El día de ayer, Viernes Santo, como todos los años en nuestro país, hemos todos podido constatar que somos un país con leyes hipócritas. Todos los años, aunque no está en ninguna disposición legal, los alcaldes de cada distrito del país emiten decretos alcaldicios en que ordenan la prohibición de expendio y consumo de bebidas con contenido alcohólico para el Viernes Santo. Y también, como todos los años, religiosamente los ciudadanos en masa acudieron a las bodegas y supermercados del país el Jueves Santo a apertrecharse de cervezas y licores como si fuese el fin de los tiempos. Porque el que viva en Panamá y aún no se haya percatado de que el Viernes Santo la población en general bebe alcohol en sus casas, está en Narnia.
La recomendación de abstinencia en Viernes Santo es una que responde a razones religiosas propias de la fe cristiana. Particularmente en el caso de la tradición católica, existen recomendaciones hacia los fieles que consisten en hacer sacrificios durante toda la Cuaresma. Pero la fe y los sacrificios que una persona religiosa decide hacer en función de dicha fe, son asunto individual. Dentro de la propia doctrina católica, la elección de la fe es cosa del individuo y debe ser libre en todo momento. Dicha libertad del individuo para aceptar o rechazar una determinada fe es un derecho propio de su dignidad humana.
La libertad religiosa no es solo para elegir si creo o no creo en determinada religión. La libertad religiosa comprende la libertad de culto, que también se extiende a que una persona, habiendo ya elegido una determinada fe, tiene derecho a elegir en libertad hasta qué punto practica los mandamientos que por dicha fe le dicta su iglesia. Si bien la Iglesia siguió por siglos la idea expresada por Santo Tomás de Aquino, de que al creyente había que compelerlo a no desviarse de la fe (idea que sirvió por mucho tiempo de pretendida justificación para quemar herejes), esa idea es considerada hoy por la propia Iglesia como superada. En el Concilio Vaticano II, por ejemplo, se incluyó la declaración Dignitatis Humanae , que expresa, entre otras cosas: ‘Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos’.
Es esta la razón por la que ya no se aplican sanciones en el plano civil a los herejes. La herejía sigue existiendo y la Iglesia puede seguir aplicando sanciones dentro de su organización, pero hoy día la propia Iglesia católica acepta que no se puede usar la coacción civil, la autoridad mundana, para aplicar sanciones que en todo caso deben ser solo morales. En otras palabras, ya no se quema a los herejes en la plaza pública, aunque se les pueda excomulgar. En este contexto, ¿por qué en Panamá se sigue ordenando a las personas, todos los años, que se abstengan de consumir bebidas alcohólicas durante el Viernes Santo? La doctrina de la propia Iglesia católica deja claro que la coacción en el plano civil jamás debe ser usada para obligar a una persona a hacer o dejar de hacer algo por razones religiosas, sea o no sea creyente. Sin embargo, todos los años nuestros alcaldes de todos los distritos del país, creyéndose más papistas que el papa, decretan precisamente lo que Dignitatis Humanae , del Concilio Vaticano II, expresa con claridad que es contrario a la dignidad humana.
La imposición de ley seca por razones religiosas en pleno Siglo XXI es anacrónica e injustificable, no solo desde la consideración del liberalismo clásico, corriente política a la que históricamente debemos la idea de separación entre Iglesia y Estado, sino también, como hemos visto aquí, desde la propia posición de la Iglesia católica. A ver si acabamos con la indigna práctica de decretar ley seca para Viernes Santo. Quizás debemos comenzar a dar a los alcaldes de nuestro país copias de Dignitatis Humanae. ¿La leerán?
Jaime Raúl Molna. Abogado