Como era de esperar, cada vez que viene un papa a España, se genera la polémica, y con razón; son muchos los vividores que se aprovechan de tal acontecimiento; aún colean los apaños monetarios que algunos hicieron a cuenta de Juan Pablo II en su visita a Valencia. Pero eso, con ser importante, es lo que menos me importa reseñar. Me interesa más hacer constar el ánimo con que el pontífice viene (lo traen, sería mejor decir) a este país y los discursos que, parece ser, va a darnos. Resulta curioso que este papa, y el anterior, vengan en son de guerra a este país; no vienen a traer comprensión, amor, tolerancia, paz, no. Vienen al estilo Rouco, el gran inspirador de estas visitas y de sus discursos; decir estilo Rouco es decir guerrero, intransigente, irrespetuoso con los que no opinan como él, abominador del laicismo, del aborto, de la eutanasia, de los matrimonios gays, de cualquier religión que no sea la católica, instigador de la manifestación insultante, de tirar a degüello contra el presidente español y un largo etcétera.
La intransigencia y la intolerancia no son valores muy cristianos que digamos, ni tampoco católicos (aunque, visto lo visto, no estoy muy seguro). Uno de los caballos de batalla de estos dos pontífices ha sido el laicismo. Benedicto XVI afirma sobre el laicismo: "en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual" (discurso a los juristas católicos, 9 de diciembre, 2006). Entre otros conceptos, este es el que suscita mayor queja: la pérdida de poder social de la religión católica. En un estado democrático, las religiones se hallan confinadas a la esfera de lo individual, porque en el ámbito colectivo ha de ser el Estado, y solo el Estado (democráticamente constituido) quien debe regir los destinos de la sociedad. Pero claro, la iglesia católica no está dispuesta a esa pérdida de poder. ¡Qué años en los que era la única religión, la única moral, el único poder! Una sociedad teocrática, como es la religión, difícilmente convive con el concepto de libertad: libertad de culto, libertad de conciencia, diversidad de morales, diversidad en las maneras de entender el mundo, el hombre y las relaciones sociales. Por si teníamos alguna duda, insiste el papa: "Todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete la legítima autonomía de las realidades terrenas". Es decir, que no hay otro problema que el del poder sobre los demás de las normas espirituales católicas; no se admite competencia, disidencia, segundo plano o, simplemente, compartir. Nada, nada, ha de ser la única religión, la única moral, el único poder. Lo grave del caso es que esta actitud beligerante e intolerante con la libertad ya viene rodada en la historia de este país.
Cuando la Constitución del 1931, de la II República, abordó de modo decidido la creación de un Estado laico (libertad de conciencia, de culto, preeminencia de una sociedad no religiosa, separación Iglesia-Estado, secularización de los cementerios y la ley del divorcio), la reacción de la derecha y de la Iglesia católica fue terrible, protagonizada por la Ceda de Gil-Robles y por el cardenal Segura. Tal actitud no ha cambiado. Recordemos a Juan Pablo II, 24 enero, 2005, cuando afirmaba que "la ideología laicista es incompatible con la libertad religiosa". ¿Libertad religiosa? Ya son ganas de decir cosas contradictorias, en pura lógica; más bien la libertad religiosa aquí aludida significa: la religión católica debe recuperar su poder social, religioso y moral y corresponde a nosotros administrarlo. Todo muy humano, pero nada religioso y menos, divino. Poder por poder, nos quedamos con el que elegimos; moral por moral, nos quedamos con la autónoma, la que nosotros nos damos, aunque sean varias a la vez. Pero en eso consiste la democracia y su juego. Dejemos las religiones para la vida privada, que la pública tiene sus reglas y sus controles, cosa de la que carecen las religiones, por eso son tan temibles. El papa se debería pensar a la hora de arremeter contra la laicidad o el laicismo, tanto monta, aunque intenten decir que no es lo mismo.
El 12 de octubre. Historia, reconquista, conquista e inquisición · por José Antonio Antón Valero
Una vez más resuenan las trompetas de eventos históricos que supuestamente definen el nacionalismo español. En la Historia…