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Con la cruz a cuestas

Que el más alto cargo del Ayuntamiento, don Juán Alberto Belloch, sea un devoto seguidor de las tradiciones católicas no tendría mayor importancia si circunscribiera su práctica al ámbito de la vida privada. El problema surge cuando, investido por la autoridad que le infiere ser el alcalde de Zaragoza, convierte en un precepto consistorial el cumplimiento de dichos ritos religiosos. Pero hay que comprender a Belloch. En su mundo no existe contradicción alguna entre ser un representaste socialista en un Estado aconfesional y obligar a los concejales a darse un baño de misticismo popular, flanqueados por símbolos católicos y embriagados del empalagoso incienso que inunda el aire. No hay que olvidar su propuesta de poner a una calle zaragozana el nombre de Escrivá de Balaguer.

Siguiendo su peculiar razonamiento, resultaba lógico concederle este honor a un aragonés tan ilustre. Y tiene razón, en cuanto al poder y renombre que alcanzó el personaje. Lo que chirría un poco es que dicha fama se debiera a que, monseñor, era el autor intelectual de una peligrosa secta que colaboró a formar al pueblo en los valores del movimiento franquista. Resulta tan paradójico, como si en Valladolid, propusieran lo mismo con uno de sus ciudadanos más universales: El gran inquisidor Tomás de Torquemada. Otro que, en nombre de Dios, decidió salvarnos a cristazos.

Alguien debería explicarle a nuestro alcalde que la fama no siempre se adquiere por méritos positivos. Son innumerables los psicópatas y asesinos que pasean por los anales de la historia y que deben su prestigio al número de tropelías cometidas.

También debería aclararse con lo que significa representar a un Estado aconfesional. Y que la libertad religiosa que procesa este país, a pesar del absurdo Concordato que se firmó en 1979, implica la desaparición de símbolos y fórmulas confesionales de los actos de posesión de cargos públicos y también que las ceremonias y celebraciones institucionales no tengan carácter religioso. Algo que no parece entender el jefe de nuestro Consistorio al que, una cruz entre aromas de almizcle, le ponen tan burro que le resulta imposible discernir entre lo público y lo privado.

Pero es que, ¿dónde va a parar la majestuosidad que aporta a cualquier acto desfilar bajo el palio de la protección romana, católica y preconcilar? Le da más prestancia, mucha más credibilidad a cualquier cosa que se haga. Se produce un efecto de transubstanciación de la materia institucional para dotarla de la autoridad que proporciona el respaldo divino. Una táctica que, personalmente, me huele a naftalina. Me trae efluvios de otros tiempos en los que el Régimen no inauguraba un pantano ni preparaba un pelotón de fusilamiento sin que presidiera el cotarro la parafernalia católica con su hisopo expendedor de bendiciones.

Los que creemos en la libertad de conciencia, ese libre albedrío para escoger creer o no creer en lo que a uno le venga en gana, tenemos que cargar con esta pesada cruz. Debemos padecer la empecinada militancia espiritual de nuestro Alcalde que desprecia la neutralidad religiosa con la que deben proceder las autoridades, en un país, que se declara aconfesional. Sufrir nuestra propia pasión, y sentir cómo se nos abren las carnes, ante el espectáculo de la comitiva de concejales, con don Juan Alberto a la cabeza, marchando en recogida procesión cual nazarenos penitentes.

Este Viernes Santo, como en la celebración del Corpus u otros acontecimientos religiosos que cuentan con la presencia municipal, un grupo de personas expresarán su desaprobación en silencio. Sin ningún ánimo de ofender o molestar a los particulares que practican su culto. Pero con la decidida intención de no reblar hasta que se consiga un Estado laico. Hasta que nos desprendamos de esos usos atávicos que mezclan el mundo sobrenatural con el de las Instituciones Públicas. Hasta que los elegidos por el pueblo para servirle, lo hagan respetando la más íntima de las libertades de sus electores: la propia conciencia.

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