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Creencias y ciudadanía

Cualquier creyente sincero de cualquier fe puede en algún momento verse ante un serio dilema, si una ley positiva y legítima de un Estado legítimo se opone a algún precepto de la fe que quiere vivir, o bien obedecer lo que su fe le reclama, desobedeciendo la ley, o bien cumplir la ley, violentando su creencia (o parte de ella).
 
El problema, que no es nuevo, inevitablemente remite a un planteamiento general que, expresado de una u otra forma, se puede resumir en una pregunta: ¿Puede el creyente (el creyente sincero, el creyente piadoso) ser ciudadano (ciudadano completo)? Porque, como creyente, debe anteponer sus creencias a cualquier otra circunstancia; como ciudadano debe someterse al cumplimiento de la ley (que es de todos y para todos). Y de ahí puede surgir el problema: o su creencia le impide ser ciudadano completo, o su ciudadanía le impide ser creyente sincero.

Los Estados, evidentemente, no deben perseguir a nadie por sus creencias (ni discriminarlos en ningún sentido), pero igualmente tienen el deber de cumplir y hacer cumplir la ley a todos, creyentes o no. Y más aún cuando el Estado es democrático y, por ello mismo, está constituido por todos los ciudadanos y a todos los representa.

A la vez, los Estados democráticos, que son expresión de la soberanía, no pueden aceptar ninguna autoridad por encima de su propia autoridad (eso es la soberanía), de manera que, salvo que todos y cada uno de los ciudadanos que lo componen practicaran una misma fe, no pueden legislar desde los presupuestos y convencimientos de una opción espiritual concreta. Por eso no es aceptable que un Estado legítimo admita que desde una opción espiritual se afirme que su Parlamento no pueda legislar sobre tal o cual asunto.

Como se ve, el problema, en última instancia, remite a la conciencia de cada uno. La conciencia, como criterio moral último e irrebasable del individuo (que sí debe estar por encima de todo), hará que cada quien resuelva el conflicto en una u otra dirección, la del Estado o la de la fe.

Y el Estado podrá atender o no ese criterio individual. Si lo hace, se legislará la excepción y el creyente podrá disolver (que no resolver) el problema (eso es el derecho a la objeción de conciencia). Si no lo hace, el Estado deberá cumplir la ley y poner los medios para que se cumpla y el creyente objetor (hablamos del objetor de conciencia real, no de quien quiere utilizar tal objeción no por motivos de conciencia sino por estrategia política), para ser ciudadano completo, debería asumir las consecuencias legales que correspondiesen a su incumplimiento.

En las sentencias del Tribunal Supremo (que es un poder del Estado) en las que no se reconoce la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia en el caso de las nuevas materias de Educación para la Ciudadanía, explícitamente se dice que “En un Estado democrático de derecho, el estatuto de los ciudadanos es el mismo para todos, cualesquiera que sean sus creencias religiosas y morales”. Por ello, las administraciones educativas, sea el Ministerio de Educación (en su calidad de administración general del Estado), sean las Consejerías de Educación de las Comunidades (como administración autonómica del Estado), deberían poner los medios para que las sentencias se cumplan y, así, se cumpla la ley.

Jesús Pichel es Profesor de Filosofía

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