El fundamentalista está dispuesto a defender a capa y espada la verdad literal de que Dios creó el mundo de la nada hace tan solo 10.000 años, en seis días de 24 horas cada uno, tal y como se lee en el Génesis y con todo lo que eso implica: que Dios creó la luz antes que el sol (puesto que, según el relato, Dios creó la luz el primer día y el sol el cuarto); que creó las plantas el tercer día aunque no había sol para que pudieran hacer la fotosíntesis; que creó a los animales no humanos el quinto día cada uno según su especie, y al ser humano el sexto, con lo que no pudo haber evolución de las especies tal y como afirma la teoría evolucionista; o que los dinosaurios convivieron con los humanos (pese a que la ciencia establece una distancia temporal entre unos y otros de más de 60 millones de años). También acepta sin problemas que hubo un diluvio universal tal y como relata el capítulo 7 del Génesis y que solo se salvó Noé con su familia y una pareja de cada especie animal que milagrosamente habían entrado por parejas en el arca, que una burra habló con Balaam (Números 22, 28-30) o que Jonás fue engullido por una ballena, que oró a Dios estando dentro de ese pez y que luego fue vomitado tres días después vivito y coleando (Jonás 1-2). El precio a pagar está en negar directamente la ciencia como fuente de conocimiento o aceptarla en todo aquello que no contradiga a la Biblia, lo que es tan absurdo que no merece más comentarios.
El problema para el liberal es más difícil y más interesante para nosotros. El liberal no quiere negar la ciencia ni la razón, ni tampoco quiere hacer encaje de bolillos entre religión y ciencia, pero es lo que acaba haciendo incurriendo en arbitrariedad total. Para el liberal, los pasajes controvertidos de la Biblia deben leerse a la luz de las ciencias y del progreso político y moral, interpretándolos (o tergiversándolos, según se mire) de la forma adecuada para que no resulten contradictorios con ellos, pero respetando un único límite: que Dios existe (con sus implicaciones) y tiene un mensaje de amor para la humanidad, solo que ese mensaje lo ha revelado históricamente a través de los autores de los textos bíblicos y que éstos lo trasmitieron influidos por los prejuicios, errores y condicionantes propios de su época. Así, por ejemplo, Dios no creó el mundo tal cual dice el Génesis, sino que lo hizo a partir del Big Bang en un proceso de millones de años, y que el ser humano surgió por evolución de las especies en otro proceso de millones de años también. El relato del Génesis sería la forma humana en la que los autores de ese libro tradujeron ese mensaje con su propio lenguaje, conocimientos e influencias socio-históricas, y que como tal relato no es sino un mero cuento o mito antiguo del que lo importante es el mensaje divino subyacente: que Dios existe, que es el creador y sostenedor del mundo en última instancia, y que el ser humano tiene, además del cuerpo, una sustancia espiritual que le hace semejante a Dios.
Lo que pasa es que esta forma de interpretación es arbitraria totalmente. ¿Dónde está el límite y cuál es el criterio? ¿Cómo se determina cuál es el mensaje profundo y cuáles son los contenidos contingentes? Pareciera que el teólogo liberal partiera de la idea preconcebida de qué quiere encontrar en los textos y luego se las apañara para que efectivamente fuera así. Pero claro, de esta forma se puede interpretar cualquier cosa en cualquier texto. De la misma manera, podríamos coger Mi lucha de Hítler, buscarle un sentido profundo bien sonante, y justificar todo su contenido racista e imperialista como prejuicios de la época o del propio autor que no pertenecen a ese mensaje profundo.
Por otra parte, ¿por qué no ser coherentes y seguir con esta forma de interpretación liberal hasta sus últimas consecuencias? Para el liberal, los pasajes contrarios a la ciencia, tales como el relato de la creación, el del diluvio universal, la borrica de Balaam o el de Jonás y la ballena (entre otros muchos) solo son cuentos, mitos o formas poéticas que trasmiten ideas profundas y divinas, pero no descripciones literales de acontecimientos históricos. Pero ¿qué pasa con otros pasajes bíblicos igualmente contrarios a la ciencia como el nacimiento virginal de Jesús, sus milagros, su divinidad o su resurrección? ¿También hay que interpretarlos de un modo simbólico y no literal? Es decir, Jesús de Nazaret, ¿era o no era dios?, ¿nació realmente de una virgen?, ¿convirtió el agua en vino?, ¿multiplicó los panes y los peces?, ¿curó a ciegos, paralíticos y leprosos?, ¿murió y resucitó al tercer día? Nada de eso es científicamente posible, por tanto: ¿fueron acontecimientos históricos y reales que tuvieron lugar en la Palestina de hace unos 2.000 años o son relatos míticos y simbólicos como los de Noé, Balaam y Jonás?
Aquí el teólogo liberal tiembla, porque no se atreve a ser consecuente: si lo fuera, debería responder que no son relatos literales, que Jesús ni nació de una virgen, ni hizo milagros. Si además niega su divinidad cae en alguna versión del arrianismo, pero ¿y si niega su resurrección? Siguiendo con la lógica liberal, podríamos decir que Jesús no fue Dios sino un simple mortal, aunque excepcional y ejemplar, que predicó un mensaje de amor y fraternidad, y que fue crucificado por sus ideas revolucionarias en aquella época, pero que no resucitó sino que la resurrección es otro de los pasajes simbólicos de la Biblia. Que esa resurrección lo único que simboliza es el poder del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte, de la justicia sobre la injusticia: que el bien siempre prevalece frente al mal, como la vida a la muerte y la justicia a la injusticia. Que aunque todo parezca perdido (muerte de Jesús) siempre hay esperanza (resurrección de Jesús). Pero entonces ya no queda prácticamente nada de lo que casi todo el mundo entiende por cristianismo. Pablo de Tarso dice claramente y en dos ocasiones: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Corintios 15, 14 y 17). ¿También hablaba aquí Pablo en sentido simbólico? Más bien es un órdago que ha resultado un farol: Jesús no resucitó, y vana es la religión cristiana basada en la fe en esa resurrección.
Y si aún somos más consecuentes todavía, podemos relativizar incluso la creencia en Dios, que no deja de ser también un elemento sobrenatural, y decir que ni siquiera Dios existe, que la idea de Dios está en los textos bíblicos por influencia de las creencias y supersticiones de la época, y que lo único importante es el mensaje de amor fraternal del hombre Jesús, ni divino ni resucitado. Una interpretación así de radical (o de coherente, según se mire) solo sería aceptada por una teología que dejara de ser teología para ser filosofía, y una religión que dejara de ser religión para ser solo razón.
Sin embargo, la teología y los cristianos, por muy liberales o radicales que sean, no llegan a este punto. Prefieren quedarse a medias, a mitad del camino, aceptando la desmitologización de algunas creencias pero manteniendo otros mitos como dogmas, de forma totalmente arbitraria e incoherente. Dice Richard Dawkins que todos los creyentes son ateos respecto de otras religiones, ya que niegan a los demás dioses de esas otras religiones: así, el cristiano es ateo respecto de Alá o de Visnú, por ejemplo. El ateo, dice Dawkins, simplemente está un paso por delante de todos ellos y niega a todos los dioses. Tal vez al cristianismo liberal solo le quede dar ese paso para ser, además, racional.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.