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Cruz del Valle de los Cáidos.

Contra el tradicionalismo

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“Lo más del llamado en España tradicionalismo no es sino cainismo” (Unamuno)

El otro día, un día como otro cualquiera, en esa gigantesca ágora que son las redes sociales, alguien me decía, terminante, que para defender España (ante la amenaza separatista), había que ser español y cristiano. Y que ser español exige el cristianismo. Que la nacionalidad española implica el bautismo, el acceso a la ciudad de Dios.

Los llamados “tradicionalistas” se creen que pueden hablar de Dios y no tener que dar más explicaciones. Así lo hace José Miguel Gambra en un libro, La sociedad tradicional y sus enemigos (ed. Guillermo Escolar,2019), que busca dar la réplica tradicionalista al clásico liberal de Popper (La sociedad abierta y sus enemigos). Es más, Gambra cree que los desafueros actuales son producto del liberalismo, “del cual es secuela todo lo demás” (en referencia al socialismo, comunismo, fascismo, etc). La sociedad “tradicional”, cree el tradicionalista, es la que está inspirada en la tradición de la Iglesia católica, única tradición de origen divino. O sea, única tradición. No hay ni puede haber otra tradición que la que esté inspirada en la única religión, la verdadera. Con esto cree el tradicionalista que ya está diciendo algo; justificando algo. Incluso cree estar justificándolo todo. El creyente se cree con más autoridad para hablar de Dios que el ateo, porque cree él tener una relación real con Dios (y que, por lo visto, no tiene el ateo). Pero eso es precisamente lo que se discute: si Dios no es -si Dios no puede ser-, ni creyente ni ateo tendrían relación con él (aunque uno de ellos creería tenerla); y si Dios fuera, ambos igualmente la tendrían (aunque uno de ellos creería no tenerla). Ignora el creyente que la fe nada prueba, y cree saber de lo que está hablando cuando dice Dios porque se cree inspirado, iluminado, por él (la fe como don divino). Y esta manera de hablar no es más que una petición de principio, una falacia que gira en círculo vicioso.

Lo curioso es que, a partir de aquí, se cree el tradicionalista autorizado para organizar la vida pública. Es más, se cree que perder de vista esos valores tradicionales, inspirados por la divinidad, es el principio del fin de todo orden político y social. Así los dogmas teológicos los convierte el tradicionalista español en “dogmas nacionales”, y acude para justificarlo a una prueba “histórica”: España ha surgido en el contexto de la restauración de los valores cristianos en la península frente al islam.

La cuestión es que ser español no requiere de ninguna prueba de existencia más que la de probar (documentalmente, sí, el DNI) que se pertenece, como ciudadano, a un Estado. Ello significa el cumplimiento de una serie de derechos y obligaciones derivados de dicha pertenencia, con unos códigos, una constitución, etc. Sin embargo, ser cristiano, en cuanto perteneciente a una comunidad de fieles, requiere de cierta prueba de verdad sobre los contenidos doctrinales de dicha religión, en torno a la cual se forma dicha comunidad, sobre todo para distinguirse de otras.

Ahora bien, se produce aquí una paradoja, en torno a la prueba de la fe, que sitúa al creyente en una aporía insalvable: a saber, si el creyente no prueba su fe, esta se vuelve absurda (no racional); y si la prueba, y toda prueba es prueba racional (no hay otra), entonces la fe se vuelve superflua (no hace falte creer lo que ya se puede conocer racionalmente), y así la fe no tendría ningún mérito ni valor. El mérito de la fe consiste, precisamente, en creer lo que no se sabe, ni se puede saber. El contenido de la fe, por lo tanto, es algo que no se puede conocer por definición (de Dios, como contenido de la fe cristiana, nada se puede decir, es inefable), sino que sólo es susceptible de conocer aquello que Dios mismo dice de sí mismo (la “Revelación”, esto es, la Biblia), lo que implica, insisto, una falacia de petición de principio (se pide el principio de Dios como prueba de su propia existencia revelada). “Si te busco es porque ya te he encontrado”, decía San Agustín. Al final la única “prueba” de fe es la propia intensidad de la convicción o creencia, sin salir del círculo vicioso de la petición de principio. Toda fe, aún mediando todas las sutilezas de la teología que se quieran, es fe ciega o de carbonero. Toda fe es absurda, de lo contrario dejaría de ser fe (credo quia absurdum).

Pues bien, con esto pretenden, además, esos llamados “tradicionalistas”, dar lecciones de política y de moralidad. Es más, se creen que pueden hablar de Dios como útil para la Polis, incluso necesario para el buen orden social, e irse de rositas, sin tener que justificar dicha creencia, por creerla inspirada sin más. Y entonces aquí se insolentan, y exigen respeto a sus creencias frente al ateo, cuando reconocen, a su vez, que sus creencias (el contenido de la fe cristiana) no se pueden justificar racionalmente. Es un don, una sabiduría especial, cuya fuente, de nuevo, es el mismo Dios. Precisamente, y este es el diagnóstico “decadentista” de los llamados tradicionalistas, es el “olvido” de ese don, derivado de la laicidad y la secularización de las sociedades contemporáneas, a partir de la Revolución francesa, lo que ha puesto en degeneración a las sociedades actuales. Hay, de nuevo, que traer al primer plano de la vida política los valores (cristianos) de lo sagrado, para restaurar la armonía social que reinaba en la comunidad política cuando ésta estaba inspirada por esos valores. Unos “valores” que, sin embargo, a su vez, creen innecesario justificar.

Pero es que resulta que la política es común, todos participamos de la Polis, mientras que la religión no lo es. No todos entramos en el Templo. La fe no es común, el estado sí lo es. No todos pertenecemos a la comunidad de fieles cristianos, pero sí pertenecemos a la comunidad política.

A ver si se enteran, sobre todo lepenistas y trumpistas que campan últimamente por España, que sacar a la plaza pública los valores de lo sagrado como valor político, y como filtro de la ciudadanía, es sectarismo y privilegio. Poner a la fe como condición de ciudadanía significa arruinar la ciudadanía como condición política. La ciudadanía es simple, no es plural. Si la ciudadanía política queda condicionada a algún contenido cultural, se acabó. Es su ruina. Ruina cainita.

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